El campo agoniza
Ciencia abierta
Múltiples causas provocan el abandono del campo y las soluciones no son fáciles
Granada/Coincide este artículo con la eclosión de sucesivos movimientos sociales que tratan de visibilizar problemas largo tiempo enquistados en nuestro país, como la "España vaciada" o las penurias de la agricultura y la ganadería, también españolas. Frente a títulos ampulosos como la "Transición ecológica" la realidad cotidiana va condenando nuestro campo a una muerte inexorable, al menos como lo han conocido épocas pasadas.
El campo, concebido como espacio natural escasamente poblado, ha formado parte tradicionalmente de nuestra existencia, ligado a espacio de ocio para la población urbana pero, y lo que es más trascendente, a un aprovechamiento que ha surtido de alimento de origen vegetal y animal, medicinas o fuente de energía a la humanidad, junto con constituir un nicho de biodiversidad imprescindible para nuestra supervivencia como especie.
A pesar de ello, no hay que retirarse muy lejos de nuestro hogar para sumergirse en aquel como un mero senderista con ciertas dotes de observación y constatar una penosa realidad. Un general abandono de las fuentes primarias presentes en los minifundios, en contraste con una agricultura y ganadería industriales con un rendimiento indiscutible, aunque logrado habitualmente mediante un exceso de intervención en el medio en términos poco sostenibles (uso de fitosanitarios, fertilizantes, pienso, antibióticos, vertidos de detritos, monocultivos incompatibles con la biodiversidad…).
Paisajes montañosos donde nuestros ancestros fueron construyendo parcelas de supervivencia, con bancales erigidos piedra a piedra, variedad de frutales adaptados a las características del terreno y la disponibilidad de agua, huertos de temporada, animales para la labranza y el transporte, rebaños que limpiaban el terreno y a la vez lo abonaban, o extracción de biomasa para fuente de energía. Paisajes que permitían convivir con especies animales silvestres que podían complementar la alimentación familiar (conejos, perdices, liebres…), hoy en franco retroceso, y donde solo el jabalí prospera a base de esquilmar plantas y otros animales. A ello se suma la consiguiente vulnerabilidad al fuego que con tanta frecuencia suele hacer acto de presencia en tierras con clima mediterráneo.
Todo aquello parece haber quedado como vestigio de tiempos pasados frente a su mera contemplación de hoy día. La fotografía actual muestra matorrales poblando el suelo, árboles secos o en proceso de serlo, frutas abandonadas en las ramas (aceitunas, almendras, nueces, granadas…), cortijos derruidos, escasos rebaños y normalmente estabulados. Un modelo de vida, a la vez patrimonio social, natural y cultural, se diluye sin remisión sostenido puntualmente por personas jubiladas o próximas a hacerlo, agarrados a ese vínculo a la tierra que se resisten a romper definitivamente mientras las fuerzas no les falten.
Entretanto parece que olvidamos ese viejo refrán que reza que "hay que comer para vivir pero no vivir para comer". Frente al sustento básico que nos ha proporcionado por siglos el campo y que permitió a nuestros ancestros sobrevivir a la privación de la postguerra española, hoy le damos la espalda y abrazamos ese alimento sin alma que adquirimos en las grandes superficies comerciales, procedente de miles de kilómetros de distancia o de esas explotaciones industriales que antes mencionábamos.
¿Causas? Como cualquier problema ambiental, variadas y complejas. Puede apuntarse la falta de rentabilidad económica provocada por la complicada orografía y su difícil mecanización; la erosión por tratamientos del suelo inadecuados; el cambio climático con la escasez de agua inherente y las alteraciones de las estaciones que suelen malograr las cosechas; la constante subida del precio de combustibles, abonos y piensos; la falta de incentivos para jóvenes agricultores o ganaderos que además contemplan la vida rural como un lastre para sus expectativas; la política agrícola comunitaria y española que tampoco promueven la fijación a la tierra y dan prioridad a la importación de productos agrícolas y ganaderos con mejores precios y menos controles que los exigidos a nosotros mismos; la cadena alimenticia que prioriza la ganancia de los intermediarios y puntos de venta frente a la de los productores, auténticos héroes de la tierra; el escaso cooperativismo vigente y que pudiera ayudar a la promoción y comercialización de dichos productos; la excesiva burocratización ganadera que regula hasta la extenuación los controles sanitarios; pero también la propia inseguridad de vivir en viviendas aisladas.
Soluciones
Las alternativas a esos problemas comparten igualmente esa misma complejidad, lo que no quiere decir que haya que arrojar prematuramente la toalla. Deberían pasar por incidir en planes globales de recuperación, como estímulos fiscales para la explotación de tierras en barbecho (para usos agrícolas o forestales), priorizando cultivos ecológicos; promoción de cooperativas con venta directa al consumidor; dotación de mejores servicios en los ayuntamientos pequeños, incluyendo la cobertura de internet; vincular los subsidios por desempleo a trabajos agrícolas y ganaderos y, en su caso, sustituirlos por préstamos o subvenciones para comprar o arrendar tierras; desburocratizar la ganadería extensiva y facilitar su presencia en montes públicos y privados; recuperar los comederos para aves carroñeras, la mejor policía sanitaria del campo; fomentar las segundas viviendas en el medio rural vinculadas a labores agrícolas y ganaderas; o incrementar la vigilancia por parte de las fuerzas del orden.
Es mucho lo que queda por hacer, mientras la agonía del campo no puede esperar; pasar de las palabras a los hechos es el reto para instituciones, empresas y la sociedad en general, en tanto nos jugamos un futuro que no puede desligarse del de nuestro campo.
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