
NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un cowboy iluminado de otra época
El Observatorio
HAY palabras que casi resultan trasnochadas antes de hacerse dueñas de la escena de nuestros comentarios y conversaciones. Que nos abandonan sin apenas hacerse notar, con esa humildad ya tan en desuso por los propios hablantes. Tanto es así que, a veces, hay que enseñárselas al diccionario del ordenador -el cual puede ser más extenso que el del común de los mortales-. Eso me ha ocurrido a mí ahora mismo con el título de este artículo: bonhomía. Siempre me ha gustado esta palabra. Por su sonoridad, pero también y sobre todo por su significado. Esas afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento con que el diccionario describe bonhomía. Me ha gustado siempre por la escasez de las personas a quienes atribuirla y porque siempre he pensado que la mejor manera de definir a mi padre era destacar su hombría de bien. Pero este artículo de hoy no va dedicado a mi padre.
Si es difícil encontrar personas afables, sencillas y humildes en la vida diaria, las dificultades aumentan en un mundo tan competitivo como el científico en el que -siempre lo he manifestado con claridad- la mayor motivación es la vanidad. Sentir que uno ha entendido algo antes que el resto de la humanidad y además es reconocido por ello alimenta los voraces egos de los científicos a falta de recompensas crematísticas. Y eso es así durante toda la vida profesional, a pesar de que, como en otros ámbitos, el periodo culminante de la carrera científica se sitúa estadísticamente alrededor de los cuarenta y cinco años. Después de ese momento, la actividad se diversifica y la lucidez inspirada se emplea también en conducir a otros más que en crecer uno mismo. Por eso es tan difícil encontrar a alguien, como el amigo a quien dedico estas letras, que más allá de los cincuenta (y él de los sesenta) haya continuado aumentado su estatura científica de la forma que él lo ha hecho. Y lo que es aún más admirable: se ha ido haciendo una autoridad de talla mundial con el paso continuado de los años, con la blanca repoblación de su cabello y su barba, a la vez que su sonrisa franca, su mirada limpia, su gesto afectuoso, su palabra amable y su conversación exenta de rencores y de críticas nos han recompensado a todos aquellos quienes tenemos la suerte y el orgullo de ser sus compañeros y, además, sus amigos. No voy a decir tu apellido, José Antonio, porque tu propia bonhomía te haría ruborizar, pero todos los que me conocen, los que nos conocen, saben desde el principio a quién me estaba refiriendo.
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