Guillermo Vázquez Mata, el fonendo de África

pasado con presente incluido

Al jubilarse se dedicó en cuerpo y alma a la cooperación. Lleva más de 20 años curando de manera altruista a personas en todos los países africanos que carecen de cobertura sanitaria

En 2015 recibió con la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios el Premio Princesa de Asturias

Guillermo Vázquez Mata, en una foto actual. / G. H.
Andrés Cárdenas

11 de noviembre 2018 - 02:34

En la atalaya de los años, cumplida ya su misión de médico en el servicio público de salud, este hombre con el que voy a hablar de un momento a otro sigue yendo a los países africanos a curar a personas y a poner sus conocimientos al servicio de los desgraciados que no tienen una consulta ni a cien kilómetros a la redonda, aquellos que se mueren irremediablemente porque no hay un médico cerca que los pueda atender.

Este hombre tiene un concepto muy elevado de la solidaridad y el compromiso con los más necesitados. Una noche fuimos invitados a una cena institucional y al ver que no probaba bocado le pregunté si es que no le gustaba la comida. "No, es que acabo de venir de Camerún, donde hay niños que se mueren porque no tienen un pedazo de pan que llevarse a la boca, este mismo pan que nosotros tiramos a la basura", me dijo enseñándome el bollo que nos habían puesto.

Vázquez Mata impone respeto cuando se le escucha hablar de sus experiencias en África

Él se siente incómodo en sitios decididamente cómodos en los que domina la abundancia, precisamente porque sabe muy bien lo que es una carencia. Este hombre se llama Guillermo Vázquez Mata y ha sido durante muchos años el jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Virgen de las Nieves. Aunque ya era cooperante, después de jubilarse se implicó plenamente en el campo del voluntariado: ha estado curando gente en países asolados por la guerra y todavía recorre selvas en busca de enfermos a los que atender.

Participó activamente en la reapertura del hospital de Liberia, que se había cerrado tras la epidemia del ébola, y hace un par años viajó hasta Oviedo con miembros de la orden de San Juan de Dios para recibir el Premio Princesa de Asturias de la Concordia. Es catedrático de Medicina de la Universidad de Granada y de la Universidad Autónoma de Barcelona. También ha puesto su experiencia al servicio de la Cruz Roja, institución con la que ha colaborado desplazándose a localidades o países que han sufrido algún tipo de tragedias. Y por si fuera poca su labor desinteresada hacia los que sufren algún tipo de enfermedad en aquellos lugares dejados de la mano de Dios, ha puesto en marcha programas para luchar contra la malaria en varios países africanos.

Es asesor en materia de cooperación de la Organización Médica Colegial y el Colegio de Médicos de Granada lo ha nombrado colegiado de honor. Guillermo Vázquez está convencido de que esta desigualdad sanitaria entre países ricos y pobres no se podrá aminorar hasta que no haya facultades de Medicina en África que formen a médicos nativos. Y en eso está ahora. Está casado, tiene nueve hijos y catorce nietos que admiran lo que hace su abuelo.

EL NIÑO ABANDONADO

Cuando Guillermo describe el vértigo primordial de las aldeas que recorre para curar a un enfermo o el laberinto de selva al que se tiene que acercar, logra sistemáticamente lo más efectivo: hacer que su historia nos conmueva y ponga en nuestra alma un punto de mala conciencia por permitir esas injusticias. Como cuando cuenta el episodio de aquel niño abandonado en un árbol en Tanzania.

-Estaba la guerra de Burundi y yo había ido allí con la Cruz Roja. En uno de esos desplazamientos masivos de personas huyendo de los focos conflictivos, vimos a la entrada de un campamento de refugiados a un niño de unos tres o cuatro años en cuclillas, al lado de un árbol y liado en un manta. Estaba en silencio, con la cabecita apoyada en el tronco. Pensamos que en la marabunta se había perdido o lo habían dejado allí. Daba una sensación tremenda de soledad y desamparo. Cuando regresamos al campamento por la noche ya no estaba. No lo volvimos a ver más. Antes de desaparecer, le hice una foto y cada vez que la veo me explico por qué sigo ligado a África.

