'Shirin', sinfonía de rostros y emociones
Presentada anoche en la sección Itinerarios, Shirin, de Abbas Kiarostami, emerge como uno de los títulos imprescindibles, también como uno de los más hermosos, del cine de lo que llevamos de siglo. Después de someter su trabajo a una depuración absoluta en busca de un "grado cero" de la escritura cinematográfica en Ten y Five, el cineasta iraní prosigue su tarea de "regeneración de la mirada" y nos sitúa ahora al otro lado de la pantalla para homenajear a la figura del espectador como catalizador del proceso emocional que el cine pone en juego.
Las mujeres que contemplan la película (siempre en off visual) de Shirin, basada en un poema épico persa del siglo XII, no son espectadoras filmadas a escondidas ni su contacto con las imágenes (que ni siquiera existen) es un rito de iniciación. Kiarostami ha convocado a más de un centenar de actrices de todas las edades, también a la francesa Juliette Binoche, para filmarlas de cerca, en primeros planos; mujeres hermosas, iluminadas por una luz tenue que simula la penumbra centelleante de una sala de cine, para que interpreten a esas otras mujeres iraníes que han encontrado en el cine un refugio o una escapatoria para sus vidas, sometidas, como sabemos, a fuertes restricciones de libertad.
Shirin prolonga la experiencia del corto Where is my Romeo?, con el que Kiarostami rendía su particular homenaje al cine en el film colectivo Chacun son cinéma. Si allí esas mismas mujeres-actrices contemplaban con emoción las imágenes (imaginarias) del Romeo y Julieta de Zeffirelli, el director de Y la vida continúa recrea ahora la rica banda sonora (que podría pasar por una radionovela) de un filme que nos cuenta una nueva historia de amor trágico en el que, no casualmente, el personaje femenino vuelve a ofrecerse en sacrificio en aras del amor puro y eterno.
Shirin opera desde la puesta en escena de un artificio mucho más complejo de lo que parece (el trabajo de impecable raccord sonoro-visual no debe ser pasado por alto), que pretende devolvernos una doble experiencia: la de la emoción cinematográfica materializada en un paisaje de rostros femeninos que interpretan (magistralmente) la pasión, el gozo, la tragedia, el dolor, el miedo, el sufrimiento, la catarsis y la identificación con la proyección; y la de la mujer iraní como metáfora, no sólo de la capacidad de interiorizar e intensificar la ya famosa y a veces banalizada inteligencia emocional, sino el propio peso de la tradición histórica y cultural que la ha condenado a un espacio de represión y reclusión social. No de otra forma ha de entenderse la presencia estelar de la Binoche en la película, como gesto a la vez solidario y simbólico de la universalidad del proceso.
Así, convirtiendo al espectador en espectáculo, articulando la fantasía del cine como materia invisible que se forja en el instante mismo del parpadeo, el poderoso flujo emocional de Shirin absorbe y cristaliza una ilusión óptica a 24 fotogramas por segundo para interiorizarla en lo más íntimo de la experiencia.
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