Las claves
Pilar Cernuda
El aguante del rey Felipe
Las claves
LAS relaciones entre La Zarzuela y La Moncloa son tensas. Ni lo afirman ni lo desmienten en la jefatura del Estado y en el Gobierno, pero las evidencias son claras, no hacen falta palabras para confirmarlo ni para desmentirlo.
Las tensiones no son nuevas, desde el inicio de su primer mandato se advirtieron en Pedro Sánchez gestos, algunos de ellos de autoritarismo, que demostraban que el presidente del Gobierno no aceptaba de buen grado el hecho de que constitucionalmente la primera autoridad del Estado era el Rey.
Actitud que podría tener su origen en el republicanismo del presidente, aunque a lo largo de los últimos años en España ha habido dirigentes que públicamente se confesaban republicanos –empezando por el propio Felipe González, el presidente con el que don Juan Carlos tuvo mayor grado de confianza– y, sin embargo, respetaban y asumían abiertamente lo que, por otro parte, venía obligado por la Constitución: la más alta representación de España es la Corona, aunque el poder ejecutivo lo ostenta el Gobierno.
De la misma manera que el Rey está obligado a rubricar, a sancionar, todas las iniciativas que aprueba el Gobierno y cuenten con el obligado respaldo parlamentario si se trata de leyes, el Ejecutivo está obligado también a aceptar que el Rey personaliza al Estado español, con las atribuciones, derechos y obligaciones que recoge la Constitución y que son las habituales en las monarquías parlamentarias. Una forma de Estado, por cierto, que hoy identifica a las democracias más sólidas de Europa.
A Pedro Sánchez no le gusta que nadie le haga sombra, aunque ostenta el poder plenamente hasta el punto de que el Rey no puede oponerse a ninguna ley aprobada en las Cortes, como hemos señalado. En España, por ejemplo, tal como han entendido su papel constitucional tanto el rey Juan Carlos como el rey Felipe, nunca se daría la situación hipócrita del rey Balduino cuando abdicó durante unos días para evitar poner su firma bajo la ley del aborto, que iba contra sus principios morales y religiosos. Su obligación era firmar una ley aprobada en todos sus trámites y, si estaba en desacuerdo, que renunciara entonces a la jefatura del Estado. Del todo, no dos días. Un jefe de Estado es el ciudadano que debe dar ejemplo de cumplir estrictamente la Constitución.
Estas explicaciones son necesarias para comprender la dificultad de las relaciones entre dos autoridades en las que una de ellas siente que como jefe de Estado debe ser el primer ciudadano en dar ejemplo de acatar el texto constitucional, mientras el otro no desaprovecha la ocasión –por inseguridad, por celos– de hacer alarde público de quien ostenta el poder. En respuesta a algunos gestos que abiertamente caían en la mala educación, don Felipe ha guardado silencio, una actitud que coloquialmente se definiría como morderse la lengua para no expresar su incomodidad.
En ese sentido, siempre han provocado más titulares las situaciones en las que el presidente ha hecho alarde de falta de respeto al Rey que los asuntos de gran calado político e institucional que, con seguridad, no ha podido aceptar de buen grado un jefe de Estado que tiene como prioridad cumplir estrictamente lo que marca la Constitución.
En el grupo primero, el de las faltas de respeto, se incluyen desde la negativa del Gobierno a que el Rey presidiera en Barcelona el acto de entrega de sus titulaciones a los nuevos jueces, como era habitual y además ya había confirmado su asistencia, a no permitir que presidiera el acto solemne de inauguración de la Cumbre del Clima que se celebró en Madrid en 2019 como estaba previsto, para dar el protagonismo a Sánchez y postergar al Rey a la jornada de cierre.
En el segundo grupo, el de gestos y demostraciones públicas del presidente del Gobierno al jefe del Estado, la descortesía de adelantarse para entrar en un recinto, lo que es sobre todo falta de educación, o el que más llamó la atención, llegar tarde al desfile con el que se conmemora la Fiesta Nacional y obligar a los reyes a esperar en el interior de su coche oficial para dar tiempo al presidente a que llegara antes de que se iniciara la ceremonia.
