España, dolor y tristeza desde la otra orilla

Análisis

 Para millones de marroquíes nuestro país es moderno, libre y próspero, un espejo en el que mirarse

Por ello el deterioro de la democracia y la convivencia provoca descrédito y extrañeza 

La transición inacabada de Mohamed VI

Sánchez, con Mohamed VI el pasado mes de febrero / Efe
Antonio Navarro Amuedo

11 de agosto 2024 - 05:49

Triste y desconcertante está siendo observar el delirante espectáculo de la política nacional de las últimas semanas y días. El descrédito para la Policía autonómica catalana tras el esperpento del paseo, mitin y huida del ex presidente de la Generalitat Puigdemont el jueves no es sino el de España entera, sus instituciones y, en definitiva, su Estado de Derecho. 

El deterioro de la democracia española es un hecho ya irrebatible, y la dolorosa constatación de que el andamiaje institucional construido en la Transición no era tan sólido como pensábamos. No sólo porque haya una administración, el actual Gobierno central, que con sus decisiones esté causando un daño –quizás irreparable– al Estado de Derecho en los últimos años, sino porque el pueblo español asiste con pasividad a la destrucción del mismo. 

Unas veces por pereza y otras por sectaria connivencia con los perpetradores del desastre: “A los míos les perdono todo porque son los míos”. Y que conste que el proceso no es en absoluto reprochable en exclusiva al actual Gobierno viene de antiguo, quizás desde el mismo 1978. Ante las tentaciones de sacar pecho –“somos un país democrático a diferencia de vosotros los árabes, los marroquíes”–, menos lobos: el pueblo español no está haciendo nada para defender la democracia, que se ha dado por hecha y se ha confundido con ir a votar cada cuatro años al verdadero poder ejecutivo: los partidos. No, la democracia no era esto.

Tras habernos convencido de que el modelo de la Transición fue un éxito exportable, duele ver el deterioro de la imagen de España desde una orilla sur que ha admirado con sinceridad los logros colectivos de nuestro país en las últimas décadas. Para millones de marroquíes España es un país moderno, amable, próspero y libre; un espejo en el que se miran. Miles de marroquíes hablan español, algunos por necesidad y otros por amor –el verdadero, el más desinteresado, porque estas personas no esperan a cambio ni lectores en masa ni reconocimiento de aquí ni de allá– a nuestra cultura leen y hasta hacen literatura en la lengua de Cervantes. Para estos hispanistas magrebíes España es una bella realidad libre de fronteras interiores, cainismos y cuitas. 

Por todo ello, y sin ánimo de exagerar, el deterioro de la democracia y la convivencia entre españoles provoca descrédito y extrañeza entre el pueblo marroquí y entristece a quienes observamos nuestro país desde la periferia de la orilla sur. 

Y de la tristeza del ámbito doméstico, a la desazón que provoca la ausencia española en esta extensa orilla sur. En el Magreb, lo más sobresaliente de la que se prometía refundación de las relaciones diplomáticas con Marruecos a cambio del sui géneris giro de posición en el conflicto en el Sáhara Occidental –con una carta de Google Translator enviada por Sánchez a Mohamed VI, sin debate público ni consulta por parte del Gobierno a la oposición, con todos los grupos del Parlamento en contra de la decisión– ha sido la recuperación de la normalidad institucional con Rabat –que no es poco– y una mayor tranquilidad para el Gobierno en materia migratoria en el Estrecho y las fronteras de Ceuta y Melilla. Por cierto, abandonadas a su suerte, las dos ciudades autónomas esperan resignadas desde la primavera de 2022 la apertura de unas aduanas comerciales que Marruecos ha dejado claro que no quiere. Nadie duda de que, con lealtad y sinceridad, las posibilidades de cooperación entre Madrid y Rabat son muchas, y, más allá del Mundial de fútbol, queremos verlas. 

Previsto o no, el posicionamiento en favor de la propuesta de autonomía de Marruecos para el territorio que fuera colonia española hasta 1976 ha tenido las naturales consecuencias en las relaciones con Argelia. Dos años y medio después las relaciones bilaterales siguen siendo malas, como deja constancia el boicot que desde junio de 2022 practica la administración argelina a las empresas españolas a pesar de algunos signos esperanzadores en los últimos meses. 

Y en Oriente Medio, ni estamos ni se nos espera. El tan cacareado papel de mediador que, en función de nuestra rica historia de convivencia entre culturas, España está llamada a jugar en el conflicto entre judíos y árabes, entre israelíes y palestinos no existe ya ni el blablablá habitual de la prosa oficial de los saludos institucionales de congresos y encuentros multilaterales. Cuando más útil sería, ni rastro hay de España en las negociaciones de paz para el alto el fuego en Gaza, como tampoco, seamos justos, lo hay de la Unión Europea –que sigue sin tener una política exterior común y relevante– salvo una Francia a su aire (de grandeza). El reciente reconocimiento español del Estado de Palestina –el final deseable de un proceso de paz hoy muerto– ha liquidado las posibilidades de interlocución españolas con el Estado de Israel, sin el cual ni habrá paz ni Estado palestino. Lejos, lejísimos quedan las imágenes de la Conferencia de Madrid de 1991 en la que España fue capaz de sentar en una mesa a representantes israelíes y palestinos, y estadounidenses y soviéticos y relanzar el proceso de paz. Todo un orgullo, el de un soft power español al servicio de la paz, la cooperación y la convivencia, que hoy recordamos con nostalgia y tristeza.

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