Agricultores y ganaderos contra las cuerdas
Las protestas actuales del sector primario son un claro ejemplo de un conflicto socio-ambiental
Desde hace varias semanas venimos asistiendo, entre incrédulos e indignados, a las manifestaciones de ganaderos y agricultores por todo el territorio nacional, y más allá de nuestras fronteras. Como en otras ocasiones ha sucedido en diversos sectores como el transporte, la pesca o la industria, son movilizaciones que esconden una sensación de hartazgo e impotencia. Pero, ¿cuáles son los factores que han llevado a esa situación?
En Educación Ambiental se suele emplear el término conflicto socio-ambiental para describir situaciones en las que colisionan intereses de ambas perspectivas, y no cabe la menor duda de que nos encontramos ante un típico ejemplo de dicho concepto. Otros se han dado y se darán sin solución de continuidad: minería, urbanismo o turismo son algunos de los sectores en los que estos conflictos se producen de forma recurrente.
Partimos de una época reciente que intentamos borrar de nuestra mente, la pandemia provocada por el Covid-19. En el transcurso del confinamiento, ¿qué posibilidades teníamos para abandonarlo momentáneamente? O tenías perro para pasear (nunca más vivirán los canes esa época dorada) o podías ir a comprar, y ahí estaban las estanterías llenas de alimentos sin faltar a su cita. Puestos a preguntarnos sobre nuestras necesidades más básicas para sobrevivir, estarían el agua y los alimentos, ¿y quiénes figuran detrás de los mismos? Creo que hay razones más que suficientes para intentar profundizar en las causas de ese descontento de los productores y ponernos, aunque sea fugazmente, “en su pellejo”.
En primer lugar, cabría hablar de factores internos, es decir, intrínsecos a los propios colectivos que conforman los ganaderos y agricultores. Entre ellos podemos citar la sequía que periódicamente nos afecta, agravada por el cambio climático, lo que conlleva pérdida de producción agrícola (léase la imposibilidad de sembrar arroz en las marismas del Guadalquivir) y la necesidad de adquisición de una mayor cantidad de pienso para los animales. Tampoco podemos olvidar el incremento de fenómenos naturales adversos: temperaturas extremas, granizo, viento… La propia guerra de Ucrania, el llamado granero de Europa, ha encarecido el precio de los cereales, con el consabido aumento de los precios, a lo que se suman fitosanitarios como fertilizantes o pesticidas. Igualmente, no escapa a ese aumento de costes el de la energía, como es el combustible que se usa en la maquinaria agrícola. No obstante, también podríamos hacer mención a la escasa formación de algunos agricultores y ganaderos en cuanto a técnicas de producción más respetuosas con el medio (valga como ejemplo la obsesión de algunos olivareros con mantener “limpio” el suelo), o alternativas de producción (tal es el caso de los pistachos, altamente rentables), así como la escasa tasa de cooperativismo que podría proporcionar un valor añadido a sus productos eludiendo intermediarios.
En cuanto a factores externos, deberíamos comenzar haciendo mención a la Ley de la Cadena Alimentaria (Ley 16/2021, de 14 de diciembre) que pretendidamente venía a garantizar un precio mínimamente rentable para los productores pero que, evidentemente, ha fracasado cuando comparamos los precios que reciben en origen y los que nos encontramos en el mercado. Tampoco ayuda la reforma laboral que creó la figura de los fijos discontinuos que lastra la libertad de contratación para un sector tan imprevisible. Sin duda el fenómeno de la globalización con la pretendida libre circulación de mercancías es responsable de gran parte del malestar existente. Mientras la Unión Europea regula distintos requisitos para la Política Agraria Común (PAC), con objetivos que tratan de preservar el medio ambiente y la salud, nos encontramos, por un lado, con la insuficiente compensación económica a los productores para poder seguir estas directrices y, por otro, con la falta de controles equivalentes a los productos importados. Quizás el caso que nos toca más de cerca es el de Marruecos y las anomalías sanitarias detectadas en algunos de sus productos (recientemente descubierta una partida de fresas contaminadas con el virus de la hepatitis A, entre otras), muchas veces con la connivencia de empresarios españoles instalados en ese territorio. Aquí entra en juego la geopolítica, que se traduce en un permanente chantaje de dicho país sobre el nuestro (droga, pesca, inmigración, yihadismo, Sahara…), por no referirnos a las condiciones de los trabajadores de estos sectores. Por otro lado, los insumos precisos para los ciclos de producción, como los productos fitosanitarios, las semillas o los abonos están en manos de multinacionales que fijan precios a su conveniencia.
A mi juicio, el poner el punto de mira por parte de agricultores y ganaderos en los objetivos de la PAC o en la Agenda 2030 es parcialmente injusto (mención aparte merece el exceso de burocracia, epidemia más lesiva que el Covid) pues, al margen de que pueda ser mejorada su implementación para los intereses de los mismos, son otros factores como los mencionados los que deberían corregirse antes. Tampoco se ve justo que, como medida de protesta, se vuelquen en algún caso la carga de los camiones (costumbre muy afrancesada) sin contemplar otras opciones más humanitarias, como repartirlas a los bancos de alimentos o en los mercados y áreas comerciales para denunciar su situación.
Ante la extrema gravedad a la que alude el título de este artículo, lamentablemente parece que solo medidas de fuerza como las vistas hasta ahora y que afectan a otros ciudadanos consiguen de las autoridades y medios de comunicación la atención que se pretende, pero quizás habría que concentrarlas en determinados puntos donde residen órganos que pueden tomar decisiones. Eso también contribuiría a incrementar la sensibilidad social hacia lo que está en juego, como es la supervivencia de un sector imprescindible y de la misma sociedad tal como hoy la conocemos.
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