Llegó, vio, sudó, venció
Daniil Trifonov | Crítica
La ficha
DANIIL TRIFONOV
***** 72 Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Daniil Trifonov, piano.
Programa:
Piotr Illich Chaikovski (1840-1893): Álbum para la juventud Op.39 [1878]
Robert Schumann (1810-1856): Fantasía en do mayor Op.17 [1838]
Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791): Fantasía en do menor K 475 [1785]
Maurice Ravel (1875-1937): Gaspard de la nuit [1908]
Alexander Scriabin (1872-1915): Sonata para piano nº5 en fa sostenido menor Op.53 [1907]
Lugar: Palacio de Carlos V. Fecha: Martes, 11 de julio. Aforo: Casi lleno.
La piedra del Palacio de Carlos V aún exudaba el calor acumulado durante otro día tórrido cuando Daniil Trifonov (Nizhni Nóvgorod, 1991) entró en mangas de camisa (hasta la manga creo yo que le sobraba) se sentó al piano y transformó la noche. La expectación era más que notable, habida cuenta que una lesión lo obligó a cancelar su presentación granadina del año pasado, y el joven pianista ruso llegó dispuesto a no defraudar ya desde la misma concepción del programa, un fastuoso recorrido de casi dos horas en torno a la idea de la fantasía, es decir a ese tipo de obras que sin el rigor formal de las grandes creaciones clásicas permiten una libertad expresiva con la que los buenos intérpretes pueden moldear las emociones del espectador a su gusto.
El punto de partida fue el Álbum para la juventud de Chaikovski, 24 miniaturas que son otras tantas historias, a modo de estampas infantiles, poco exigentes en lo técnico, pero que están llenas de afectos y de rasgos de carácter contrastados, entre la comedia y el drama (esa enfermedad y entierro de la muñeca tienen un trasfondo en el que pesa más la trascendencia que la ironía). Trifonov se las tomó muy en serio con un despliegue soberbio de matices, que partió de una articulación cristalina y jugó permanentemente con el peso de las notas para desvelar aquí la emoción de una canción popular de repente recuperada o allá una danza dislocada o una discreta plegaria.
Tras Chaikovski, se acercó Trifonov a una asistente del Festival, que le tenía preparadas toalla y botella de agua (como a los tenistas) y aún bañado en sudor volvió a escena para la monumental Fantasía Op.17 de Schumann. Tiene fama Trifonov de pianista de escuela rusa tradicional, con sonido poderoso y grandes contrastes de dinámicas, pero a mí me pareció más bien un apolíneo, un poeta del piano, capaz de atrapar las mínimas efusiones sentimentales escondidas entre los pentagramas y hacerlas vívidas a los oídos del espectador. Ese contraste entre las dos personalidades de Schumann (el melancólico Eusebius y el exaltado Florestán) mandó en su visión de la obra, del apasionado, pero lento, casi musitado, arranque al final introspectivo hasta lo extático. En el tiempo central, los rangos dinámicos se ensanchan, los ataques estallan y el sonido se hace de una brillantez deslumbrante, pero el músico no pierde nunca el control; antes al contrario, da una lección de manejo del tiempo y de claridad articulatoria cuajada de detalles.
Tras casi una hora de agotadora actuación, bien ganado el descanso, se retiró Trifonov, y a su vuelta, tras la pausa, algo moderadas las temperaturas, hizo una Fantasía en do menor de Mozart de una elegancia superlativa, con un uso sutilísimo del pedal, antes de afrontar una de las obras de mayores exigencias técnicas de todo el repertorio, el Gaspard de la nuit de Ravel. A esas alturas uno estaba ya convencido de que el portento ruso seguiría sin rozar ni una nota, lo cual en el delirante Scarbo final tiene verdadero mérito, pues lo tocó a un tempo vertiginoso. Había empezado de cualquier modo con una Ondine convertida en una fascinante fantasía acuática, de legato prodigioso, y siguió dando a Le gibet un aire fantasmal, con esa nota pedal que trata de dibujar el cuerpo balanceante del ahorcado cambiando continuamente de peso, pero siempre clara y distinguida. El color raveliano pareció contaminar en buena medida la interpretación de la Sonata nº5 de Scriabin, que basculó entre pasajes ensoñados, de brumosas armonías, y exaltados galopes hacia los dos extremos del teclado, el último de los cuales, lanzado al agudo, sirvió a Trifonov para levantarse de la banqueta cuando aún las manos parecían pulsar el último acorde, provocando el aullido y la ovación de un público enardecido. Luego, el ruso quiso apaciguarlo con una delicadísima versión del arreglo que Myra Hess hizo de uno de los más famosos corales de Bach, Jesu, meine Freude. Lo consiguió a medias, acaso su único fracaso de la noche.
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