Microscopio: génesis de una palabra
En este mes de abril hace 400 años que Giovanni Faber bautizó como “microscopio” al occhiolino de Galileo
¿Qué futuro les espera a los suelos mediterráneos?

Tal vez, de cuando en cuando, recuerde usted sus días en la escuela. Algunos luminosos, otros no tanto. Cuando echo la vista atrás y recuerdo los míos, siento que tuve suerte. Mucha suerte. En muchos sentidos. Mi colegio de los años 80 era uno de tantos centros de EGB en provincias, sin alardes, regentado por una congregación de religiosas dedicadas a la enseñanza. La mirada científica del mundo no era precisamente su fuerte… y las horas de Lengua y Literatura eran como un chicle en verano.
Pero allí había un laboratorio. Y eso, aunque entonces no lo sabía, era un pequeño lujo. Aquella modesta sala, a la que solo accedíamos 'las mayores' (de séptimo y octavo curso curso), fue el lugar donde por primera vez contemplé, con ojos de fascinación, un microscopio de verdad. No era un objeto que se viera todos los días. Su sola presencia imponía. Había algo casi solemne en la forma en que la maestra lo sacaba de la vitrina y lo manejaba. No recuerdo exactamente qué vimos aquella mañana. ¿Un trozo de cebolla? ¿Un ala de mariposa? ¿Una gota de agua? No lo sé. Pero sí recuerdo lo que sentí: el mundo, de pronto, había multiplicado su profundidad. Aquel aparato revelaba lo que estaba ahí, oculto a simple vista, y lo invisible adquiría de repente una extraña vida… con forma, textura y estructura. No es una sensación fácil de olvidar, especialmente cuando se tienen trece años. Quién sabe si esa experiencia pesara en mi subconsciente, de algún modo, el día que decidí convertirme en Bióloga.
La práctica de la microscopía ha sido una de mis pasiones desde que tengo uso de razón, aunque le confieso que solo recientemente me he detenido a explorar, con algo más de detalle, los entresijos de su historia. Más allá de las referencias generales que figuran en los manuales, he encontrado algunos episodios poco conocidos y curiosos, como el que hoy quisiera compartir con usted: el origen de la palabra microscopio. Un término que, por cierto, cumple este mes de abril nada más y nada menos que 400 años.
La historia comienza en el Renacimiento tardío, a principios del siglo XVII, cuando un joven aristócrata italiano de 18 años, Federico Cesi (1585-1630), funda en Roma la Accademia dei Lincei, considerada como la primera sociedad científica moderna. Su nombre, 'los linces', hacía alusión a la aguda visión de este felino, símbolo del deseo de ver más allá de las apariencias. En ese contexto nacerían dos palabras que cambiarían para siempre nuestra manera de mirar el mundo: telescopio y microscopio. Por aquellos años, el célebre físico y astrónomo Galileo Galilei (1564-1642) experimentaba con combinaciones de lentes convergentes y divergentes que permitían aumentar la visión de lo lejano… y también de lo diminuto. Sus diseños no fueron los primeros y es probable que se inspirara en modelos creados por el holandés Hans Lippershey (1570-1619) y otros constructores. En aquel momento, los instrumentos aún no tenían un nombre consolidado. El propio Galileo se refería a ellos como occhiali (anteojos), subrayando su naturaleza óptica más que su función específica. Más adelante, uno de estos instrumentos recibió apelativos como occhiolino, cannoncino o perspicillo, diminutivos que reflejaban tanto su tamaño como la delicadeza y la novedad del aparato.
Galileo se incorporó a la sociedad de 'los linces' en 1611 y se convirtió en uno de sus miembros más célebres, parte de su centro intelectual. La noche de su ingreso se celebró un banquete durante el cual el matemático griego Giovanni Demisiani (?-1614) acuñó el término telescopio para el instrumento presentado por Galileo con el que se podían ver las estrellas. Su etimología fue bastante sencilla de construir, del prefijo griego tele- (lejos) y de la raíz skop- (observar).
En aquel círculo erudito, impulsado por el espíritu de la naciente revolución científica, no solo se construían aparatos ópticos: se construía lenguaje, pensamiento, categorías. Y también se cuestionaban las formas de ver y de conocer el mundo.
Otro miembro de esta sociedad, el alemán Giovanni Faber (1574-1629), fue curator del Jardín Botánico del Vaticano y médico papal (5). El 13 de abril de 1625 escribió una carta a Cesi en la que propuso el término microscopio para el occhiolino de Galileo. En ella, por tanto, aparece por primera vez en la historia escrita este vocablo. Lo hizo siguiendo el mismo patrón que había servido para bautizar al telescopio, es decir, uniendo prefijos y raíces griegas con un propósito grandilocuente. En este caso fueron mikro- (pequeño) y skop- (observar).
Nombrar algo es siempre un acto cargado de sentido. No se trataba solo de ponerle nombre a un objeto, sino de autorizar una nueva forma de ver. Decir microscopio fue también decir: esto merece atención. Esto no es brujería ni juego de espejos. Esto es ciencia. Observar lo pequeño pasa a ser digno de atención científica. Mirar lo pequeño fue una invitación a pensar. Y pensar, como sabemos, siempre amplía el campo de visión.
En estos tiempos que vivimos, donde la atención se dispersa y la ciencia se pone en duda, tal vez la mejor herencia que podemos ofrecer a nuestros niños y niñas no sea una respuesta cerrada, sino una pregunta abierta. Una forma de mirar el mundo que aliente su curiosidad y paciencia, que alimente su asombro.
Y sin embargo, ¿sabe usted cuántos colegios tienen microscopios guardados sin usar, en vitrinas que ya nadie abre o apilados en cajas polvorientas al fondo de un almacén? (6) Si usted tiene hijos, sobrinos o nietos en edad escolar, pregúnteles si en su colegio hay microscopios… si los han usado alguna vez. Puede que esa simple pregunta abra una conversación que valga más que mil aumentos.
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