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la columna
CADA mañana repito el ritual antes de enfrentarme a la vida: frente al espejo y con la destreza de un maestro calígrafo, dibujo entre mis labios una sonrisa que me llevo puesta y que intento que aguante hasta la vuelta a casa. Luego, a lo largo del día, cada vez que me encuentro con mi rostro en el reflejo de algún escaparate, busco la sonrisa en la cara conocida por si se ha perdido o por si tengo que darle algún retoque para recomponerla como quien se recompone el faldón de la camisa o la corbata. Tiene la culpa de mi nueva costumbre mi siquiatra, que me plantó cara hace días y me dejó las cosas claras: "O sonrisa o diván", y aunque no le hago yo ascos al diván, me he dejado convencer por sus deseos y he elegido la sonrisa porque, en el fondo, sé que mi siquiatra siempre tiene razón en su diagnóstico y yo, aunque me cueste, tengo también razones sobradas para sonreir. La primera me hizo recordar a Alfred Doolitle, el indescriptible padre de Audrey Hepburn en la genial película de Cukor, "My fair lady. No sé si lo recuerdan; el profesor Higgins, protagonista del remake de Pigmalión, le propone, ante sus peculiares principios éticos, un ciclo de conferencias sobre moral burguesa que acaban por convertirlo en un hombre respetable y con dinero, es decir, en un hombre vulgar que, cuando comprende la trampa en la que ha caído, lanza a Higgins una dura acusación: "Usted ha acabado conmigo; me ha hundido en la clase media", y así, andaba yo estos años, hundido en la clase media sin remedio, hasta que el presidente de los empresarios y su amigo, el pretendiente al trono, Rajoy, me han convencido de que para hundirse en semejante fango hay que tener como poco setecientos mil euros, con lo que ni yo ni un montón de amigos más que creía perdidos en el fangal, lo estamos ni mucho menos, y ahora soy feliz. La verdad es que a mí lo de la clase media, como a Doolitle, siempre me había parecido poco elegante y hasta vulgar y, aunque era cómoda, no voy a negarlo, esa sensación de estable bienestar, lo de ahora, el borde del abismo, es mucho más emocionante y gracioso.
Sobre todo porque si nadie lo remedia y al fin llega lo que irremediablemente parece que está por llegar, y Rajoy y sus amigos empiezan a organizar este cotarro, la vida más que graciosa, va a ser un descojone, sobre todo si te pones malo o tienes que llevar tus niños a la escuela.
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