La Orquesta Nacional del Capitolio de Toulouse cierra el Festival con el postrero latido del compositor austriaco
Granada/En el notable ciclo sinfónico ofrecido este año por el Festival de Música y Danza de Granada ha tenido protagonismo, como estaba obligado, el compositor austriaco Anton Bruckner, al cumplirse el 200 aniversario de su nacimiento. Cuatro de sus sinfonías han sido interpretadas –o lo serán- por La Joven Orquesa Gustav Mahler, dirigida por Kiriln Petrenko (la Núm. 5); la Sinfónica RTVE, conducida por Christoph Eschenbach (Septima); Sinfónica de Castilla y León, comandada por Vasile Peltrenjo (Cuarta). Cerrara el ciclo y clausurará la 73 edición la Orquesta Nacional del Capitolio de Toulousse, dirigida por Tarino Peltokoski, abriendo el concierto con la Obertura de ‘Los maestros cantores de Núremberg’, de Wagner, y los ‘Últimos cuatro lieders`, de Richard Strauus, interpretados por la soprano Elsa Dreisig. Peámbulo oportuno –por la influencia wagneriana y por ser también la última voz de Strauss- antes de concentrarse en la ‘Novena sinfonía, en Re menor`, incabada, y también último latido creador de un genio, cuyo Adagio deja un sentimiento en el oyente de asistir a una confesión final de un autor cuya fe y espiritualidad fue más fuerte que sus dudas ante las influencias que ejercieron los músicos de su tiempo, entre ellos, naturalmente, el mencionado Wagner,
En el año Bruckner, me permitiré anotar algunas reflexiones realizadas sobre el compositor y su obra, utilizado parte de las notas publicadas el 4 de julio de 2008, con motivo de la oferta que hiciera Daniel Barenboim, de ofrecer las tres últimas sinfonías del austriaco, para completar las ejecutadas años anteriores con la Staatskapelle de Belín, amén de recordar otras versiones de sus obras a lo largo de la historia del Festival. Y en este año creo oportuno, aprovechando la interpretación de ese último latido musical del austriaco, recordar algo de su biografía, sus influencias, sus dudas también, que caracteriza su obra, especialmente sinfónica, que por su riqueza es predilecta de los directores de orquesta.
Difícil lucha
Josef Anton Bruckner nació en Asafelden el 4 de septiembre de 1824, en el seno de una familia de campesinos y artesanos de la Alta Austria, en la que tuvo que luchar denodadamente por su supervivencia y educación, parte de ella autodidacta, aunque recibiera formación como organista, desde su puesto de monaguillo en el colegio de San Florián y más tarde los ampliaría en Leipzig. Con su pobre bagaje educacional le costó trabajo dedicarse a su verdadera vocación creativa. Apoyado en las recomendaciones de Secheter empezó en 1861 a desmenuzar la múísica de su época, de la mano de Otto Kitzler, director de la orquesta del teatro de Linz. La música de su tiempo era la de Berlioz, Liszt y, naturalmente, Wagner, cuyo apasionamiento por su obra tantas veces está reflejado en su creación, aunque acabara imponiendo su propia personalidad, en aquella fe de carbonero, como algunos lo calificaron, no sólo desde el punto de vista religioso, sino por su fuerza en mantener sus ideas y sus principios. A pesar de esa fe sus dudas fueron enormes porque era demasiado peso competir con aquellos gigantes y, también, con los que lo tachaban de excesivo fervor wagneriano, poniendo a Brahms de contrapeso.
