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EN Andalucía, más de 6.000 maestros fueron víctimas de la depuración planificada por el régimen franquista y tuvieron que demostrar que no habían colaborado con la reforma educativa de la República. De ellos, más de 1.000 fueron apartados del sistema educativo porque no eran dignos de confianza para participar en la nueva escuela nacional-católica y varios centenares, fusilados por pertenecer al Frente Popular. Estos datos se desprenden de un informe del profesor Antonio Sánchez Cañadas (Universidad de Almería), que daré a conocer esta tarde en las jornadas sobre republicanismo que se celebran en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Granada.
El franquismo se planteaba qué medidas tomar para desterrar lo que llamaba "influencia marxista en las escuelas". Con este objetivo -dice el también investigador Ángel Jiménez de la Cruz- el régimen emprendió una "limpieza" absoluta y sin contemplaciones, para separar del cuerpo docente a los maestros que tachaba de "envenenados".
Todos los maestros estuvieron en el punto de mira de los franquistas, que hicieron célebre la frase: ¡Hay que barrer el Magisterio! Es decir, llegaron a estar bajo sospecha, incluso los que no simpatizaron con la República, que se vieron obligados a proclamar su fidelidad a Franco para salvarse de la persecución generalizada. Para ser confirmado en el cargo, el maestro debía tener lo que llamaban un "expediente sin mácula", es decir, haberse opuesto a la enseñanza laica que preconizaba la República.
El aparato propagandístico del franquismo daba una imagen demoledora del cuerpo docente: "Una plaga de maestros, obedientes a una misma consigna, se extendió, como tentáculos de una fuerza poco conocida, por todo el territorio nacional… El maestro, más que funcionario del Estado, era un agente de Moscú, un emisario de potencias siniestramente mentirosas…". Estaba claro que los maestros republicanos se habían convertido en la bestia negra del régimen. No sólo eran marxistas, sino traidores a la patria a los que había que dar un escarmiento. Y vaya si se lo dieron. Por ejemplo, al maestro Dióscoro Galindo lo fusilaron "por impartir una enseñanza atea que negaba la existencia de Dios", según la acusación oficial; en el caso de Angel Matarán, por quitar los crucifijos de la escuela; Pedro Fernández, por su actividad política y sindical; Francisco Garrido, por ser "comunista y ateo de oratoria fácil" o Justo José Casares Roldán, que fue sancionado por inculcar a los jóvenes el "virus republicano" o leer la revista Nueva pedagogía, tachada de comunista. Y es que para el régimen, los maestros de la España franquista tenían que ser "católicos convencidos, educadores apostólicos y entusiastas patriotas".
Lo cierto es que los maestros fusilados habían defendido la escuela popular y laica, inspirada en la Institución Libre de Enseñanza. Habían luchado contra el analfabetismo, que en algunas zonas rurales alcanzaba al 90 por ciento de la población. Dieron clases nocturnas para combatir el absentismo escolar de los niños jornaleros. Y formaron parte de las Misiones Pedagógicas, organizadas por el Ministerio de Instrucción Pública, para llevar la cultura a los pueblos, que vieron, por primera vez, una obra de teatro, un recital de poesía o una función de cine.
Asimismo, las maestras represaliadas representaban el modelo de mujer moderna, autónoma, independiente y comprometida, que participó activamente en asociaciones, partidos políticos y sindicatos. Es decir, todo lo contrario a la mujer sumisa y nacional-católica que quería la Iglesia. Mercedes del Amo nos dice que el franquismo diezmó la Escuela Normal de Magisterio en Granada, dejando la educación en manos de profesores mal preparados y provocando "el aislamiento internacional de la docencia y la investigación". Eran los tiempos en los que se hizo tristemente célebre la máxima: "La letra con sangre entra".
Paralelamente a la separación o eliminación de maestros republicanos, el régimen procedió a destruir los libros escolares considerados de tendencia marxista. En las bibliotecas, sólo podían quedar los volúmenes que ilustraran sobre los sanos principios de la Religión y de la Moral cristiana, y que exaltaran, con sus ejemplos, el patriotismo de la niñez.
La campaña para borrar la herencia bibliográfica de la República obligaba a los maestros a enviar a la Inspección Educativa todos los ejemplares proscritos por el régimen. El destino de esos ejemplares era la hoguera, como en los mejores tiempos de la Inquisición. La primera Fiesta del Libro, que se celebró después de la victoria, consistió en la quema de gran cantidad de volúmenes republicanos, que quedaron reducidos a cenizas. Un atentado del que nuestro patrimonio cultural aún no ha logrado reponerse. Alguien dijo que la guerra la ganaron los curas y la perdieron los maestros, y tenía toda la razón.
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