Grecia o el fracaso de Europa

La discusión entre los políticos griegos y europeos no tiene fundamentos tan irreconciliables como parece. Las medidas planteadas deben tener un calendario que evite más sufrimiento.

El BCE aumenta la provisión urgente de liquidez para los bancos griegos
Grecia o el fracaso de Europa
Gumersindo Ruiz

22 de junio 2015 - 01:00

LA reunión del Eurogrupo de la semana pasada terminó sin acuerdo sobre cómo conceder a Grecia 6.700 millones de euros mediante la emisión de deuda, que compraría el Fondo Europeo de Rescate, para hacer frente a los pagos inmediatos que el país tiene comprometidos. El posible incumplimiento por Grecia de sus pagos está teniendo consecuencias en los mercados de capitales, y en unas semanas, por ejemplo, la deuda pública española, por la que se aceptaba un tipo alrededor del 1,5% se ha puesto en el 2,5%, al tiempo que se han alterado referencias de inversión de riesgo, en bolsa, en inmuebles, que pierden atractivo si los tipos de la deuda suben. También se han producido flujos de capitales hacia entornos muy seguros como la deuda norteamericana, dando lugar a movimientos en los tipos de cambios. Pese a que los mercados están intervenidos por los bancos centrales, en los delicados equilibrios financieros, o desequilibrios aceptables, cualquier evento de estas características provoca volatilidad y situaciones imprevisibles de riesgo.

En sí misma las consecuencias de un retraso en el pago, o de la negociación de la deuda, no es tan significativa. La deuda de Grecia es de unos 300.000 millones de euros, de los cuales el 60% lo tienen los propios países del área del euro a través del Mecanismo de Estabilidad Europea; 10% el Fondo Monetario Internacional (FMI); 6% el Banco Central Europeo (BCE); un 5% el Banco de Grecia y otros bancos griegos y extranjeros; y otra deuda y préstamos representa el 19%, que está principalmente en fondos especulativos. Estos acreedores pueden soportar perfectamente un incumplimiento, sin que haya efecto de contagio, ni se produzca un efecto significativo, aunque sí lo habrá sobre los mercados de capitales, como estamos viendo.

El problema inmediato es de liquidez para el país, pues se produce una salida de depósitos de los bancos, que se compensa con liquidez que les proporciona el BCE. El presidente del BCE decía hace poco: "No somos una entidad política, el futuro de Grecia es una decisión política que tendrán que tomar políticos elegidos en las urnas, no banqueros centrales". Pero las decisiones sobre seguir dando liquidez están en las manos del Banco, que tiene una línea de 83.000 millones para Grecia. Además, estos días ha ganado una demanda legal ante el Alto Tribunal de la Unión Europea, por las dudas de Alemania sobre la legitimidad de sus programas de ayuda a la deuda de países para hacer frente a situaciones extraordinariamente graves, como la deuda española en 2012, lo cual avala sus decisiones. Las consecuencias de retirar la liquidez serían catastróficas, pues los bancos no podrían hacer frente a las salidas de depósitos y tendrían que imponerse controles y restricciones; el Gobierno tendría dificultades para pagar pensiones y salarios de una manera normal; y se entraría en una suspensión de pagos difícil de manejar, ya que el país carece de una moneda propia, pues, pese a lo que se diga, no hay alternativa en un plazo breve al euro.

Vista desde fuera, la discusión entre los políticos griegos y los políticos y burócratas europeos, puede parecer una situación en que ambas partes se cierran con argumentos económicos y posiciones políticas radicalmente diferentes. Me ha llamado la atención unas observaciones aparecidas en el Financial Times, comparando la posición de los gobernantes de Grecia, forzados a tomar decisiones en contra de los criterios de su propio pueblo, con las que se encontraron los bolcheviques, frente a Alemania, Francia, Gran Bretaña y USA, tras la toma de poder por Lenin en 1918.

Entonces, las potencias extranjeras exigieron unas condiciones a Rusia, sobre todo de entrega de soberanía y territorio a Alemania, a cambio de que la incipiente revolución no fuera aniquilada. Estas condiciones eran inaceptables, pero Lenin, en contra del criterio de otros líderes a su izquierda, firmó el tratado de Brest-Litovsk para ganar tiempo, y mantener el control en su propio país. James Putzel, de la London School of Economics, señala que está intransigencia de las potencias occidentales destruyó un proyecto social inicialmente ingenuo, y creó el ambiente para que surgiera luego Stalin y su barbarie. El paralelismo que se establece con Grecia es si la intransigencia y la falta de visión sobre qué reformas necesita hacer Grecia, cómo hacerlas, y las consecuencias de las mismas, no puede dar lugar a un extremismo futuro en las posiciones.

Las exigencias por parte de la Unión Europea a Grecia suponen una reducción del consumo, a través de un mayor superávit presupuestario y recortes inmediatos en pensiones y servicios sociales. El efecto sobre el comercio exterior no puede ser fuerte, ya que se trata de una economía cerrada, donde sólo el 25% del producto es de importaciones y exportaciones, y éstas fundamentalmente vinculadas al turismo. Se ha calculado que la línea adicional de la mal llamada austeridad haría caer el producto un 12,6% en cuatro años, lo que a su vez llevaría la deuda pública al 200% del PIB. Así pues, si el Gobierno cediera, sólo se prolongaría la agonía del país, igual que ha ocurrido hasta ahora. La discusión entre los políticos griegos y los europeos no tiene fundamentos tan irreconciliables como parece. Los griegos no se oponen a cosas tan necesarias como racionalizar el sistema de jubilación y pensiones, privatizar, reformar en profundidad el sistema tributario, y fomentar la empresa, pero necesitan tiempo para hacerlo, que la gente pueda respirar mientras reforman; y, sobre todo, tratan de evitar las consecuencias inmediatas sobre los más desfavorecidos.

Por su parte, la UE proporciona una liquidez prácticamente sin coste, y un fuerte programa de inversiones; a cambio exige medidas urgentes, aceptando que el sacrificio lo van a soportar de todas formas los desfavorecidos. El tiempo, los plazos, es pues la variable principal; y, con ella, el impacto a corto plazo sobre parte de la población. Todos los economistas internacionales de primera fila, independientes, con dominio de la dinámica de la política económica, no de la estática comparativa, coinciden en que la salida para Grecia precisa de una fuerte voluntad política por parte de todos, pero también de un conocimiento sobre las consecuencias probables de las medidas ortodoxas, que hasta ahora han sido malas.

La ortodoxia europea, en cuanto a las reformas y medidas, funciona con un aparente consenso, que en la práctica es un cierto cinismo, pues los países -Francia, Italia, Irlanda, Portugal, España- tratan de hacer méritos, mantienen un discurso oficial de complacencia mutua sobre la bondad de las reformas, pero se apartan de ellas por motivos principalmente electorales. Los políticos griegos pueden aceptar que el cálculo que hacen de los tiempos en la negociación no es adecuado para llegar a un acuerdo, aunque sea provisional; y los políticos europeos pueden aceptar lo mismo. En el momento actual, las dos partes salvarían la cara, sin que parezca que se trata de una rendición incondicional, con un calendario de obligaciones que pudiera adaptarse a la evolución real de la economía, y no los supuestos que se hacen hoy. A Europa le va más en ello de lo que parece, pues no se trata de una cuestión sólo económica y financiera, sino que va más allá, y fortalece o cuestiona, según se consiga o no una solución, el propio proyecto común europeo.

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