Los vampiros existen
El sello Mondadori publica una vistosa antología de relatos con el vampiro, uno de los mitos que más literatura ha generado en los últimos años, como protagonista.
En un célebre pasaje de Drácula, el profesor Abraham Van Helsing se dirige a la audiencia en estos términos: "Los seres que llamamos vampiros existen; alguno de nosotros tiene pruebas de ello. Pero aunque no tuviéramos la evidencia irrefutable de nuestra propia experiencia tan desdichada, las enseñanzas y los testimonios del pasado ofrecen pruebas suficientes para cualquier persona sensata". Los "testimonios" aludidos por este eminente Doctor en Medicina, Filosofía, Literatura... -como tal se presenta en la novela-, ingentes a finales del siglo XIX, son sencillamente inabarcables a principios del XXI. El vampiro ha generado más literatura que ningún otro mito en la última centuria. A su universalidad -bajo distintos nombres o ropajes, se halla en casi todas las culturas del planeta- debemos añadir su popularidad: el personaje está presente en la novela, el cine, el cómic, la televisión, los videojuegos, la música o la pintura. Debido a su naturaleza epidémica, el vampirismo también ha sido estudiado por la medicina moderna.
En un trabajo de 1979, Bruce Wallace lo relacionaba con la rabia y remontaba el origen de la leyenda al tiempo de las cavernas: "Durante las primeras etapas de la enfermedad, quienes habían sido mordidos por murciélagos rabiosos irían internándose cada vez más en la oscuridad para escapar a la luz [uno de los síntomas de la rabia es la fotofobia]. Durante las últimas etapas emergerían de ellas convertidos en locos agresivos que intentarían morder a los demás. Las nuevas víctimas de sus mordeduras harían que el ciclo volviera a empezar", suscribe Charles G. Waugh. Además de apuntar en la dirección correcta, éste y otros trabajos abundan en la antigüedad del mito. El vampiro es una criatura milenaria. No obstante, por una de esas ironías a las que tan dada es la Historia, su eclosión tuvo lugar en el llamado Siglo de las Luces, lo que llenaría de no poca indignación a Voltaire, Rousseau y otras lumbreras de la época. A mediados del siglo XVIII se documentaron varios casos de vampirismo en los Balcanes de tanta repercusión en la Europa de entonces que el término serbio vampir entró en prácticamente todas las lenguas occidentales. Por fin teníamos una palabra común para designar a un monstruo cuya génesis se pierde en la noche de los tiempos, hijo de la noche, instrumento de los tiempos.
Su edad de oro fue indudablemente el siglo XIX, y a éste se ha consagrado Vampiros (Mondadori), una bellísima antología a cargo de Rosa Samper y Óscar Sáenz, ilustrada con gusto exquisito y perverso por Meritxell Ribas. Durante el Romanticismo, los señores de la noche se convirtieron en musas obscuras de poetas y narradores de toda laya. De los primeros, este volumen recupera dos famosas composiciones, una de Charles Baudelaire (Las metamorfosis del vampiro), otra de Lord Byron (El Giaour). Curiosamente, este último sirvió de modelo para el primer vampiro con nombre propio de la literatura. La historia, de tan conocida, quizás no merezca recordarse: en el verano de 1816, en Villa Diodati, a orillas del Lago Leman, un grupo de amigos y no tan amigos apostaron entre sí a ver quién escribía el cuento más terrorífico; los dos autores de mayor experiencia (Percy B. Shelley y Lord Byron) abandonaron el juego sin concluir nada, mientras Mary Shelley, esposa del primero, se embarcaba en Frankenstein o el moderno Prometeo, y John William Polidori, secretario del segundo, escribía El vampiro, con un protagonista, también Lord, modelado a imagen y semejanza de Byron. En el distinguido y desalmado Lord Ruthven, Polidori volcó toda su admiración por Byron, que era mucha, y todo su desprecio, que no era menos.
La antología reúne a narradores procedentes, de Este a Oeste, de Rusia, Alemania, Francia, Escocia, Irlanda y Estados Unidos. La cuota femenina está representada exclusivamente en la nómina de personajes. De Edgar Allan Poe se incluye Berenice, un caso de locura más que de vampirismo, en torno a un hombre -"Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido"- obsesionado con la prominente dentadura de una prima suya, a quien está prometido en matrimonio. Difícil decir quién es el auténtico monstruo. La presencia de Carmilla -protagonista del magnífico relato homónimo de Joseph Sheridan Le Fanu- era casi obligatoria, no sólo por ser la vampira más famosa de las letras universales, sino porque en su historia bulle el componente sexual que ha ido adhiriéndose al mito. Y es que el vampiro se connotó en fecha temprana y, de ser la enésima destilación del Mal, pasó a encarnar lo oculto, lo silenciado, lo prohibido, el tabú. Para la escuela psicoanalítica, el vampiro simboliza diversas formas retorcidas del deseo; para Gérard Lenne, Drácula sería un "Don Juan de Ultratumba".
Aunque la imagen más difundida sea la del aristócrata decadente canonizada por la novela de Bram Stoker, el vampiro es una criatura proteica con una portentosa capacidad de adaptación a cualquier circunstancia y latitud, a cualquier tiempo e intención. En La dama pálida, Alexandre Dumas nos lleva a los Cárpatos, cuna y tumba de los vampiros de mayor nombradía: la protagonista es una noble polaca a la que se disputan dos hermanos que son, como el día y la noche, un pozo de luz el uno, un pozo de sombras el otro. En El parásito, Arthur Conan Doyle trenza una sólida trama en torno a un vampiro psíquico, que no sorbe la sangre de su víctima, sino la voluntad. En El Horla, Guy de Maupassant lo dibuja como una presencia invisible, más fantasma que otra cosa. En Vi de Nikolái Gógol, en cambio, el vampiro es uno más -ni siquiera el más peligroso entre ellos- en una estirpe de brujas, trasgos, gnomos y otras ramas desgajadas de un mismo tronco legendario...
Puesto que están en todas partes, el lector haría bien en recordar la advertencia de Van Helsing: los seres que llamamos vampiros existen.
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