La fragilidad del héroe
Miguel Ángel Zapata presentó ayer su primera novela: 'Las manos' (Candaya), la búsqueda de una Copa del Mundo del Fútbol robada en Madrid.
No me gusta el fútbol, vaya por delante. No me refiero al juego en sí, por supuesto. Que un puñado de chavales se pase la tarde dando patadas a un balón me parece de lo más sano, aunque en ocasiones me produzca no poca inquietud comprobar cómo éstos reproducen en pequeña escala los comportamientos más arteros de los adultos. No me gusta el fútbol en tanto 'Deporte Rey' -no soy monárquico, qué le vamos a hacer- porque se ha convertido en acicate de instintos primarios -la fullería, la chulería, el revanchismo- y en una cortina de humo que ciega muchos ojos. Me indigna la cobertura mediática que recibe, lo confieso. Semanas atrás, no conseguía asimilar que, en el sumario de los telediarios, las noticias sobre la descalificación de éste o aquel equipo en el último mundial convivieran en igualdad de condiciones con el abominable asesinato de tres jóvenes israelíes y la represalia de signo nazi de eliminar cien enemigos por cada uno de los nuestros promovida por el gobierno de Benjamin Netanyahu.
No me gusta el fútbol, lo repito, pero sí la literatura y, en el fondo, como dijera aquél, nada de lo humano me es ajeno. El balompié y el mundillo que lo rodea -bien entendido, bien abordado- es otra forma de meter el dedo en la llaga y hacerle cosquillas a las cosas como han demostrado mi bienamado Manuel Vázquez Montalbán o Eduardo Galeano o Juan Villoro. En Las manos (Candaya), primera novela de Miguel Ángel Zapata, esa épica futbolera es tanto la llama que enciende la mecha como un insistente rumor de fondo. El protagonista, Mario Parreño, se echa al mundo para recuperar una Copa del Mundo de Fútbol robada en Madrid durante el preceptivo desfile de la victoria. La Copa perdida, forjada en oro y malaquita, deviene un Vellocino dorado de nuestros días, un Santo Grial -también un corazón delator- y Mario Parreño se ve a sí mismo como un Jasón, un Parsifal, siendo en realidad un héroe de pacotilla en muchas de cuyas miserias a uno no le cuesta reconocerse.
El dibujo del protagonista es uno de los grandes aciertos de la novela. Mario Parreño es un émulo castizo de Marco Polo -cuyas iniciales comparte con orgullo-, un tipo adicto a las benzodiazepinas, lector asiduo del National Geographic, coleccionista de libros de viajes y de música jazz, aunque no tiene claro si el jazz le gusta realmente, visitante ocasional de prostíbulos en donde apacigua las exigencias de la entrepierna, filósofo de tres al cuarto, que suele confiar a un par de dados las soluciones más difíciles de tomar, y en cuyos labios escuchamos una oportuna bienaventuranza: "Bianaventurados los que creen sin ver o ven sin creer, pues de ellos será el reino de los cuerdos". Mario Parreño es un personaje debidamente desquiciado, inmune al desaliento, que hace verosímil la improbable búsqueda de la la Copa del Mundo a través de tres continentes por parte de un individuo de limitado poder adquisitivo; la voluntad suple el dinero en el bolsillo. Parreño viajará en primer lugar de Madrid a Viena, tras los pasos del ladrón de la susodicha; una vez en su poder, la extraviará y tendrá que trasponer a Nueva York para recuperarla y desde la Gran Manzana deberá embarcarse con destino a Japón, persiguiendo a un nuevo enemigo de lo ajeno, coincidiendo con el desastre atómico y humano provocado por el terremoto de marzo de 2011.
La odisea de Mario Parreño ilustra ejemplarmente la imposibilidad del heroísmo en estos tiempos; la obstinación del personaje es admirable y atrabiliaria. La búsqueda lingüistica de Miguel Ángel Zápata es igualmente tenaz. (Heroica, podría decirse). Como escribí en su día a propósito de Esquina inferior del cuadro (Menoscuarto), la prosa de este autor rebosa inquietud. Una inquietud compulsiva y constante, acuciante e insaciable. En esta nueva obra, Zapata sigue arremetiendo contra los bordes de lo decible intentando ensanchar los límites preestablecidos. De resultas, Las manos se presenta como una novela hecha añicos, fragmentaria, fragmentada por las acometidas de digresiones de diverso calado, pausas y paréntesis, desvíos y desvaríos, todo muy joyceano pero, a Dios gracias, sin la petulancia cargante ni la tendencia al abotargamiento de Joyce, y con un sentido de humor que es mano de santo en estos casos.
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