En los últimos días se han multiplicado las ocasiones del distanciamiento y han dado alas a la rumorología. La primera, la visita del Rey y el presidente a Paiporta; la segunda, la ausencia del Rey, de los reyes, a la reapertura solemne de la catedral de Notre Dame en París después de ser destruida por un incendio hace cinco años.
En el primer caso, los reyes habían expresado su deseo de acudir a Valencia para dar apoyo y consuelo a los miles de ciudadanos que dos días antes habían perdido todo, incluida la vida de sus familiares más cercanos. No se prohibió a Zarzuela esa visita, pero se aconsejó que se aplazara unos días porque la situación era de caos absoluto e incluso podía ser perjudicial para las labores de rescate de desaparecidos, que era prioritaria esos días. Se aceptó la respuesta, aunque los reyes podían haber demostrado su cercanía con la tragedia evitando, obviamente, los lugares en los que su presencia perturbaría el trabajo de quienes intentaban paliar los efectos devastadores de la dana.
Finalmente, se hizo coincidir su visita con la de Pedro Sánchez, con el resultado conocido: rechazo a gritos al presidente; barro en los rostros de los reyes, que se mantuvieron imperturbables mientras seguían hablando con la gente, y la decisión de Sánchez de abandonar el escenario alegando razones de seguridad.
Las fotografías de Pedro Sánchez saliendo en coche de la zona, increpado e incluso recibiendo en la espalda el golpe de un palo que le habían tirado, dio la vuelta al mundo. Al lado, la fotografía de los reyes con las caras manchadas de barro, sangre en la frente de un escolta de doña Letizia y los dos hablando y abrazando a las docenas de personas que les trasladaban su desesperación. Fotografías, las dos, que han dañado sensiblemente la imagen de Sánchez dentro y fuera de España, como él mismo debe saber.
La ausencia de los Reyes a Notre Dame no tiene nada que ver con una supuesta iniciativa del Gobierno para que no acudiera. Fue responsabilidad única de los reyes. Es más, cuando arreciaron las críticas al Gobierno, incluso las acusaciones, por impedir que acudieran a esa celebración, desde Zarzuela se explicó que la decisión se había tomado en la Casa para dar tiempo a preparar la visita de Estado a Italia que se iniciaría apenas dos días más tarde.
Excusa que a muchos no convenció, incluida esta periodista. Debían haber estado allí, un acto de tanto simbolismo religioso, cultural, histórico, artístico y político. La prueba, la presencia de jefes de Estado y de Gobierno de todo el mundo, de distintas religiones y culturas. El viaje a Italia, si efectivamente no estaba todavía preparado en su totalidad, podría haber aconsejado la presencia en Zarzuela de don Felipe para revisar los últimos discursos, pero nada impedía que acudiera doña Leticia o, en último caso, la reina Sofía.
La vida sigue y tanto el rey Felipe como Pedro Sánchez se verán obligados a trabajar juntos para que España salga adelante, cada uno de ellos con las responsabilidades que les corresponden.
En esa relación, mal que le pese al jefe del Gobierno, la sensación que se transmite es que el presidente no acaba de aceptar que no es la máxima autoridad del Estado. Sus competencias están perfectamente recogidas en la Constitución, lo que don Felipe acata sin apartarse ni un milímetro.
Eso sí, no pierde ocasión de “recordar”, cuando puede, su defensa inamovible a la unidad de España. Cuando se encuentra en el extranjero, como ha ocurrido en el discurso que acaba de pronunciar en el Parlamento italiano, expresa la apuesta inamovible de España por la paz, contera la violencia y el terrorismo y, en su último viaje, con un mensaje que ha provocado titulares, invocando que Italia y España son “Dos países con memoria, con una clara conciencia del pasado que no puede ni debe repetirse”.
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