
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
No queremos reyes
El Observatorio
HACE veinte o treinta años me irritaba oír que una buena novela era casi invariablemente una obra de madurez y que cuando un escritor joven conseguía una obra maestra no era sino una muestra de inusual comprensión del mundo. No lo entendía; me negaba a aceptarlo con ese atrevimiento tan ingenuo pero tan feroz que te ofrecen los pocos años y las muchas ambiciones, el idealismo militante y la autosuficiencia soberbia. Yo me creía capaz, nos creía a los de mi edad, de cualquier empeño y de cualquier hazaña y, por supuesto, de comprender la vida en toda su dimensión. Desde entonces ya ha llovido mucho y se aprende poco a poco, casi imperceptiblemente, que hay mucho de verdad, mucho de estadística en aquellas aseveraciones. El paso del tiempo te enseña que, en paralelo al deterioro físico, ése que duele tanto y por el que tantos pierden a veces hasta la sensatez, se va consolidando un aumento paulatino de la sabiduría, del conocimiento del mundo, del entorno, de las personas, de la sociedad. Jamás me he sentido tan plenamente dueño de mí mismo, ni tan capaz de seguir adueñándome de mis propias circunstancias, como en los últimos años. Soy yo. Sé quien soy. Sé qué quiero y a quién quiero. Y sé que aún puedo saber muchas más cosas. Conforme pasan los años voy entendiendo cada vez más la importancia de las relaciones en el seno de la familia, de los amigos, las profesionales, las interculturales, las grandes generosidades, las pequeñas mezquindades, la excepcionalidad de la brillantez, la brillantez de la normalidad. A la vez que voy comprendiendo la seducción del poder y el poder de la seducción como nunca los había aprehendido, progresan otros conocimientos en materia sensorial y estética que innegablemente enriquecen mi vida: nunca había sido capaz de definir los sabores, los olores y el tacto como he ido aprendiendo a hacer gracias a ese elixir de madurez que es el vino y a los placeres de la buena mesa; cada vez soy más capaz de estremecerme ante la belleza de un buen libro, una buena ópera, un hallazgo científico. La vida en pareja se hace más fácil y a la vez más compleja, a veces irritante y a veces plena de sentido y fertilidad. Las conversaciones con los amigos son más ricas, se multiplican los silencios y los entendidos en una urdimbre, que si no goza de la fortaleza abrasadora de la amistad adolescente, sí puede ser más útil para la comprensión del mundo y quizá tan duradera. Con absoluta certeza sé que no escribiré una gran novela, pero ahora estaría mucho más cerca de hacerlo que entonces.
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