Líder de Motor ibérica

Aquella niña que tuvo tan dura escuela en su Guadix natal, se ha convertido en un personaje querido y admirado en el mundo de la lucha y la solidaridad en Cataluña

17 de mayo 2009 - 01:00

La infancia de Maruja (Guadix, 21-11-1936), fue la de una niña de padres represaliados. Su primera memoria le viene del hondón de sus tres o cuatro años: las visitas a su padre, José Ruiz Rodríguez, en la cárcel de Granada, de la mano de su madre. Lo habían detenido por el hecho de pertenecer a la CNT. Primero lo encerraron en la almazara del pueblo, convertida en improvisada cárcel, pero de esto se acuerda por la memoria transferida de sus familiares. Así que su pequeña vida estuvo inserta en un ambiente terrible, de amedrentamiento colectivo, que tardó en comprender, "…pues no había ninguna familia a la que no le hubieran matado a alguien, a su marido, a sus hijos, o a la familia entera. En mi pueblo aquello fue una verdadera catástrofe".

Maruja ha conservado una memoria intacta, diáfana de aquellas vivencias de sus primeros años. A su madre, María Martos Baena, la detuvieron por ser la mujer de un sindicalista. La raparon y la pasearon por el pueblo, era poco más que una adolescente y aquella humillación le dejó honda huella. Al principio, Maruja la visitaba en el cuartelillo de la Guardia Civil, ahora junto a su abuela, Encarnación Baena, que la recogió, tuvo que dejar de darle el pecho al menor de sus hijos para amamantar a su nieta, quien le llamó mamá y a su madre biológica María. Encarnación tenía nueve hijos y el marido parado. Vivían en El tejar de las Vacas, en una cueva de dos habitaciones. Aquel familión de doce personas, se mantenía de la ropa que Encarnación lavaba en el río, como lavandera. Uno río de aguas heladas. Las pasábamos muy negras, muy negras. Un recuerdo inolvidable, en blanco y negro, era el de los fusilamientos:

"En Guadix -nos contó Maruja- a los republicanos los fusilaban al lado del cementerio o en cualquier parte de las afueras. En varias ocasiones, para aterrorizar a la gente, los ejecutaban en la plaza de las Palomas [la plaza mayor porticada, en la que a través de sus nombres se puede conocer la historia de España: plaza del Corregidor, de la Constitución, de Enésimo Redondo], allí mataron a un matrimonio con sus dos hijos. En el cementerio los ponían al lado de la fosa y los fusilaban. Exterminaron a familias enteras. Cuando había ejecuciones, acudía mucha gente: unos iban por pena, otros por curiosidad, pero aquello fue el espectáculo número uno durante un tiempo".

La madre de Maruja estuvo cuatro años presa. Cuando salió nadie le quería dar trabajo, era una mujer marcada. La forma de sobrevivir era ir a robar al campo con sus hermanos. Maruja para describirnos la desesperada situación, emplea la palabra robar, por lo cual eran perseguidos. Pero ¿aquello era robar? Hélder Cámara, obispo de Brasil-Norte, la región más miserable del país, declaró que cuando el pueblo cogía las armas para defenderse no ejercía la violencia sino la contraviolencia. Por lo tanto, las armas de defensa de los Ruiz era coger cuatro papas o tomates y algo para encender el fuego, para alimentar a aquella tribu, guarecida en la penumbra de la cueva. En todo caso, lo que robaban era propiedad de quienes al amparo de las leyes, explotaban al pueblo obrero y campesino y lo mantenían sumido en la más sórdida miseria. ¡Así que, lo de ellos no era robar!

José Ruiz se había opuesto siempre a la idea de que su mujer se pusiera a servir, consideraba que trabajar en casa de aquellos señoritos suponía riesgo para su integridad. Empujada por las insostenibles circunstancias familiares, entró en casa del cacique más feroz, tampoco podía elegir, estaban ellos y los oprimidos, con pocos meses de peonadas al año. Cuando se enteró José dejó de escribirle. Al cumplir ocho años de prisión, salió en libertad con los papeles de un muerto que tenía sus mismos apellidos. Al llegar a Guadix se fue a casa de sus padres, hasta el día siguiente no fue a verlas. Maruja recuerda que hablaron durante muchas horas, el enferentamiento fue duro, ninguno cedió y la pareja acabó rota. A Maruja se la llevó el padre, pero la niña se escapó de casa de sus abuelos paternos no le habían ayudado durante la ausencia de su padre. Regresó al lado de su madre, que ya vivían en una cueva las dos solas. El padre, que la adoraba, la veía de lejos, pues estaba confinado, otras veces los encuentros eran de noche, bajo un olivo, también detrás del cementerio. Hasta que el padre se fue a Madrid, el riesgo de que descubriesen su identidad, era un peligro latente. En la cárcel se había adherido al partido comunista, le proporcionaron una nueva identidad e ingreso en la Renfe, en donde trabajó hasta 1976.

Empezó para Maruja una vida llena de nuevos sobresaltos. La madre acabó unida a uno de los caciques de la casa donde servía. Era un hombre mayor, rencoroso, que odiaba a la niña. Ante el temor a su ira, la madre le daba de comer a solas. Aquel hombre empezó a maltratar a María, a raíz de dar a luz a una niña. La acusaba de ladrona y, desde la óptica del explotador, era verdad. María no podía disponer de sacos de patatas, arroz, aceite, sin aliviar la miseria de sus padres y hermanos. Un día, Maruja, al defender a su madre de la violencia de su hombre, casi siempre en estado de embriaguez, lo empujó y tuvo que permanecer varios meses inmovilizado. Desde la cama le decía: "En cuanto me levante te mataré". Y el día que le lanzó un cuchillo, la madre comprendió que la amenaza la cumpliría.

