El Universo sinfónico
Festival de Música y Danza, momentos inolvidables para un crítico
Argenta, Karajan, Mawrinsky, Celibidache, Solti, Mehta, Barenboim, Dudamel… eslabones en la historia del certamen para no relegar el pilar básico sinfónico-coral
Granada/En los más de 60 años que el crítico viene enjuiciando cada edición del Festival granadino –no sólo en los medios locales, entre ellos en los últimos quince años en estas acogedoras páginas- he venido insistiendo en los pilares básicos del certamen, que están en su historia y, si quieren, en la hemeroteca. A la mía, que resumen cuatro tomos que alguna vez se publicarán completos, suelo acudir para refrescar recuerdos, los momentos inolvidables que el crítico y, antes, el simple aficionado o jovencísimo estudiante de música ha vivido y comentado, dejando constancia de su entusiasmo y, a veces, las menos, de su frustración, que de todo ha habido. Esos pilares básicos son, como saben todos los seguidores del acontecimiento cultural de mayor proyección de Granada, el sinfónico, el de danza, el intimismo de los recitales de las primeras figuras del piano, la voz, el violín, la guitarra, etc., y la ópera, escenificada, que la imaginación de programadores ha podido recrear pese a no poseer un escenario específico para la misma, o en versión de concierto. Y, naturalmente, el flamenco, en todas sus modalidades.
A ellos habría que añadir la cultura como totalidad, con grandes exposiciones –Goya, Zurbarán, Alonso Cano, Ribalta, exhibidas el comienzo, y más tarde Guerrero, Rivera, Juste, Bach y Chillida… - y las innumerables que se ofrecían en la Fundación Rodríguez Acosta, desde el agua o el paisaje a los toros. Tradición y vanguardia titulaba un artículo el catedrático de Historia del Arte, Ignacio Henares, recordando que “el arte y la música han dado al festival un carácter integral de la cultura”. He sugerido el teatro, vital en la ciudad de Lorca que también durante un tiempo estuvo presente, hasta Tamayo nos ofreció, por única vez en la ciudad ganivetiana, El escultor de su alma, del pensador más original del 98, olvidado en su humilde tumba en el cementerio de Granada, como sus ideas y, en muchos aspectos, con las ideas surgidas en una ciudad creadora y universal.
El universo sinfónico no puede ser disminuido o sustituido por otras músicas, que deben ser parte del Festival, pero no principal oferta, como ocurre este año con la música de cámara. Naturalmente, en estos tiempos de pandemia, donde tan difícil o imposible es reunir grandes conjuntos sinfónicos-corales, de danza, etc. es más posible recurrir a agrupaciones reducidas, conciertos solitarios que abordan los grandes espacios. El año pasado fue un éxito –que no pude subrayar por las fechas y compromisos familiares- reunir tantas primeras figuras del piano, por ejemplo, como lo será este año, pese a cancelaciones de última hora, como ocurre con la Philharmonia y el Ballet de Hamburgo.
El Festival es un ramillete de sentidos y sentimientos que cada uno tendrá grabado y los asiduos a estas jornadas anuales recordarán nombres, directores, solistas, orquestas, programas. Un joven estudiante de música no olvida la emoción que experimentó escuchando en la Capilla Real a la Orquesta Nacional y el Orfeón Donostiarra, la conmovedora Misa en mi, bemil mayor, de Schubert, dirigida por el mítico Ataúlfo Argenta, que aquél día mágico del 26 de junio de 1955, ofrecería la Novena en Carlos V. Un joven de 14 años pudo introducirse entre el gentío que hacía cola en la Capilla y subir, con entrada de galería, al Palacio.
La Nacional ha sido durante las primeras décadas, base del capítulo sinfónico. Desaparecido Argenta, Rafael Frühbeck fue pródigo en programaciones variadas, culminadas no sólo en la presentación de Atlántida, en Granada, tras su estreno en Madrid, en 1963 –de la que hablaré en el capítulo dedicado a Falla- sino que eligió el Festival granadino para estrenar en España la Octava sinfonía, de Mahler (‘de los mil’, antes que en Madrid. Quinientos músicos, cantantes, solistas se subieron al escenario en 1970 para abordar ese diluvio musical del genio, en un arrebato de pasiones, sugerencias y hallazgos sonoros. La ONE, los orfeones donostiarra y pamplonés, los Niños cantores de Guadix -que en la segunda actuación que ofreció Frühbeck en 1999 las voces blancas surgieron con el Coro granadino de la Presentación-, dos escolanías de Pamplona y San Sebastián y los ocho solistas, triplicadas las sopranos, duplicadas las contraltos, tenor, barítono, bajo era todo un tsunami sonoro que es un momento vital en esos ciclos sinfónicos-corales, vitales en el Festival. En ese mismo Festival Frühbeck ofreció una elocuente Misa Solemnis, con la ONE y el Orfeón Pamplonés. El año pasado estaba en el programa original, celebrando el cincuentenario de la efemérides, que, naturalmente, tuvo que ser suprimida por las limitaciones exigidas por la pandemia.
