Ostras que nos miden el tiempo
Historia
Paseando por la ciudad podemos ver unos fósiles que permiten calcular la variación en la duración del día terrestre
De aquí a un mes estaremos inmersos en los días más cortos del año; apreciamos en estas tardes de noviembre cómo la luz se nos escapa muy pronto y los amaneceres son cada vez más tardíos. El solsticio de invierno está previsto para las 15 horas y 59 minutos del próximo 21 de diciembre, en el hemisferio norte, claro. Ese día, en Granada, el sol estará sobre el horizonte tan solo 9 horas y 36 minutos; mientras que en el solsticio de verano pasado, en torno al 23 de junio, disfrutamos de 14 horas y 43 minutos. En torno a los días 21 a 24 de los meses de marzo y septiembre, en los equinoccios de primavera y otoño, la duración del día y la noche son casi iguales, 12 horas, minuto arriba o abajo. Estos hechos astronómicos, bien conocidos desde los tiempos más remotos en que los humanos observaban el cielo con curiosidad y no creyendo meramente que eran residencia de dioses variados, son, sin embargo acontecimientos que, además de repetidos o quizás por ello, pasan relativamente desapercibidos y en muchos casos no comprendidos por los estudiantes en su aproximación inicial al estudio de las ciencias.
Pero no vamos a explicar hoy el porqué de esos hechos, aunque trataremos cuestiones relativas al paso del tiempo en la Tierra. En su momento dedicamos un Ciencia Abierta a un acontecimiento curioso: en junio de 2015 el día duró un segundo más. Ya explicamos, en su momento, que en tal evento se juntaban varias coincidencias ligadas a la necesidad de ajustar nuestros relojes más precisos y el hecho natural de que nuestro planeta gira cada vez más lentamente.
La Tierra se vuelve perezosa en su girar, tarda más en completar un giro sobre si misma y por ello la duración de un día completo se hace más largo. Cuando discutimos sobre el cambio de hora, ese debate absurdo que tenemos desde tiempos inmemoriales, y del que también hemos hablado en Ciencia Abierta, explicamos que la razón por la que la duración del día, según la velocidad de rotación, ha variado a lo largo de la historia geológica de la Tierra es por la influencia de la Luna, nuestro caprichoso satélite natural.
Realizadas medidas precisas en los últimos años indican que en un siglo la velocidad de rotación terrestre ha podido desacelerarse 1,7 milisegundos por año. Si ese frenado hubiera sido constante podríamos calcular que antes del origen de la Luna (hace 4.470 millones de años), la Tierra giraba mucho más rápidamente y los días solo durarían unas tres horas. Ocurre en realidad que además de la influencia de la Luna, el movimiento de la Tierra está influenciado por otros cuerpos astronómicos que ejercen fuerza sobre el planeta. El asunto es complejo, y las variaciones influyen sobre la órbita terrestre en torno al sol, sobre la rotación y sobre la orientación del eje terrestre; es un fenómeno conocido como los ciclos de Milankovitch, que también tienen su influencia sobre el clima del planeta.
La complejidad del tema se agudiza cuando los científicos intentan hacer cálculos de astrocronología. ¿Sería posible conocer la duración de los días en cualquier momento de nuestro pasado geológico? Algunos cálculos utilizando métodos estadísticos y conociendo la historia de la Luna podían darnos algunas aproximaciones del retardo en la velocidad de rotación terrestre, pero sin grandes certezas.
Para solventar el problema de la incertidumbre que generan los métodos estadísticos y las oscilaciones de los ciclos de Milankovitch, varios equipos de geólogos han utilizado los registros fósiles en diversos lugares y de diferentes organismos marinos. Con esos estudios se han podido relacionar la evolución de varios organismos con los cambios en el clima terrestre, de modo que el registro geológico es un observatorio del sistema solar de hace al menos 450 millones de años. Sin embargo en ese pasado remoto lo datos siguen siendo demasiado imprecisos para darnos la duración de un día, pero si nos acercamos (es un decir) al momento de la extinción de los dinosaurios, hace unos 65 millones de años, hemos encontrado alguien que nos cuente su día a día. Como dirían las abuelas, y ¿quién estaba allí para verlo y contarlo?
Pues resulta que hemos encontrado alguien que nos puede relatar con bastante precisión cuanto duraba su año. Los científicos han encontrado un aliado inesperado; un aliado que contaba en silencio sus días, quizás porque no tuviera otra cosa más importante que realizar. Al fin y al cabo tienen fama de algo aburridos.
Y nos ha dicho que, por entonces, los días eran de solo 23 horas y media; es decir que los días duraban 30 minutos menos. Lo sabemos porque la velocidad de rotación de la Tierra era de 372 giros al año, una cifra que supera los 365 ciclos de rotación que completa nuestro planeta en la actualidad. Si hacemos los números adecuados, el encaje horario nos dice que el día duraba por entonces 23 horas y media. ¿Y quién nos lo dice? Un estudio realizado sobre las conchas de unos moluscos que vivieron en el Cretácico tardío (hace unos 70 millones de años). Sus fósiles perfectamente conservados han sido estudiados con técnicas láser que permiten contar sus anillos de crecimiento anual y el recuento confirma que en cada concha había un total de 372 capas diarias en cada año.
Las conchas analizadas son de un grupo de moluscos bivalvos que se extinguieron al final del Cretácico, conocidos como almejas rudistas (Hippurites o Hipuritoideos, en jerga paleontológica); muchas de sus especies eran algo así como una ostra con sus dos valvas pero bastantes raras. Una de las conchas (valvas) tenía forma de cucurucho y la otra valva actuaba como tapadera.
Esas extrañas y simpáticas almejas nos lo cuentan. Si quiere conocerlas no tiene más que darse un paseo por las calles de nuestra ciudad y observarlas en sus fósiles que jalonan las aceras desde Puerta Real, la calle Reyes Católicos y se llega hasta la heladería de los Italianos, aunque para saborear sus cucuruchos de helado deberán esperar al equinoccio de primavera. En todo caso agradezcamos a esas ostras su paciencia, gracias a ellas sabemos algo más del transcurso del tiempo.
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