La desgracia los perseguía. El abuelo de Maruja, intento pasar la frontera en busca de trabajo, lo descubrieron y extraditado a Guadix, la Guardia Civil le dio tales palizas que le destrozaron un pulmón, a los tres meses moría. No tenemos espacio para contar las vicisitudes de la infancia de Maruja. Sin embargo, de aquella negrura, surgió un ser luminoso, solidario, con criterios sanos y comprometidos con las gentes desprotegidas. ¿De qué fuente le había brotado aquella humanidad, a la niña delgaducha y perseguida, que sabía tanto de hambrunas y sinsabores? Sin lugar a duda, del drama que vivieron los niños de la posguerra, de padres represaliados y parejas rotas, por la miseria ambiental, de cárceles y dolorosas separaciones.

Un día de 1949, María y sus dos hijas cogieron un tren que las llevó a Barcelona. Al llegar a la estación se sintieron perdidas, pasaron unos hombres que al verlas llorar, les preguntaron qué les pasaba. La madre le explicó que iban a la chabola de unos amigos, pero que no sabían donde estaba. Las tranquilizaron prometiéndole ayuda. Le preguntaron que de cuánto dinero disponían. La mujer les entregó las siete mil pesetas que llevaba. Las acompañaron a una vieja casa del Barrio Chino (hoy Raval), y le dijeron que esperaran en el portal. Empezaron a pasar las horas y no llegaban. La dueña de la pensión, al verlas tan desvalidas y engañadas, les dio una habitación. Al cabo de unos días les ayudó a encontrar a la familia que buscaban y las acogieron en su barraca. Cuando José Ruiz se enteró fue a ver a su hija. Vivían en la calle Capitán Arenas, en una barraca de aquellos solares. La madre accedió a dejar a Maruja marchar con el padre, que vivía en Bilbao, con una mujer que, desde un primer momento, la rechazó. Maruja entró en un colegio de monjas de Alsasua, donde aprendió a escribir y leer. El padre la adiestró durante horas de su nueva identidad. Con su padre empezó a escuchar Radio Pirenáica, muchas cosas no entendía, pero algunas empezaron a cimentar. La relación con la mujer de su padre era conflictiva. La joven le ocultaba al padre los malos tratos, pero una vecina la denunció. La mujer, que conocía la identidad falsa de Jose, lo chantajeaba con declarar su situación a la policía, si la abandonaba. Ante la desconfianza, el padre levantaba a su hija a las cinco de la mañana y se la llevaba con él a su trabajo pero aquello no era solución. José Ruiz, hasta que llegó la transición, no pudo recuperar su nombre y su libertad.

Maruja, tras nuevas vivencias en Madrid volvió a Barcelona, para ayudar a su madre. Se hizo novia de Fernando Medialdea, hijo de los dueños de la barraca, que los acogieron a su llegada en 1949. Se habían conocido de niños en el pueblo. Se casaron y tuvieron una hija a quien llamaron Dolores. Maruja era una mujer muy activa, pero cuando entró a formar parte del PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña), su vida adquirió una dinámica imparable en las Asociaciones de Vecinos, participación en las luchas reivindicativas, por viviendas, escuelas, semáforos, cortando el tránsito de arterias importantes para logros comunales. El 1 de junio de 1976, a las siete de la tarde, un grupo de mujeres con sus hijos, inmigrantes en su gran mayoría, iniciaba un encierro en la barcelonesa iglesia de San Andrés del Palomar. Era una protesta por el despido de los 1.800 trabajadores de Motor Ibérica, constructora de los camiones y tractores Ebro. Cuando las mujeres de los trabajadores tomaron esta decisión llevaban semanas informando a la opinión pública del conflicto provocado por la larga y dura huelga, iniciada el 28 de abril. Al cumplirse el primer mes de lucha Maruja Ruiz, mujer de uno de los despedidos, se presentó en el Sindicato y pidió la palabra. Maruja con su catalán-granaíno, expuso la necesidad de que las mujeres tomaran parte activa para ayudar a sus compañeros en la lucha por la readmisión. Y desde aquel día empezaron las marchas, cada jornada por diferentes zonas de la ciudad, informando a las gentes del prolongado paro de Motor Ibérica, con sentadas en la calle y visitas al Arzobispado y al Gobernador, a los jefes de la empresa, a las emisoras de radio, haciendo frente a la policía,que las golpeaba, las agredía con el agua de las mangueras y las perseguía hasta el punto que hubo una mujer que perdió al hijo que esperaba. Transcurrido un mes de esta situación celebraron una asamblea en la iglesia de santa Engracia y, cambiando de táctica, decidieron encerrarse en una iglesia. Nombraron una comisión de tres mujeres, entre ellas Maruja Ruiz, que fue la encargada de encontrar el lugar adecuado, que resultó ser la iglesia de San Andres del Palomar, que ya en otras ocasiones fue escenario de luchas obreras. Era un lugar céntrico, con un gran patio, donde los niños podían jugar y, frente por frente, tenían un dispensario, para atender a las recluidas en caso de necesidad. Fue este un hecho insólito en el campo de la lucha laboral, sus imágenes dieron la vuelta al mundo y sentaron nuevos planteamientos

Maruja Ruiz figuró en una de las candidaturas del PSUC, en las elecciones legislativas del 15 de junio de 1977. Maruja no ha dejado de pertenecer a los movimientos sociales y asociativos. Hace 15 años que dirige un grupo de solidaridad con el pueblo cubano. Colabora en un casal de mayores de forma altruista y, sin decaer, continua militando en el PSUC-PCE. Aquella niña que tuvo tan dura escuela en su Guadix natal, es hoy un personaje querido y admirado en el mundo de la lucha y la solidaridad en Cataluña.

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