Ciencia sin experiencia

¿Se puede enseñar las ciencias experimentales sin experiencias? Afirmativo, se hace en España desde bastantes años atrás

Este libro surgió en apoyo de las escuelas devastadas por la II Guerra Mundial.
F. Javier Perales Palacios

31 de marzo 2015 - 01:00

Nuestro bien surtido refranero español nos proporciona frases atinadas para casi cualquier situación de nuestra vida cotidiana. Un ejemplo lo tenemos en el refrán que reza "la experiencia es la madre de la Ciencia". Su origen está en la más universal de nuestras obras literarias, El Quijote, cuando éste, dirigiéndose a Sancho, afirma: "Paréceme Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las ciencias todas". Su transformación en la versión actual deja al descubierto la relación íntima ciencia-experiencia. Esta relación podríamos tomarla en una doble acepción.

Ciencia en un sentido muy amplio, entendida como oficio. La ciencia de los artesanos, la ciencia de los mecánicos, la ciencia de los escritores. Viene a decirnos que sin enfrentarse a un oficio no podemos llegar a aprenderlo. Pura lógica. El error, el consejo o reprimenda del experto, la imitación, la perseverancia, la voluntad, el pundonor, el sentido de la responsabilidad, son todos ingredientes del camino hacia un trabajo bien hecho. Como complemento del anterior estaría el refrán que nos dice: "Nadie nace sabiendo" y que incide en el mismo requisito, las cosas se aprenden haciéndolas.

Una segunda acepción tiene que ver con la Ciencia en una versión más académica. Miguel de Cervantes fue coetáneo del insigne filósofo de la Ciencia Francis Bacon y del mismísimo Galileo. Nada nos hace pensar que ambos personajes inspiraran a nuestro ilustre escritor cuando escribió El Quijote, pero los tres coinciden en la misma idea base: las experiencias reiteradas sobre fenómenos naturales pueden implicar determinadas regularidades que nos toca descubrir y dar a conocer. Bacon rompe con la más que milenaria tradición aristotélica que trataba de explicar la naturaleza a partir de determinados principios a los que los hechos quedaban supeditados, es decir, como diríamos castizamente, "sin mancharse las manos". El Renacimiento también lo fue para la Ciencia, Bacon usando igualmente la fuerza de las ideas (aunque opuestas a las aristotélicas) y Galileo con el inicio de la experimentalidad como tamiz para filtrar la "verdad científica" revolucionan la forma de entender el método científico, aunque con algunas diferencias sustanciales entre ellos. Para el primero es preciso partir de la observación para poder diseñar el experimento que incluya, por ejemplo, la definición de variables, el control de las mismas, la toma de datos, el análisis e interpretación de los resultados, hasta llegar a la obtención de leyes que den cuenta de los fenómenos observados y, en su caso, poder elaborar teorías más generales. El segundo introduce el concepto de hipótesis como guía de la investigación. Frente al método deductivo de Aristóteles se abre camino el inductivismo o, en otra terminología, el empirismo o el positivismo.

En los siglos siguientes la rueda de la ciencia ha continuado dando vueltas y el empirismo ha sufrido fuertes embates con connotaciones filosóficas, sociológicas y hasta psicológicas de amplio calado, especialmente en el Siglo XX a partir de la obra de Karl Popper. Pero, ¿a dónde quiero ir a parar con estas disquisiciones? Solamente pretendía llamar la atención sobre uno de los males que aquejan al cómo afrontamos la enseñanza de la ciencia en nuestro país. Ya hemos llamado la atención en esta sección sobre lo poco atractivas que las carreras de ciencias se están volviendo para nuestros jóvenes (no solo españoles) y los riesgos de tal deserción. Muchas iniciativas nacionales e internacionales se están llevando a cabo para tratar de moderar esta situación pero si uno analiza las causas con honestidad intelectual, una de las más influyentes es sin duda la forma en que enseñamos la ciencia a nuestros estudiantes. La pregunta clave sería: ¿se puede enseñar las ciencias experimentales sin experiencias? La respuesta es afirmativa, es lo que se viene haciendo en España desde bastantes años atrás. Primero sucumbió la Educación Primaria, transformando lo que eran laboratorios escolares en comedores o salas de ordenadores; después lo hizo la Secundaria arrinconando el material que las instituciones educativas suministraban; y la Universidad parece el último bastión de la experimentalidad, aunque relativamente menguante. ¿Es una vuelta a la Ciencia especulativa? No debería ser el caso para el siglo XXI, pero una conjunción de factores juegan en contra de aprender ciencia con las manos aparte de con el cerebro (o mejor junto con él): planes de estudio que han marginado la Ciencia para los futuros maestros, otros que lo han hecho con la Didáctica de las Ciencias en las propias licenciaturas científicas, escaso apoyo a la formación permanente del profesorado, inseguridad física y jurídica del mismo, etc.

Si miramos hacia atrás encontramos precedentes de cómo superar situaciones tan lamentables como la que denunciamos. Así fue el caso del físico español José Estalella que a principios del Siglo XX planteaba en el singular Instituto-Escuela de Madrid una enseñanza activa con instrumentos, a veces, construidos por los propios niños. O el del libro Manual de la Unesco para la Enseñanza de las Ciencias surgido inicialmente para apoyar a las escuelas devastadas por la II Guerra Mundial.

No vamos a entrar en esta ocasión en cuáles serían los enfoques más adecuados para integrar las experiencias prácticas en el día a día de nuestras aulas, sólo nos quedaría una pregunta en el aire: ¿es que tendremos que esperar a la Tercera Guerra Mundial para enseñar Ciencia con las manos?

No hay comentarios

Ver los Comentarios

También te puede interesar

Lo último