El maestro Juan Martínez que estaba allí
Juan Martínez existió
Catedrático de Literatura en la Universidad de Harvard y uno de los cervantistas más influyentes del mundo, Francisco Márquez Villanueva (Sevilla, 1931) inaugura hoy en Granada el congreso internacional Los moriscos: historia de una minoría con una conferencia sobre la literatura apologética de la proscripción. Todo el drama de aquellos 300.000 españoles que fueron expulsados de su tierra hace cuatrocientos años (Felipe III firmó el decreto el 9 de abril de 1609) revive con total crudeza en el discurso erudito de este doctor en Historia por la Universidad de Sevilla, que tuvo que exiliarse de España en 1959 ("el entonces rector amenazó con represaliar a mi catedrático, López Estrada, si yo conseguía la plaza de titular", rememora) y cuya mayor ambición ha sido "enseñar a mis alumnos, dondequiera que estuvieran -ya que ni en el franquismo ni en la democracia he logrado ser profesor titular en mi país- a pensar por sí mismos".
-¿Hubo toda una corriente literaria dedicada a incitar el odio hacia los cristianos nuevos?
-La hubo y fue sumamente antipática, horrenda. Se nos ha venido engañando miserablemente durante mucho tiempo, desde la propia expulsión de los moriscos, con la idea de que la gente tenía unas ganas enormes de echarlos porque los consideraba traidores, herejes y odiosos. Se nos ha enseñado también que el decreto fue acogido con un entusiasmo tremendo y que a partir de ahí la gente pudo respirar tranquila. Todo eso es mentira. La gente se quedó espantada y por muchas razones. La medida en sí misma planteaba muchas dudas políticas, religiosas, económicas y culturales. Pero alarmó sobre todo porque demostró que España tenía unos recursos políticos de organización y coacción que por primera vez se ejercían en el mundo cristiano y que ningún Estado moderno había podido soñar con ejecutar hasta ese momento. Era una amenaza extraordinaria, la consagración de Maquiavelo.
-¿Cómo se puso en marcha esta campaña de propaganda?
-Esta literatura apologética duró desde 1609 o 1610 hasta la muerte del rey Felipe III, que la puso en práctica. Fue la primera operación gigantesca y perfectamente organizada de propaganda de la Historia. Con Felipe IV desaparece y empiezan a surgir estudios revolucionarios que estudian la expulsión morisca con mayor objetividad, formulan objeciones de profunda preocupación por la ruina espantosa y plantean su desazón ante un sistema político capaz de actuar con tanta crueldad.
-¿Qué papel jugó la Iglesia ante esta medida?
-El corrupto duque de Lerma dio el pistoletazo de salida subvencionando a un dominico llamado Fray Jaime de Bleda, quien en 1610 publicó un tratado teológico titulado Defensa de la fe en el que propugnaba tratar a los moriscos con toda dureza. Sus ideas las recogerían luego todos los propagandistas. Lo curioso es que este libro lo tenía ya escrito en 1601 e intentó publicarlo en vano porque la censura oficial (la civil y la del Santo Oficio) se lo impidió por considerarlo un libro odioso y lleno de mentiras. El jesuita Luis de Lapuente le negó sencillamente la licencia de impresión. Así que presentar la expulsión de los moriscos como defensa del cristianismo es una falacia. La Iglesia se abstuvo completamente y la Inquisición no quería de ninguna de las maneras; especialmente por una razón económica: con los moriscos de Valencia, menos asimilados al cristianismo, tenía unos ingresos garantizados. El estudio de esta literatura apologética, que no se ha abordado sino de un modo esporádico, nos ahorra muchas dudas y nos aclara que España se reafirma internacionalmente como una sola persona con esta expulsión. La crítica posterior está moldeada en buena parte por ideas herederas de esta campaña de propaganda, que en un 80% descansa en la obra de Bleda. Por desgracia ha tenido mucho impacto, no tanto en la gente común sino en los teóricos. Todavía hay quienes siguen afirmando que "la expulsión fue el final de la Reconquista" y supongo que les desagradará bastante mi ponencia del congreso.
-¿Cómo surge su interés por la historia de los moriscos?