La Orquesta Nacional ha sido, desde los comienzos, un pilar fundamental, con sus directores oficiales y los numerosos invitados que se han subido al pódium. Como lo ha sido la de RTVE, dirigida por el granadino Miguel Ángel Gómez Martínez, nombre al que se ha sumado el más internacional actualmente como es Pablo Heras-Casado; numerosas orquestas españolas y el papel importante desempeñado por la OCG, tanto como elemento vital de los ciclos de ópera, como en conciertos individuales de envergadura.
Los retos internacionales
Pero esos ciclos vitales se enriquecieron con conjuntos, directores y solistas de la máxima categoría. El nombre más mítico de todos fue el de Herbert von Karajan, en sus conciertos que dirigió a la Filarmónica de Berlín, en 1973 –recordado por los melómanos como el ‘año Karajan-. Escribí en una de las críticas: “Cada plano sonoro, cada cuerda es un monumento de precisión, solidez, musicalidad. Cuando ese gigantesco mecanismo musical se mueve a impulso de una ráfaga de personalidad como la de Karajan, vibra, surge violenta, sosegada, apasionada como si fuera un solo cuerpo”.
Es imposible resumir en este espacio el cúmulo de conjuntos, directores e intérpretes que han llenado estos ciclos fundamentales. Entre esa infinidad, un jovencísimo Zubin Mehta que apareció, por vez primera, en 1964, Lorin Maazel, tantas veces presentes en esas jornadas, el genial –y a veces polémico- Celibidache, la última vez en 1993, con la Filamónica de Munich, año en el que también estuvo presente Georg Solti. O dos antimitos de la música, Yevgeni Mrawinsky que dirigió sentado a la Filarmónica de Leningrado -todavía se llamaba así en 1982-, en una memorable versión de la Quinta sinfonía, de Chaikowsky, que tan hondo nos transmitió su ‘andante’ como si una simple mirada del octogenario director pudiese originar tal belleza y perfección. El otro antimito fue Pierre Boulez que en 1987 nos deslumbraba también con la Orquesta de París, como director y compositor. Y así la infinidad de orquestas inglesas, francesas, holandesas, como la Concertgebouw de Amsterdam que nos recreó el mundo de Mahler, con la batuta de Bernrd Haitik, en 1984, y iberoamericanas, entre ellas la Simón Bolivar, de la juventud venezolana, dirigida por Gustavo Dudamel, en una arrebatadora versión de vigor juvenil de La Consagración de la Primavera.
No caben tantas sensaciones y emociones. Pero no podemos olvidar programas renovados, desde el Stabat Mater, de la Filarmónica Checa y el Coro de la Filarmónica de Praga, ni la Sinfonía Turangalila (para gran orquesta, ondas Martenot y piano solo), de Olivier Messiaen. Y, desde luego, el centenario de lo que llamé, en un extenso análisis, La resurrección de Mahler, haciendo alusión a la segunda sinfonía coral que lleva ese nombre, o la tercera, ambas en las batutas de Mehta y Eschenbach. Tampoco el crítico puede olvidar a Barenboim y su esfuerzo en ofrecernos las nueve sinfonías de Bruckner.
Imposible olvidarse, por supuesto, de los solistas, que intervinieron en ese capítulo sinfónico: los pianistas Rubinstein -que en un ensayo matinal en Carlos V acabó pateando su sombrero por el ruido que hacían los turistas al pasar-, Kempff, Richter, Barenboim, Achúcarro, Alicia de Larrocha o, en los últimos años, Perianes, Colom, etc.; violinistas de la talla de Yehudi Menuhin, entre tantos otros jóvenes valores, con el debut de la joven granadina María Dueñas; los violonchelistas Cassadó, Rostropovich y un largo etcétera.
El catálogo sinfónico y sinfónico coral es inmenso en estos 70 años que le hemos agradecido al Festival que trajera a Granada momentos estelares que, fuera de él, hubiesen sido imposible escuchar en la ciudad ni justificar la oferta cultural, como totalidad excepcional, cimentada en el entorno mágico de Granada, base del Festival.
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