Reconocimiento tardío
Quizá el reconocimiento absoluto de su genio fue tardío. Pero, al fin, tuvieron que admitir que el sinfonismo alcanzaría con él una dimensión plena, pese a esas influencias wagnerianas Nueve sinfonías -a la que habrá que añadir la ‘Cero’-, un colosal ‘Réquiem’, un Magnificat , varias misas, un ‘Te deum’ , con el que, según especulaciones no confirmadas, hubiese querido terminar su última sinfonía, aunque la tonalidad no cuadrase –obra, por cierto, dirigida por el granadino Gómez Martínez, el 4 de julio de 1981, en el Festival, con la Orquesta Nacional y el Orfeón Donostiarra- , y otras varias músicas religiosas, de cámara y corales de diversa entidad. Todas ellas dejan huella de una personalidad y un talento incuestionable. Su forma de orquestar, muy wagneriana, no pueden hacer olvidar las influencias melódicas de Schubert, pero tampoco los antecedentes de las sinfonías de Haynd, Beethoven e incluso Brahms, al que por cierto añadió a su ‘Séptima sinfonía` un ‘adagio’ en homenaje a la muerte del compositor alemán.
Las sinfonías de Bruckner son motivo de prueba para directores y orquestas. Su duración, la musicalidad y el complejo entramado, a veces reiterativo, pueden justificar la frialdad con que en ocasiones se reciben. Por eso hay que exprimir la obra hasta sus límites, como ocurre en la ‘Octava’ –a mi juicio la más subyugante-, donde la Coda del Finale, que es una ampliación del tema principal del primer movimiento, puede considerarse como uno de los momentos culminantes del sinfonismo de todos los tiempos, como muy bien decía Sergio Celibidache. O como le afirmaba Barenboim, en julio de 2oo8, al admirado periodista y músico, prematuramente fallecido, Jesús Arias en este periódico: “Sin Bruckner no sería director de orquesta”.
Confesión final
Me centraré brevemente, pese a tantos momentos geniales de otras sinfonías. en la que cierra esta moche el recuerdo al compositor y clausura la 73 edición del Festival, la ‘Novena, en Re menor’, en la que estaba trabajando el mismo día en que murió. Aunque algunos críticos ven en ella un compendio de las demás, destaca, sobre las otras, por su intensidad religiosa y que por no haber sufrido modificaciones ni de él ni de sus alumnos, como ha ocurrido con la mayoría, podamos degustarla en su originalidad. Iniciada en 1887, el Adagio lo terminó en 1894. Se estrenó en Viena el 11 de febrero de 1903, seis años después de la muerte del autor. El primer movimiento –`Solemne misterioso`- ya revela, con su riqueza contrapuntística y su grandiosidad orquestal, esa dimensión de homenaje al Sumo Hacedor, como él insistiera. El ‘Scherzo`, disonante y un tanto aquelárrico, -una lectura ‘romántica’ hablaría de inquietudes del infierno- , nos sitúa en un mundo tenso, frenético, donde no hay lugar para la melodía. El ‘Adagio´ tiene una enervante inestabilidad tonal, pero también la serenidad que le da el ‘Re’ mayor. Es un canto emotivo a la divinidad en la que él se refugia –como le enseñaron en la infancia- , sobre todo en sus momentos bajos y de soledad; una divinidad de la que espera una sentencia suave, la paz y la misericordia final. Con toda la emotividad de la música romántica, ese bellísimo Adagio, es un bálsamo supremo. No pierde sentido que la obra quedara inconclusa. Quizás las últimas notas inviten a la reflexión y al recogimiento. Y el oyente sale -como en la música dramática wagneriana que, insisto, tanto tiene que ver en la inspiración de Bruckner- con la convicción de haber asistido a uno de los momentos importantes del mundo sinfónico, con el que se clausura una edición presidida por ese trascendental capítulo que ha marcado lo mejor y más universal de la historia del Festival Internacional de Música y Danza de Granada, como he afirmado en anteriores referencias, con el paso de las mejores orquestas, coros, directores y solistas de su tiempo, con programas importantes, incluidos estrenos en España –como la tantas veces referida ‘Ontava’, de Mahler- o de autores contemporáneos –no dejaré de mencionar el emocionante ‘Réquiem’, de García Román-, conmemoraciones de centenarios y aniversarios de los grandes creadores y obras de la historia de la música, entre los que no podía faltar, como era lógico, nuestro Manuel de Falla y su vinculaciones con Granada que tantas veces he recordado.
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