-Todo mi interés en los moriscos, porque yo soy básicamente filólogo, ha venido de Cervantes, de mi esfuerzo por comprender el personaje de Ricote. Como sujeto que refleja un hecho real y auténtico es un caso único en la obra cervantina. Un personaje maravilloso, muy elaborado. Ricote tiene la misma grandeza que Sancho Panza y muchos puntos de contacto con él, no en vano era su mejor amigo. Sancho lo encuentra retornado y en lugar de denunciarlo (como pedía Fray Jaime de Bleda) y enviarlo a la horca, porque está incumpliendo la ley, le da un abrazo. Son páginas conmovedoras. Ese personaje tan de carne y hueso es muy distinto de Don Quijote, que es todo fantasía y fantasmagoría, todas ellas muy hermosas. Ricote es muy prosaico, un hombre inculto pero muy listo que se da perfectamente cuenta de las cosas y que tiene un problema muy grave: es tan español como Sancho Panza, ama a España como su tierra y esa misma España lo destierra. Está desgarrado por su amor a España tan fuerte, ha venido porque necesita respirar físicamente el aire de España y al mismo tiempo se le expulsa ominosamente. Lo que Cervantes está planteando es el problema del totalitarismo moderno, que se inicia con los Reyes Católicos. El interrogante de Ricote es cómo puede el Estado arrogarse ese poder tan terrible. Porque todo el mundo tuvo que ponerse en marcha: enfermos, niños, moribundos, parturientas... A la calle, al camino, a embarcar como ganado, quieran ustedes o no, hacia un país musulmán donde sufrirán todo tipo de fechorías. Para entender este problema histórico me metí hasta las orejas en la cuestión y ahora acabo de terminar un libro, Moros, moriscos y turcos de Cervantes, que publicará en Barcelona la editorial Bellaterra. Serán mis páginas definitivas sobre Ricote, al que dedico más de un centenar. Así dan de sí las páginas de Cervantes.
-En esas páginas halló también no pocos elementos que le han llevado a defender que Miguel de Cervantes era un converso.
-La mejor literatura española ha sido hecha por conversos: Fray Luis de León, Miguel de Cervantes... Y eso no es una casualidad. Para mí es transparente que Cervantes era un converso, tengo motivos en los cuales fundarme y les he dedicado numerosos trabajos. Lo único que me falta es el documento que lo pruebe, como un acta de nacimiento del padre que diga que fue circuncidado...
-En su libro 'Santiago: Trayectoria de un mito' (2004) desmonta otra leyenda muy española.
-Todo lo de Santiago es un mito. No hay fundamento histórico para nada porque es una leyenda ridícula pensar que el primer apóstol que muere mártir va a tener sus restos enterrados en un poblacho perdido del Finisterre. A mí nadie me la enseñó con pretensiones de historicidad pero eso es secundario. Lo importante es que es los mitos mueven a la gente y por eso nos interesa estudiar a Santiago, por la eficacia de su leyenda. Alrededor de nosotros funcionan muchos mitos y somos muy susceptibles a todos ellos. Tenemos que tener la cabeza fría y no dejarnos manipular. Y hacernos preguntas, que es la gran lección de Cervantes. Buscar el porqué. Cervantes no nos descubre ninguna llave mágica ni nos da una receta: únicamente nos dice 'pensad, pensad las cosas antes de hacerlas'. Que es una lección asombrosa para la España oficial del momento, la España calderoniana que está muy segura de sí misma y de sus creencias y que cree que tiene la fórmula para todo; que es una sociedad perfecta y, sobre todo, que piensa de sí como la ejemplar cultura cristiana, por encima incluso de la de Roma y el Papa. Eso era lo que se hacía creer y había mucha gente que picaba. Pero Miguel de Cervantes no; él quería hacer pensar y que no se creyera en mitos falsos como el de Santiago.
-Se le reconoce como uno de los principales discípulos del filólogo e historiador Américo Castro (1885-1972), con quien trabajó en Estados Unidos. ¿Se siente cómodo con esa relación?
