Ecologistas
Han permanecido como la voz de la conciencia de nuestro planeta desde las postrimerías del siglo pasado
Hoy me gustaría prestar atención a un movimiento social, el ecologismo, al que nos hemos habituado a reconocer en nuestro entorno mediático durante las últimas décadas. En este país, donde somos muy dados a ejercer la simplificación del etiquetado, hablamos de sus integrantes como de los ecologistas, para algunos una especie de bichos raros que se oponen a todo proyecto que "cree empleo y riqueza", vamos, algo así como el despectivo dicho de "mosca cogo…". A esa visión caricaturesca respondía, por ejemplo, el libro El manual del ecologista coñazo que hace unos años ya publicó con un estilo zafio el periodista Alfonso Ussía. Mal vistos por la derecha engominada y retrógrada, pero también por la izquierda progre que se apuntó con fruición a la cultura del pelotazo, han permanecido como la voz de la conciencia de nuestro planeta desde las postrimerías del siglo pasado.
A pesar de compartir la raíz lingüística con la "Ecología", solo poseen en común con esta ciencia la creencia en sus bases teóricas y conceptos como la interrelación o la interdependencia y, por consiguiente, sobre los graves riesgos de alterar el equilibrio ecológico de nuestro planeta.
Tras la mengua del referente moral ejercido en nuestro país por la Iglesia, incipientemente reavivado por el Papa Francisco, nos quedan escasos ejemplos de grupos humanos con auténticos ideales y aferrados a ellos cuando lo fácil hubiera sido -especialmente en los periodos entre crisis- abrazar el capitalismo que parecía contentar y amamantar a todos. Aunque seguramente influenciado por los flujos sociales de Mayo del 68, el inicio del ecologismo activo en España estuvo ligado a los movimientos de izquierda surgidos con la transición democrática, como fue el caso de la Federación Ecologista y Pacifista, fragmentados en grupúsculos ligados a la defensa de territorios locales o provinciales. A la par vieron la luz otras organizaciones, como Adena, con unos planteamientos más institucionales y que crecieron al rebufo de la mítica y desgraciadamente truncada figura de Félix Rodríguez de la Fuente. Con una vertiente más internacionalista, Greenpeace fue también ganando adeptos en nuestro país apoyada sobre todo en acciones sorpresa y con gran impacto mediático, lo que les acaba de acarrear a algunos de sus militantes el encarcelamiento en Rusia. Con el transcurso de los años, esos grupos humanos con intereses más locales fueron integrándose en un movimiento más coordinado que ha acabado de consolidarse y que responde al nombre de Ecologistas en Acción. Por otro lado, algunas variantes de los ecologistas tuvieron la tentación de incorporarse a la política activa -caso de Andalucía o Cataluña- que, como suele suceder, acabó fagocitándolos y vaciándolos de cualquier atisbo de contenido ideológico. En esto tampoco somos homologables a otros países europeos que sí han conseguido significativas cuotas de representación y de incidencia en las políticas ambientales de sus gobiernos, sin necesidad de mimetizarse en los partidos tradicionales (caso, por ejemplo, del partido de Los Verdes en Alemania).
El resultado de todo ello ha sido un movimiento social de personas con un alto grado de diversidad: en edad, en ocupación, en poder adquisitivo, en apariencia física, en sexo… También la diversidad afecta a sus posiciones ideológicas, hallándose algunos más cerca de posturas ambientalistas, es decir, de defensa a ultranza de lo "natural" y otros con una carga más "social", buscando la transformación de las estructuras económicas y políticas que vienen permitiendo e incentivando el expolio sistemático de tierras y gentes. A pesar de ello los ecologistas se reconocen por su voluntarismo, por vivir con austeridad, por consumir productos ecológicos y de proximidad, por reciclar, por prescindir de lo accesorio, por educar a sus hijos en libertad y responsabilidad, por rechazar las marcas y la moda, por cierto desaliño indumentario, por moverse en bicicleta, por unirse a iniciativas solidarias, por reforestar, por defender su territorio, por, en definitiva, remar a contracorriente de lo socialmente bien considerado.
Resulta todavía esperanzador que esa minoría crea en lo que hace y haga lo que cree, sin dejarse llevar por el pesimismo ante la deriva moral de gobiernos, partidos, empresas o banqueros. Se sitúan en las antípodas de ese lenguaje embaucador que nos dice que para salir de la crisis hay que crecer (¿en qué?), hay que estimular el consumo, hay que crear trabajo para que se pueda gastar más, hay que atraer dinero extranjero… y que oponerse a la modernidad es un canto estéril que añora la vuelta a la época de las cavernas.
Sin sinergias explícitas, ven con simpatía el creciente consenso entre la comunidad científica sobre las evidencias del cambio climático porque avala lo que ellos vienen denunciando desde hace décadas; albergan y renuevan esperanzas ante cualquier cumbre internacional que intente poner cierto coto a los desmanes que producimos en la Naturaleza y presionan con los medios a su alcance para evitar su fracaso; combinan indignación ante el expolio natural y social con sus pequeños y cotidianos esfuerzos por amortiguar sus efectos.
Fuera de la mayoría de los circuitos mediáticos -esencialmente televisivos- más populares en nuestro país, son a pesar de ello la voz de los que no pueden hablar ni quejarse ante sus múltiples problemas: la deforestación, la contaminación del suelo, el aire y el agua, la pérdida de biodiversidad, el calentamiento global, el urbanismo salvaje, las infraestructuras innecesarias, el agotamiento de recursos, el consumismo, los envases y residuos…
Como recoge el dicho, si no existieran los ecologistas habría que inventarlos.
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