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Confabulario
Avueltas con el tedioso frente catalán, hemos visto que en Sabadell quieren quitar algunos nombres de su callejero, dada la significación "españolista" que se infiere de ellos. Entre los elegidos se cuentan Larra, Machado, Goya, Calderón, Quevedo, Góngora, y así hasta llegar a la Pasionaria, cuyo vínculo con los nombres anteriores se nos escapa, salvo que acudamos a la tupida ignorancia don Josep Abad i Sentís, responsable de la selección e historiador que elude los rudimentos de su ciencia. Digo todo esto porque hace unos días murió Terele Pávez, actriz de mucho temperamento, en cuya biografía se oculta una tragedia del XX español; tragedia que quizá el lector ignore, y que desautoriza dolorosamente la inicua propensión a los listados, vale decir, a las exclusiones, que atenaza a las almas estrechas y pusilánimes como las del señor Abad.
Terele Pávez fue hija de de uno de los principales inductores del fusilamiento de Lorca. Hasta donde yo sé, ni ella ni su hermanas, las actrices Enma Penella y Elisa Montés, renegaron nunca de su paternidad, aunque resulta obvio que deploraban la acción de su progenitor. El destino quiso, además (¿pero fue el destino?), que todas ellas fueran actrices, y que se vieran relacionadas, de modo trágico e involuntario, con la muerte de uno de los grandes renovadores del teatro. ¿A qué España pertenecían estas tres hermanas, a la España victoriosa de Franco o a la España que perdió la guerra? ¿Dónde debemos situar a Terele Pávez, entre quienes despreciaron cuanto Lorca significaba, o entre quienes honraron -como así fue- cuanto Lorca amó y engrandeció con su colosal estatura literaria? Personas como el señor Abad i Sentís degradan su oficio, no sólo porque ignoran la naturaleza del historiador, sino porque desconocen cómo se urde la trama de una familia, de un país, la temblorosa y amarga trama de la Historia. Reprobar a Larra y a Goya por españolistas es una extraordinaria muestra de necedad que implica, necesariamente, un minucioso desconocimiento de cuanto Larra y Goya fueron, hasta el desgarro. Pero establecer quiénes representan a una cultura, y quiénes nutren las filas de los equivocados y los réprobos, es colocarse en el lugar de Dios; un Dios provinciano, colérico y mendaz, entre cuyas virtudes no cabe adivinar el espíritu democrático.
Ésa, y no otra, es la fúnebre virtud del señor Abad: transformar la complejísima red de los afectos humanos en una escueta enumeración de adversarios.
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