La ‘Missa Solemnis’, en el recuerdo de la deslumbrante ONE de 1970
Previa del Festival de Música y Danza de Granada
La Orquesta y el Coro Nacionales de España ofrecerán este miércoles, en el Palacio de Carlos V, bajo la dirección de David Afkhan, la Missa Solemnis, de Beethoven, escrita en el mismo periodo que la Novena sinfonía, de la que se cumple el bicentenario, –y sus tres últimas sonatas para piano-, sus dos obras cumbres, sinfónico-corales, no sólo del compositor, sino de la historia de la música. Porque no se han escrito, hasta ahora, partituras más sobrecogedoras que estas dos gigantescas creaciones que, aunque las hayamos escuchado multitud de veces, siempre nos han emocionado y parecido nuevas, aunque seamos capaces de ir articulando en nuestro cerebro momentos de su desarrollo.
Por eso aunque se hayan programado con frecuencia, el veterano crítico quiere recordar momentos especiales del Festival, cuando el conjunto que esta noche ofrecerá la ‘Missa’ beethoveniana cerraba con esta obra colosal sus actuaciones en el Festival de 1970, tras interpretar la Novena Sinfonía, coincidiendo con el bicentenario del nacimiento del genio de Bonn, y estrenando en España la Octava Sinfonía, de Mahler. Engavillar en el Festival estas tres gigantescas obras fue un acierto que quedará en la historia del certamen y, naturalmente, en la del primer conjunto orquestal español. Todo ello bajo la batuta magistral de Rafael Frühbeck de Burgos. Tres conciertos que fueron un auténtico regalo para el público y para el crítico, que ha seguido, dando cuenta puntual, hasta hace poco, del latido anual de este certamen, desde 1958.
Si la Novena es un canto a la Humanidad, unida en un fraternal abrazo –el crítico recuerda que su debut periodístico fue precisamente un comentario sobre esta obra-, la ‘Missa Solemnis’ es una recreación espiritual que desborda la propia concepción litúrgica o religiosa, para convertirse en una partitura apasionada, personal, en la que el autor se permite una serie de interpretaciones que le sugieren los distintos momentos de la misa. Beethoven no se puede limitar al espacio y al contexto de una música puramente eclesiástica , ni incluso puede solicitársele la unción de un Palestrina o la placidez de un Bach. Su genio interpreta y surge, de esta manera, un monumento excepcional, apasionado, violento, a veces cálido, rezo singularmente hermoso, abismal con el que el genio aborda no una música religiosa, puramente hablando, sino una música inspirada por el gran motivo religioso.
Beethoven la consideraba como una de sus obras más perfectas. Y, efectivamente, la ‘Missa Solemnis’ es un retablo de emociones, de lirismo interior, de meditaciones que se encrespan sobre una gran orquesta y órgano, cuatro solistas -a los que se une en algún momento un violín solo-, y coro, sobre el que recae en gran parte el peso de la obra. Un coro que ha de enfrentarse a las enormes dificultades técnicas, situadas al límite de las posibilidades de las voces. Aquella noche de 1970 fue el Orfeón Donostiarra el encargado de la difícil misión.
En el Kyrie, pone en jaque al coro en una marcha brillante donde las vocalizaciones , forzosamente , deforman las palabras. Es un detalle inicial de que importa más el contexto musical. El ‘Gloria’ es una de las más bellas, emocionadas y apasionantes páginas místicas escritas en todos los tiempos. La grandiosa fuga del Amén, que sigue a la enorme riqueza del metal –cobres y voces- posee una fuerza colosal.
Los episodios del Credo, a igual que en el Gloria, revelan el sentido beethoveniano de hacer de los distintos artículos del Símbolo de los Apóstoles diversas páginas, encontrándose entre sí motivos expresivos y musicales. El juicio de los vivos y de los muertos es un dramático bosquejo sinfónico en el que predominan los cobres.
En el Sanctus, los constantes diálogos entre coro, orquesta y solistas se suceden ininterrumpidamente. En un momento un violín solista –aquella noche de primero de julio de 1970, lo ejecutó Luis Antón- canta con júbilo la venida del Señor.
Y en el Agnus Dei Beethoven traza una llamada a la paz. Su apasionamiento bosqueja un mundo encontrado –paz y guerra- que podría ser el de hoy mismo. Estruendos, motivos agrios y belicosos que se van amansando con el mensaje definitivo.
Es un movimiento especialmente dramático, impetuoso, convulso a veces. Una obsesión, sin embargo, preside este final: la paz no está en los hombres, en permanente y sangrienta crisis.
Obra colosal, retablo asombroso y perfecto, imposible de encasillar, por ser creación de un genio rebelde, pero que une, a veces, una unción profunda, una meditación humanística que refleja la honda espiritualidad de Beethoven, a la que siempre es preferible acercarse, como ha sido casi siempre mi caso, desposeídos de inútiles tecnicismos, porque lo que importa en la música –y en todas las artes- es la impresión directa del oyente o el espectador.
Puede parecer insólito que esta música que impresiona de tal manera pudiese haberse escrito cuando el autor estaba abrumado por su sordera, salvo reconocer que cuando se escribe música es como si se escribiera un poema o una novela. Los sonidos están en el cerebro o, si se quiere, en el alma. Sólo que hay que ser un genio para traducirlo y que luego nos impacte de la forma que lo hacen. No los escucharía físicamente Beethoven en su estreno incompleto en 1824 en San Petersburgo, porque su versión íntegra no se programaría hasta 1830, muerto ya el autor. Un trabajo que le ocupará desde 1818 a 1823, periodo de pérdida auditiva, pero también de profunda concentración en el mensaje que el autor tenía obligación de legar a la posteridad. En estas músicas de su última etapa, de vida y de sentimientos –las mencionadas sonatas para piano y la ‘Novena sinfonía’- está su testamento y la claridad que va dando la cercanía de la muerte para descifrar el drama de la vida, con sus luces y sombras, con sus alegrías y sinsabores. El mundo de Beethoven puede ser un himno a la alegría de humanidades hermanadas, o un duelo dramático en el que la vida puede ser pisoteada por los tétricos señores de la guerra y la barbarie. Póngale paisajes actuales a estas calamidades y hasta nombres propios, si lo desean.
En fin, esta noche, otros de los capítulos de este culto al sinfonismo europeo –y por tanto universal- al que me referido inundará, como un tsunami emocional, el Palacio de Carlos V, como lo hiciera en aquellas jornadas referidas de 1970 la Orquesta y Coro Nacional de España, a la que quiero dedicar este recuerdo de quién ha dejado constancia de sus inolvidables jornadas en el Festival de Granada.
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