Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Un hombre para la eternidad
EL cine español, probablemente el más débil industrial y artísticamente de su entorno europeo, ha dado a lo largo de su centenaria historia un puñado de excelentes artesanos -los Perojo, Gil, Rey, Orduña, Elías, Sáenz de Heredia, Lucia, Palacios, Lazaga, Forqué, Torrado, Camino, Aranda, Garci, Gómez Pereira, De la Iglesia- y grandes autores -los Neville, Vajda, Mur Oti, Nieves Conde, Fernán Gómez, Bardem, Picazo, Armiñan, Patino, Camus, Miró, Saura, Borau, Gutiérrez Aragón, Almodóvar o Guerín-. Pero, en mi opinión, sólo ha dado tres genios: Luis Buñuel, Luis García Berlanga y Víctor Erice.
El primero murió en 1983 y Berlanga nos dejó ayer. Queda Erice que, a sus setenta años de vida y cuarenta de profesión, sólo nos ha dado -o le han dejado darnos- tres largometrajes, el último estrenado hace 18 años. Esto reviste el duelo por Berlanga de luto, también, por nuestro cine. Que en treinta años de democracia no se haya rodado una película tan inteligente y demoledora como El verdugo, complejísimo retrato de las miserias humanas alentadas por el poder al que sostienen, dice mucho (y poco de bueno) sobre nuestro cine.
Berlanga nació al cine cuando España empezaba a respirar un poco, saliendo despacio de las hambrunas de los años 40 y del aislamiento internacional. Su primera película -Esa pareja feliz, firmada junto a Bardem- se estrenó en 1951, un año antes de que desaparecieran las cartillas de racionamiento; dos años antes de la firma del Concordato con el Vaticano y de los acuerdos económicos y militares con los Estados Unidos que supusieron el principio del fin del bloqueo internacional; cuatro años antes del ingreso de España en la ONU; seis años antes del octavo Gobierno franquista (1957-1962) que puso en marcha la nueva política económica que inició el despegue hacia el desarrollismo; y ocho años antes del Plan de Estabilización y de la visita de Eisenhower.
No son datos gratuitos. Berlanga perteneció por completo a ese momento que retrató con la acidez de un Quevedo, la fuerza desgarrada de un Goya o un Valle-Inclán, la gracia de un Jardiel Poncela y la finura de observación crítica de costumbres de un Larra. Tanto perteneció a su tiempo que dio lo mejor de sí mismo entre 1951 y 1963, realizando en esos doce años las películas que lo inscriben en la historia del cine español y mundial: Esa pareja feliz (1951), Bienvenido Mr. Marshall (1953), Novio a la vista (1954), Calabuch (1956), Los jueves, milagro (1957), Plácido (1961) y El verdugo (1963).
Especialmente el tríptico formado por Bienvenido Mr. Marshall, Plácido y El verdugo se inscribe entre las obras mayores de la más exigente y restrictiva Historia del Cine Universal. Tres siglos de cultura española -desde el teatro crítico ilustrado de Moratín al humor de La Codorniz, pasando por el sainete y los maestros antes citados- se fundían en esas obras con las más modernas corrientes del cine europeo de la época, convirtiendo a Berlanga en el más destacado representante español de los nuevos cines europeos nacidos de la onda expansiva del neorrealismo italiano, como Buñuel lo fue del cine de las vanguardias de los años 20 y 30 y Erice lo es del cine posmoderno -en el más serio sentido de la palabra- de los años 70 y 80.
Es significativo que después de 1963 Berlanga entrara en una errancia creativa de más de una década, hasta que en 1977 se reencontró consigo mismo en La escopeta nacional. Sus secuelas de 1981 y 1982 no estuvieron a su altura. La vaquilla (1985) fue un último brillo apagado de su genio. Moros y cristianos (1987) y Todos a la cárcel (1993) fueron ese rayo verde que a veces la atmósfera refracta al ponerse el sol. Su despedida, por desgracia, fue la lamentable París Tombuctú. Parece que Berlanga sólo estaba a la altura de él mismo cuando volvía al mundo que inspiró sus obras maestras. Como Welles vivió acosado por la sombra de Ciudadano Kane, Berlanga lo hizo teniendo que medirse con la medida que él mismo, a través de sus obras maestras rodadas entre 1951 y 1963, se había impuesto. La propia obra es el juez más implacable de los grandes creadores.
Pero no importa. Welles era de Wisconsin y Berlanga de Valencia: la mediterraneidad y la latinidad marcan carácter. La sombra de sus obras maestras no le atormentó. Incluso se cabreaba -y mucho: lo sé por experiencia- cuando la crítica utilizaba el patrón que él mismo había establecido con sus primeras para valorar negativamente las últimas.
Que fuera hijo e intérprete de un tiempo no quiere decir que estuviera preso de él. Como era un genio, ese retrato de una época es también un retrato de la condición humana que será visto como si fuera la primera vez por cada nueva generación de espectadores. Es privilegio de los clásicos ser coetáneos de todas las generaciones, eternamente modernos, siempre por descubrirse, nunca agotados en las infinitas posibilidades de interpretación de sus obras, a la vez anclados a su tiempo como sus mejores intérpretes y salvaguardados de él por la atemporalidad propia de las obras maestras.
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