Algunas reflexiones sobre las graves consecuencias de la DANA
Análisis
La devastadora DANA que asoló Valencia, así como otras regiones mediterráneas y Albacete el pasado 29 de octubre es, sin duda, la mayor catástrofe natural de nuestro país en las últimas décadas. Hace una semana aproximadamente, de nuevo se sufrió un episodio de lluvias torrenciales que afectó en esta ocasión a Málaga, Granada y otras provincias, que afortunadamente no tuvo consecuencias tan trágicas como las de finales de octubre. Este otoño se recordará por su especial virulencia climática y sus trágicas consecuencias personales y económicas. Estas líneas se centrarán fundamentalmente en el cinturón sur de la ciudad de Valencia, donde más actuaciones y ayudas son necesarias ante la enorme gravedad de lo acontecido y la complejidad de recuperar un territorio devastado en el menor tiempo posible, para evitar mayores perjuicios económicos por una excesiva demora y permitir de nuevo el crecimiento. La cifra de casi 15.000 millones ya aprobados en ayudas por el Gobierno (un 1% del PIB) pone de manifiesto la magnitud del desastre.
En primer lugar, hay que recordar que aún no se han cerrado las heridas personales porque además de su enorme cicatriz emocional, aún existen desaparecidos casi cuatro semanas después. El número de víctimas y la amplia extensión geográfica de la virulenta riada ha hecho aún más difícil poder culminar este triste recuento. La búsqueda se ha ampliado a la Albufera y a las playas cercanas, pero es un proceso de enorme complejidad. Para apreciar los demoledores efectos de la riada solamente hay que irse a las playas de Gandía o Cullera, teñidas de marrón, algunas de ellas a más de 40 kilómetros de la zona cero de las inundaciones, totalmente cubiertas de lodo, ramas de árboles y escombros. La desolación también se ha expandido por el mar.
Queda mucho por hacer. Casi todo. Y eso que, tras unos primeros días de gestión pública muy decepcionante –y sobre la que habrá que reflexionar para desarrollar los mecanismos y automatismos necesarios para que en el futuro no se repita–, ya son casi tres semanas de actuaciones limpiando, acondicionando y reconstruyendo las infraestructuras, calles, viviendas, polígonos industriales a la vez que se retiran los más de cien mil coches y vehículos pesados inservibles. Se empieza a duras penas, a tener una parte de las infraestructuras en funcionamiento –con soluciones de urgencia– por lo que la ayuda puede llegar más rápida y eficiente. La parálisis que ha generado la ruptura de infraestructuras ha impactado a la actividad económica del total del área metropolitana de Valencia y la mayor parte de la provincia. Estamos hablando, por tanto, de una tragedia desconocida en esa región y en todo el país. No es tanto tiempo de hacer números como de actuar, más de política económica y social que de indicadores. Muchos espacios a recuperar.
Surgen muchas preguntas e interrogantes mirando al futuro. Parece crítico mejorar la diligencia y precisión del sistema de alertas, sobre todo para aminorar lo más importante: las pérdidas humanas. La tecnología –incluida la inteligencia artificial– puede mejorar la calidad y utilidad de las alertas. No solamente controlando la meteorología sino también el caudal de ríos y bancos, ya que, en esta ocasión, algunas de las localidades más devastadas como Paiporta o Picanya ni siquiera llegaron a tener lluvias importantes ese día. Fueron las ramblas y ríos desbordados –cuyas aguas en tropel venían de más arriba– las que causaron lo peor. Hace falta un enfoque holístico que combine y evalúe adecuadamente los datos meteorológicos, los del caudal de ríos y barrancos y la información geográfica de las zonas afectadas. Sin embargo, incluso si se hubiera podido evitar buena parte de las pérdidas humanas, los daños económicos habrían sido igualmente enormes y en la línea de los acontecidos en esta ocasión. Una de las grandes preguntas reside en cómo es posible que una zona tan poblada y con una actividad industrial y económica tan relevante en la Comunidad Valenciana fuera tan vulnerable a una riada. Hay que considerar muy seriamente el riesgo que corren viviendas y empresas situándose en los cauces o márgenes de ríos y barrancos. Por tanto, los ayuntamientos de todo el país donde existan estos inmuebles y locales en peligro deberán evaluar los riesgos y proceder en consecuencia. La limpieza y adecuado mantenimiento de los ríos y barrancos debe ser permanente para evitar males mayores. Es cierto que es un evento de muy baja probabilidad –se ha dicho que se trata de un fenómeno que solo ocurre una vez cada mil años– pero de grandísimas pérdidas. La sociedad moderna, sea Estados Unidos con sus huracanes, Japón con sus terremotos y tsunamis, o España con sus episodios de DANA –todos ellos solamente como meros ejemplos– debe volcarse en mejorar su gestión de estos acontecimientos improbables –aunque cada vez más frecuentes– pero muy dañinos. Las reformas de las infraestructuras –como desvíos o ampliación de los cauces de los ríos, barrancos y ramblas– parecen urgentes para evitar nuevamente una tragedia como la de Valencia. En los años posteriores a 1957, tras la riada de la ciudad de Valencia de aquel año, se desvió y amplió el cauce del río Turia, algo que ha permitido que la capital no haya sufrido daños considerables en esta DANA, excepto desgraciadamente en tres pedanías de la periferia. En todo caso, al ritmo que evolucionan las aglomeraciones urbanas y con los efectos del calentamiento global y deterioro climático, las infraestructuras, inicialmente diseñadas para resistir de 50 a 100 años de violentos eventos naturales, pueden pasar a ser insuficientes antes de lo inicialmente programado. En definitiva, hay que tomarse muy en serio la creciente relevancia, frecuencia y perjuicios personales y económicos de eventos (normalmente de la naturaleza) muy improbables pero que conllevan enormes pérdidas si acontecen. Y actuar en la dirección correcta. Aprendamos de las terribles lecciones de la DANA en Valencia.
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