Un huracán de belleza deja al guiri en éxtasis



DESPUÉS de Plaza Larga, quiero enseñarle a Harry uno de los lugares de Granada más visitados por los turistas: el Mirador de San Nicolás.
Harry, con el que he quedado en Plaza Larga, lugar que ya conoce, ha llegado con un poco de mal humor porque dice que su esposa Dorothy, a la que él quiere mucho, ronca como un descosido y que sus serenatas respiratorias hacen que de vez en cuando emigre al sofá y le provoque insuficiencia de reposo.
-¿Tú es que no roncas, Harry?
-Sí, pero yo no oír mis ronquidos.
Es domingo y son casi las nueve de la mañana de un día soleado de noviembre, prolongación del veranillo de San Martín. Por eso Harry se ha presentado en camiseta de tirantes, con pantalón corto de flores y unas sandalias de tirilla que dejan casi al aire unos calcetines blancos. El gorro es de pescador aburrido. Un cromo, lo que se dice un cromo.
-A mí cuidar que no me dé sol en nariz. Poner como pimiento -dice-.
Pero es temprano y el sol aún no ha dado muestras de su poderío energético. Harry se queda maravillado con el Arco de las Pesas y me pregunta si sé por qué se llama así. Le digo que creo que es porque los moros colgaban y exhibían sobre el arco de esta puerta las pesas mal calibradas que usaban los comerciantes estafadores, es decir, aquéllos que timaban a sus clientes con el peso real de sus mercancías. También le digo que se rumoreaba que los árabes colgaban allí no sólo las pesas de los malos vendedores, sino también sus manos amputadas como castigo y escarmiento público.
Cuando pasamos por el Arco Harry me pregunta que cómo es posible que un monumento tan antiguo y característico de una época gloriosa de Granada, esté tan sucio y con tantas pintadas. Le digo que ese es un mal de estos tiempos en los que estamos, abonados para que crezca la incultura y el vandalismo.
-Pues yo cortaría manos a quien manchas estas paredes y colgaría en el arco.
-No des ideas, Harry.
JOSE EL BARRENDERO
Cuando llegamos al Mirador de San Nicolás hay una pareja que se está haciendo un autorretrato (selfie, lo llaman ahora), tres jóvenes sentados en el poyete que circunda el mirador y suciedad, mucha suciedad. Jose, un barrendero rubio de pelo largo, está en plena faena de barrido. En aquel mirador el presidente Bill Clinton dijo que desde allí se contemplaba el atardecer más bonito del mundo. El amanecer sin embargo es otra cosa, sobre todo los fines de semana. El mirador se llena de porquería: botellas vacías de ron, cerveza y vino se mezclan con bolsas y restos de un gran botellón. "El botellódromo más bonito del mundo", podría ser otro lema de aquel sitio.
-Hay cinco papeleras alrededor y si las mira usted casi todas están vacías. A la gente le gusta tirar las cosas al suelo. Yo creo que somos guarros por naturaleza -se queja Jose mientras hace desaparecer la porquería-.
Inicio una pequeña conversación con el barrendero y está de acuerdo con que al Albaicín le hace falta una limpieza profunda. Se la achaca a la falta de barrenderos y dice que por eso los pocos que hay se dedican a los lugares más emblemáticos, aquellos a los que van los turistas como el mirador de San Nicolás.
Pero Harry está en lo suyo. No mira la suciedad de dentro del mirador sino el paisaje de fuera. Los grandes cineastas saben que el exterior, el paisaje, no es más que un medio para retratar el interior, el espíritu. Aquel paisaje, lo que se ve desde allí, le hace cambiar su estado de ánimo. Ya no se acuerda de los ronquidos de su esposa.
-¡Oh! Wonderful, very wonderful -señala con la boca abierta, distendida, enigmática-.
Sierra Nevada luce en sus picos un poco de materia prima y el resplandor de la mañana permite que la Alhambra exhiba el potencial de una mujer bellísima que acaba de levantarse. Harry tiene todos los sentidos concentrados en el de la vista. Peina el paisaje con los ojos y sigue con la boca abierta y distendida cuando le señalo dónde está el Generalife, la torre del Palacio del Partal, el peinador de la Reina, la torre de Comares, la iglesia de Santa María de la Alhambra, el palacio de Carlos V y la torre de la Vela. Asiente a todas mis explicaciones como un vaivén afirmativo de su cabeza. Harry quizá se ha dado cuenta de que si la felicidad existe está en escenarios como el que está contemplado, en esos momentos únicos en los que la belleza del mundo se conjuga y nos hace abrir las espitas de la admiración.
SIN PALABRAS
Tan embelesado está Harry con lo que está viendo, que no sé si realmente me escucha cuando le digo que hay momentos en aquel mirador que parece una enjambre de vida y un crisol de idiomas y de gentes. Que es un lugar de encuentro de razas, etnias y culturas, de gente sin ningún quehacer, de bohemios y de lugareños que se ganan la vida tocando la guitarra por una propina o vendiendo castañuelas, como Carmen. Y que quizás el lugar más reducido de Granada donde en un momento determinado se pueden encontrar más personas de distinta raza, lengua o credo. Donde la raza y la piel no son una diferencia, sino un elemento más del espectáculo que el que va allí encuentra ante sí.
Mientras hablo, veo que Harry sigue en trance. Su rostro bien podría haberle servido de modelo a Bernini para esculpir la expresión de Santa Teresa en pleno éxtasis. Le explico, sin saber si me oye, que la idílica panorámica que desde allí se contempla cambia cuatro o cinco veces al día (según la hora) y cuatro o cinco veces al año (según la época). En invierno se puede ver el telón de fondo de la nieve caída en la sierra, en otoño las hojas de los árboles del bosque de la Alhambra tienen tonalidades distintas y realzan los contrastes de la piedra del monumento y en primavera el verdor y el colorido de la vegetación es tan intenso que deja en nuestras retinas una huella que es difícil borrar, como esas chiribitas contumaces que vemos cuando exponemos nuestra vista a una luz muy intensa.
Durante los atardeceres se suele dar una orgía de colores, cuando el sol se va los contrastes se acentúan, las luces se suavizan y se diluyen las fronteras entre ellos. El contorno del monumento nazarí se incrusta despiadadamente en el paisaje y sólo nos falta oír un poema de Rafael Guillén (aquel en el que dice que la vista de la Alhambra es de las que acosa y deslumbra) para alcanzar el grado de arrobamiento del guiri que tengo a mi lado.
Estoy a punto de contarle a Harry la historia del polémico monolito con la frase de Bill Clinton que tuvieron que quitar y lo que han escrito los viajeros románticos sobre aquellas vistas, cuando éste me espeta:
-Tú hablar mucho. Por favor, tú callar y mirar. Aquí no hacer falta palabras.
-¿Y ahora me lo dices, Harry?
-Es que aquí no importar lo que otros digan, sino sentir uno mismo. ¿Acaso tú no entender la importancia del silencio en sitios como éste?
-Pues si lo llego a saber voy mientras a tomarme un café al Kiki.
-Tú poder ir. Sin problema. Yo quedar aquí un rato más.
Este Harry es un capullo con toda la cuerda da.
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