Notas al margen
David Fernández
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Esta boca es tuya
Mientras entierran casi 30 millones de euros a velocidad de vértigo en el edificio de la Romanilla para custodiar un legado que nunca llega y se someten a la férula de la sobrina del poeta, bajo cuya dirección se evaporó un pastizal sin que aún conozcamos las sinrazones, la instituciones permiten el derribo de la casa que habitó Federico García Lorca entre 1909 y 1916. Si creemos, entre otros, el testimonio de la tradición oral, del biógrafo Ian Gibson, de la web municipal y de la denuncia hecha por el concejal Francisco Puentedura (uno de los pocos que carbura y merece el sueldo), se trata de la situada en la esquina de Puerta Real que mira al Zaida, en el 46 de la Acera del Casino, ocupada por el Hotel Montecarlo y adquirida recientemente por una cadena del ramo. El edificio no cuenta con ningún tipo de protección. ¡Asombroso! Junta y Ayuntamiento han sido incapaces de elaborar un catálogo de Bienes de Interés Cultural, o lo que sea, que ampare los lugares lorquianos, y de señalarlos debidamente, pese a que la iniciativa supondría un coste bajísimo y rendiría homenaje al granadino más universal. ¿Qué sucede? ¿Cazan los representantes a lazo? ¿Apuestan por los más descerebrados? ¿Optan por los más alorcados, deslorcados o descolorcados?
Y lo otro: la incapacidad para frenar y combatir la inercia especulativa que está arrasando toda la arquitectura que conformó la urdimbre residencial de la Granada cristiana, muy especialmente la del XIX. Al grito de "no puede quedar ninguno", están haciendo desaparecer los parajes de la niñez, todos los edificios que armonizaban el perfil de la ciudad hasta hace apenas cuarenta años. ¿Granada la bella? Al final, la Alhambra arriba; y, abajo, los bloques de cemento rodeados por el desierto de los tártaros. Algo inexplicable incluso desde el punto de vista de los que pretenden convertir la ciudad en un parque temático al servicio de la explotación hostelera. La estampa urbanística y arquitectónica supone el mayor de los patrimonios, como demuestra el Albaicín, cuyo valor radica más en la tipología de sus viviendas y en el dibujo de sus calles que en sus formidables inmuebles históricos. Aun conservando su conjunto monumental, una ciudad pierde el alma si pierde su rostro, el que configuran las construcciones populares que fue pariendo y legando el tiempo.
A las piquetas de los gallos de las hormigoneras se han unido los del "yes very well fandango". Ladrillo, turismo y dinero rápido. Acabaron con la Costa. Ahora van a por los adentros.
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