Gloria bendita de la Alacena de las Monjas
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La noche venía con frío y con vestigio de lluvia. No hay símbolo que supere al de la lluvia para saber que es otoño. Pero es una lluvia ansiada, la divisa que pincha con alfileres de agua el morrillo de la tierra reseca. Harry se presenta ante mí con careto de tristeza. Creí que venía así por la circunstancia de ser la última cita, pues la semana que viene él regresa a Irlanda. Pero su aparente indignación va por otro lado. Me dice que antes de salir de casa ha tenido una broca tremenda con Dorothy por culpa de un gato.
-Ella encontrar gato pequeño hace seis meses, ahora grande y quiere llevar a Irlanda. Yo no querer llevar gato.
-Hombre, tampoco es tan grave.
-Es que no es fácil llevar gato. Hay que comprar caja especial para meter en avión. Hay que llevar a veterinario y arreglar papeles. Unos 200 euros.
-¡Ah! ¿Es por el dinero?
-¡Nooo! Es que ella saber que yo odiar a los gatos. Esta mujer sacar de quicio.
Ante la indignación de Harry, yo proyecto en mi cara una de las mil maneras que los granadinos hemos inventado para sonreír por cortesía y le digo que se olvide de ese pequeño altercado con su esposa y que se centre en nuestro encuentro de despedida.
-Tú tener razón. Hay que olvidar. ¿A dónde ir hoy?
-¿Has cenado?
-¡No!
-Pues vamos a comer a uno de los restaurantes de más renombre en esta ciudad, uno de los clásicos: la Alacena de las Monjas.
MOTIVOS SENTIMENTALES
Le explico a Harry mientras andamos bajo un paraguas que he elegido este restaurante por dos motivos, los dos sentimentales. El primero es que tiene que ver con el mapa de mi memoria. Allí iba yo de vez en cuando a mediados de los ochenta a visitar a dos amigos como Juan Conde y Pepe Luis Padial, los creadores de este local que llegó a ser un referente culinario y cultural en una Granada que flotaba entre la memoria y la desmemoria. Juan y Pepe Luis, hombres sabios y culturalmente muy inquietos con los que daba gusto tomarse un vino, trasplantaron en esta ciudad el concepto de la 'nouvelle cousine', ese movimiento culinario basado en la creatividad y la imaginación del cocinero y en la manera de presentar los platos. Además, la Alacena era el lugar ideal de reunión de personas de ambientes culturales diversos en los que teníamos abrevadero jóvenes periodistas, promesas de la canción, pintores precoces, poetas imberbes o futuros novelistas de éxito. El aire fresco que necesitaba una ciudad apelmazada y triste que luchaba por desprenderse de un pasado apesadumbrado por los rescoldos de la dictadura franquista. Uno de los asiduos en la barra del local era Carlos Cano, que empezaba ser conocido en el mundo de la canción. Pepe Luis le contó a su gran amigo Carlos la historia de la receta del dulce de calabaza de una monja y el robo de dicha receta por otra monjita tornera y éste compuso una de las más bellas canciones de su repertorio, que le daría después fama al local. Pepe Luis era el cocinero y en su cabeza estaba el darle un aire conventual al restaurante, además de mezclar la cocina tradicional con su potente imaginación culinaria. Mientras que Juan Conde se convertía en uno de los primeros críticos gastronómicos con su apartado en el desaparecido Diario de Granada. Visitantes ilustres de la Alacena de las Monjas fueron Helmut Kohl, Felipe González, Vargas Llosa, Tierno Galván… De eso hace más de treinta años.
La segunda razón sentimental por la que elijo este restaurante es porque el jefe de cocina es mi hijo. Mi hijo se llama como yo y después de trabajar en famosos restaurantes vascos, conseguir una estrella Michelín en la Abadía de Retuerta y tras una estancia en Chile y Perú donde investigó la cocina de aquellos lugares, ha vuelto a Granada con las ganas de ser reconocido por su labor en la tierra en la que ha nacido. Todo eso se lo cuento a Harry con orgullo de padre.
-¡Oh! Ser estupendo. Yo querer probar lo que cocinar tu hijo -dice mi amigo al llegar a la placeta Suárez.
Antes de entrar al restaurante le explicó que allí, en aquella plaza, esta está embalsada parte de la historia de Granada. Allí había un gran convento franciscano, que después fue Capitanía General y ahora es la sede del Madoc. Allí hay casas que fueron viviendas de nobles granadinos y allí hay un convento de monjas. Aunque en todo aquel espacio lo que hubo fue una recoleta catedral y el lugar elegido para el casamiento de la hija menor de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. De estos vestigios la Alacena de las Monjas conserva, en su parte baja, la antigua cripta, el aljibe y los cimientos de ladrillo que dan testimonio de lo que fue. En la plaza también está la columna en recuerdo del actor Isidoro Máiquez porque aquel lugar lo concibió, en los años cuarenta, el alcalde Gallego Burín como zona donde poder representar obras teatrales.
BUEN TRATO
Al entrar en el local nos saluda una chica que se llama María y cuya sonrisa es capaz de enderezar cualquier mal momento del día. Después de tomar un par de cañas en el bar, nos invita a bajar al comedor, donde se encuentran los aljibes del siglo XV convertidos en recoletos comedores. El acondicionamiento de los aljibes (que permanecieron tapados durante muchos años) les costó a los primigenios dueños del local muchos desvelos y una obra que en tiempo fue comparada con la del Escorial. A Harry le encanta el sitio. El silencio es conventual y el sonido casi imperceptible que sale del hilo musical infiere al lugar el misterio que imprimen los siglos. Nos sentamos y nos sirve con amabilidad exquisita una camarera que se llama Virginia. Es de Irún, su novio es de Huelva y se entiende perfectamente en inglés con Harry. Tres circunstancias que permiten comprobar los efectos de la globalización y que los jóvenes de hoy están preparados para cualquier futuro incierto que le dejemos.
No pedimos la carta porque Virginia nos informa de que mi hijo nos ha preparado la cena a base de carpacho al solomillo de ternera relleno de foie, unas originales berenjenas con miel y pulpo ahumado a la brasa. Harry lo engulle todo con respeto de monje en refectorio ajeno. En cada bocado sonríe y lanza un 'hum' relamido que demuestra su satisfacción por las viandas que nos ponen. Mientras él come le cuento que después de casi quince años de ser un referente culinario, la Alacena de las Monjas estuvo cerrado y desde hace un par de años unos empresarios granadinos están dispuestos a que el local vuelva a ser esa 'gloria bendita' que cantaba Carlos Cano.
Después de comer viene a saludarnos mi hijo. Harry le da la enhorabuena porque dice que ha comido de maravilla. Mi hijo le contesta que el trabajo de los cocineros se hace duro por el infernal calor de la cocina, el apuro del reloj o el estrés de la perfección, pero que se sienten recompensados cuando un comensal le felicita porque ha comido bien. Harry abraza a mi hijo y le desea toda la suerte del mundo.
Son casi las doce cuando salimos del restaurante. La lluvia ha cesado y se impone la despedida. El trayecto hacia el aparcamiento lo hacemos en silencio. Ahora nos queda asimilar que se han acabado nuestros paseos por Granada.
-Tú venir por Irlanda, por favor. Yo enseñar Limerick- me dice al darme un abrazo.
-Eso está hecho Harry -le digo en el tono que impone esa costumbre verbal que tenemos los humanos de fijar citas a las que sabemos que nunca vamos a acudir.
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