En tránsito
Eduardo Jordá
Linternas de calabaza
Editorial
EL comité intergubernamental de la Unesco (la agencia de la ONU para la educación, la ciencia y la cultura) acordó ayer tarde en Nairobi declarar el flamenco Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, una distinción que se venía persiguiendo desde el año 2005. También han sido reconocidos los populares castells de Cataluña y los cantos de la Sibila de Mallorca, además de otras realidades culturales que España copatrocinaba con varios países más, como la dieta mediterránea y la cetrería. Quizás la propia gestación y desarrollo de la candidatura del flamenco resultan suficientemente explicativos del éxito alcanzado. A la iniciativa de la Junta de Andalucía, respaldada por las comunidades autónomas de Extremadura y Murcia y defendida por el Gobierno de la nación, se sumaron más de treinta mil personas procedentes de sesenta países. Todo ello es indicativo de la universalidad de un arte que, aunque enraizado y enriquecido sobre todo en Andalucía, trasciende con facilidad las fronteras territoriales por ser un arte construido sobre vivencias propias de cualquier ser humano, aunque pasadas por el tamiz de la cultura de los campos, pueblos y barrios de esta tierra. La declaración de Patrimonio de la Humanidad era, en cierto sentido, innecesaria, puesto que lo flamenco forma parte del patrimonio intangible, y por ello más duradero, del mundo entero. Es, en todo caso, bienvenida, en la medida en que universaliza el cante, el baile y el toque como fenómenos culturales de primer nivel y les otorga un plus de prestigio y reconocimiento que no está de más, sino todo lo contrario. Hace mucho que el flamenco, afortunadamente, emergió de las catacumbas del señoritismo y el quejío para convertirse en una manifestación artística de bandera, cuyos intérpretes han conquistado la dignidad y autoestima que merecen. Ser galardonados por la Unesco obliga a redoblar los esfuerzos de conservación y difusión del flamenco. No vamos a ser más ricos como comunidad autónoma por esta declaración de Nairobi, pero sí vemos consagrada nuestra gran riqueza y variedad cultural en una de sus expresiones más señeras.
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