Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Un hombre para la eternidad
Señales de humo
LOS cambios históricos suelen suceder muy lentamente, tanto es así que sus contemporáneos apenas los aprecian. Hace falta que pasen años, incluso siglos, para que la perspectiva temporal nos dé una imagen completa de la transformación. Dudo que alguien que viviera a mediados del siglo XV se levantara un buen día y dijera solemnemente: "Se acabó la Edad Media; empieza el Renacimiento. Vamos a comernos un lechazo para celebrarlo". Son las generaciones posteriores las que recogen en los libros de historia esas novedades sociales, culturales e ideológicas. Excepto cuando acontece una guerra o una revolución. Por esa misma razón me pregunto si lo que estamos viviendo ahora no será una subversión silenciosa del orden establecido. ¿Cuándo sobrevino la mutación del capitalismo en socialismo intervencionista? ¿Cuándo abjuraron los patronos de todo el mundo de las teorías del libre mercado de Adam Smith y abrazaron la fe de Marx y Engels? ¿Cuándo fue la primera vez que oímos el lloriqueo socializante de la banca pidiendo inyecciones de capital público? ¿Cuándo las grandes corporaciones y las asociaciones gremiales de empresarios renegaron de la economía de mercado y exigieron la intervención del Estado?
Si Lenin dijo que el comunismo era "soviets más electricidad", hoy podríamos afirmar que el insólito capitalismo del siglo XXI es dinero estatal más internet. Desde que estalló la crisis, hace un par de años, los mismos que la generaron con su afán desmedido por la especulación, han visto en el socialismo de conveniencia una oportunidad para no pagar las consecuencias. Repiten con singular donaire un mismo eslogan: las pérdidas las repartimos entre todos, los beneficios sólo para nosotros (ellos).
Es un fenómeno mundial. Son incontables los miles de millones de euros y dólares invertidos en el rescate de bancos y empresas de todo tipo, de General Motors a Cajasur, de Lehman Brothers a Caja Castilla-La Mancha. Y los ejecutivos entonando La Internacional por Wall Street con el puño izquierdo levantado mientras que con la mano derecha nos roban la cartera. El último episodio en este aberrante doble juego lo hemos visto con el tema de las autopistas de peaje españolas. Por lo visto casi nadie circula por las de reciente construcción, y las empresas concesionarias, al borde de la ruina, pretenden que el Estado asuma una deuda de más de 4.000 millones de euros así como que sufrague el no uso de esas vías con subvenciones varias. El mismo ministro de Fomento, José Blanco, ha dicho que el rescate de las autopistas costará a todos los españoles 1.400 millones. Por lo que se ve, la responsabilidad de los accionistas de esas corporaciones en los negocios fallidos es nula. Debe ser el Estado el que sufrague su mala gestión o su error de previsión.
Sólo una cosa se mantiene inmutable: el capitalismo gana siempre.
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