
Monticello
Víctor J. Vázquez
Oro
El Observatorio
ME debo estar volviendo viejo. Nunca antes me habían resultado tan evocadores los paisajes. Pero ayer me sucedió como aquel otro día de hace un par de meses en Arizona. Las cosas habían cambiado radicalmente y, sin embargo, la sensación placentera de estar contemplando una tierra con ojos distintos, nuevos, esclarecedores de una esencia (o al menos eso me creo) me inundó de nuevo. Ayer no me llevaban; era yo quien conducía. Ayer no iba solo. Veía y hablaba y disfrutaba la perspectiva con ella. Como tantas otras veces en los últimos veintiocho años. Y compartíamos puntos de vista y discutíamos con la misma vehemencia con que solemos hacerlo. De tantas cosas, de tanta gente. Tanta vida. Y a la vez, casi sin percatarnos, la escena se iba haciendo dueña de nosotros. Nos penetraba. Iba dejando una huella indeleble. La insolente rectitud de aquel entonces se tornaba en la sinuosa voluptuosidad de una bella carretera con curvas. La calma planitud del desierto se cambiaba por el ondulante vaivén de la campiña cordobesa y jienense, por esa bella sucesión de colinas redondeadas cuya superficie lisa y elipsoidal recuerda una interposición de caderas femeninas de piel tersa y fragante que se recuestan de costado en una tierra aún más honda, más profunda, que apenas podíamos distinguir porque se podría decir que la sobrevolábamos. Volvíamos de la tierra y a la tierra y a través de ella a la razón materna de todo. Y nos envolvían los colores verdes de los prados que se dirían vello aterciopelado de aquellas caderas y los marrones descarnados dispuestos a que la vida despierte en ellos. Pero era imposible perder la atención de esas otras colinas peinadas con pulcritud milimétrica, moteadas con precisión ortogonal por el verdadero icono de esta tierra y estas gentes, ese olivo legendario cuyo humilde achaparramiento es fuente de ese oro líquido con el que nos habíamos deleitado a la hora del desayuno. Cuando uno contempla la orgullosa altivez de esas colinas comprende inmediatamente la otra altivez (que diría el poeta), la de esos hombres y mujeres que las han hecho posibles y que año tras año se empeñan y se afanan en extraer el producto de esa madre voluptuosa y caprichosa que es la tierra. Y uno, que no es andaluz sino por vocación, comprende inmediatamente que Andalucía también es esto, su tierra y sus olivos, y que sus gentes, creadoras en cierta medida de ambos, pueden sentirse y verse reflejados en ellos.
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