-Cuando voy andando por un claustro universitario español siempre oigo alrededor que alguien dice: 'Ahí va un castrista', como el que dice: 'Ahí va un escapado de presidio'. Porque aquí en la Universidad española, oficialmente, la doctrina de Castro se considera aún inaceptable. Y ni se enseña ni se discute. 'Castro decía que todo es moro y todo es judío', repiten muchos, pese a que naturalmente Castro nunca dijo semejante estupidez. Lo que sí dijo es que la cultura española y la problemática general de su historia no pueden ser comprendidas sin contar con la aportación judía y la aportación árabe, teniendo en cuenta que ambas están integradas en el factor hispano. Yo a veces he escandalizado a la gente diciendo que Boabdil era tan español como Isabel la Católica. Eso es rigurosamente cierto pero hay gente que aún se subleva cuando me oye afirmarlo. La historia del reino de Granada, la del califato, es tan historia como la de Castilla y no podemos borrarlo. Eso empezó bajo Franco. Américo Castro es en gran parte el autor de la política educativa de la República. Obviamente, si lo coge Franco en los primeros años de su Gobierno lo hubiera fusilado inmediatamente, pero Américo logró ser aceptado en los Estados Unidos y desde la Universidad de Princeton, donde tuvo su cátedra, se dedicó a reflexionar sobre el problema de la Guerra Civil planteado de la siguiente manera: cómo una historia puede conducir a un estallido de esta clase, tan bestial, tan implacable, tan de fondo. No lo trató como un conflicto entre buenos y malos sino como un problema histórico que había que estudiar. Y problemas ha habido con los judíos, los musulmanes, los católicos... Si realmente queremos comprender el desarrollo de España como fenómeno histórico tenemos que abrir nuestra visión porque la historia moderna es historia escrita por los vencedores, máximamente Menéndez Pelayo. Aunque yo considero a Menéndez Pelayo mi maestro tanto como considero a Castro, ninguno de los dos tiene la clave de la verdad absoluta ni del error absoluto. Amo a Menéndez Pelayo en ciertos aspectos admirables y en otros lo considero funesto porque lo creo, y así lo he dicho en letra impresa, uno de los autores que sembró la Guerra Civil. Lo primero que hice cuando llegué a Estados Unidos fue ir a visitar a Américo Castro y entablé una relación amistosa con él, profundamente respetuosa. Creo que él nos ha dado unos esquemas históricos muy sensatos y bien fundados que no se pueden ignorar pero tampoco considerarlos la Biblia: yo he señalado numerosos errores de Américo Castro, porque se equivocaba, en buena parte porque publicó su libro básico en 1948 pero sobre la base del estado de los conocimientos de diez años atrás, del año 40. Hoy disponemos de multitud de datos que él no podía tener y que hay que incorporar a la discusión de sus ideas. Lo que yo creo es que no se puede ignorar a Américo Castro.
-También defiende que no se le limite al ámbito filológico.
-Por supuesto. Todos tenemos que hacer nuestra apreciación de Castro, analizarlo y darnos cuenta de que la suya es una visión muy profunda y que proyecta ideas modernas. Los historiadores españoles han sido tan romos que no han visto que él estudió muchísimo el historicismo alemán, por ejemplo. Yo no soy un adorador ni un repetidor de Castro, que es lo que mucha gente cree, de hecho discutí muchas de sus teorías con él. Pero aquí es nefanda la continuidad de la proscripción de Castro por el franquismo, que llegó al extremo de que cuando se publicó España en su historia no se hizo ninguna reseña del libro. Y esa actitud continúa vigente en el mundo oficial: silencio absoluto y desprecio.
-¿Nunca le ha tentado la idea de abandonar Harvard y regresar a Sevilla, su ciudad natal?
-Guardo buenos recuerdos de mi infancia en el colegio San Francisco de Paula pero mi memoria posterior de Sevilla está llena de dolor. Recuerdo como si fuera ayer el día en que el entonces rector de la Universidad Hispalense amenazó a mi catedrático, el profesor López Estrada, a quien yo apreciaba muchísimo, con tomar represalias contra él si no se me expulsaba. Sevilla sería mi ámbito natural de regreso pero nunca se me ha permitido volver. Ni siquiera en 1994, cuando me tomé un año sabático y me invitaron unos colegas a impartir clases en la Universidad Carlos III de Madrid. Aquella profecía de 1959, cuando tuve que dejar España, ha seguido siendo cierta en la democracia y hasta medio siglo después. Nunca podré ser profesor titular en la Universidad de España. Por no ser, no soy ni académico ni doctor Honoris Causa en mi ciudad.
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