Este senescente de genuina calidez y manifiesto encanto de persona ilustrada, impone el respeto a quien lo oye hablar de sus experiencias como médico cooperante en países africanos. Tiene aspecto de fraile sobrio que odia los oropeles y las puestas en escena. Su voz es dulce y cálida; y su mirada, serena y tranquila, tiene esa pizca de tristeza del que ha visto muchas desgracias.

-He estado en consultorios, por llamarlos de alguna manera, en los que, tres enfermeros africanos y yo, hemos atendido a 400 y 500 enfermos diarios. Gente con malaria, anemias, neumonías, diarreas... enfermedades de todo. He visto a mujeres que no se han puesto zapatos en su vida y a muchos niños morir desnutridos. Allí no se hacen analíticas, ni pruebas, ni hay escáner... la medicina se practica a pelo y tratamos de curar a ojo de buen cubero. Acabamos hechos trizas después de estar trece y catorce horas seguidas viendo enfermos. Es agotador. ¿Sabes lo que he aprendido? A no quejarme.

Pero es que, además, Guillermo es de los que arriesga su propia vida, como cuando fue al Hospital Saint Joseph de Liberia, centro que se había cerrado como consecuencia de la epidemia de ébola tras morir casi todo el personal sanitario del mismo. La orden hospitalaria de San Juan de Dios le pidió que les ayudara a reorganizar el centro y allí se fue. Él consiguió con los hermanos de la orden la reapertura del hospital.

-Es que la gente enferma no tenía donde ir. Todo el mundo hablaba del ébola, pero por cada persona que fallecía por ese virus morían quince o veinte de otras enfermedades. La población era muy vulnerable. Así que había que abrir el hospital como fuera. Trabajamos mucho y al final se consiguió. Para mí tiene una carga emocional fuerte eso de vivir una epidemia dentro de un hospital y lograr que funcione de nuevo. Te impacta bastante. Una de las cosas que me hizo casi llorar fue ver nacer el primer niño en aquel hospital después de su reapertura.

MEDICINA POR CASUALIDAD

Guillermo Vázquez Mata nació en el año 1944 en Barcelona. Su padre acababa de salir del campo de concentración en el que había sido confinado por pertenecer al ejército republicano. Me cuenta que en su familia, como en tantas otras, se dio la dualidad de ideologías porque un tío suyo era de la burguesía catalana y había pertenecido al bando nacional.

-Mi infancia la recuerdo un tanto gris y triste, no porque no me divirtiera de niño, sino porque veía el ambiente ensombrecido por la miseria y la desgracia. Recuerdo mucho los silencios en mi casa, los enormes silencios, porque no se podía hablar de la guerra o de lo que había pasado. Eran tiempos de muchos miedos en los que la gente prefería callar.

Guillermo me cuenta que se hizo médico por casualidad.

-Yo estaba muy indeciso, no sabía qué carrera elegir. Mi padre quería que me matriculara en Ingeniería. Y le dije que sí. Pero iba para matricularme en esa carrera cuando el tranvía se paró enfrente de la Facultad de Medicina, que estaba en la misma calle. Me bajé y me matriculé allí. No sé, fue un impulso. A veces la historia de cada persona se escribe con casualidades, y esa fue una.

Me confiesa que al principio la carrera no le gustó y que en los primeros cursos suspendió muchas asignaturas. Hasta que llegó el tercer curso y comenzó a apasionarse por curar a la gente.

-Apenas iba por clase. A mí me interesaba estar en el hospital, aprendiendo a pie de cama. Con grandes hombres de la Medicina como Ciril Rozman, Pedro Pons o el doctor Ferreras, cuyos libros eran de obligada lectura en las facultades de Medicina. Eminencias con las que tuve al alcance el conocimiento práctico de la Medicina. ¿Sabes? En el examen de licenciatura saqué un cinco pelado, mientras todos mis compañeros habían sacado un sobresaliente. Como no había ido a clase, me pusieron esa nota. Pero a mí no me importó en absoluto porque había aprendido Medicina con buenos médicos.

Fue uno de esos grandes hombre de la Medicina que él cita, Ciril Rozman, quién lo llamó cuando terminó la carrera para poner en marcha el servicio de urgencias del hospital de la Santa Cruz y San Pablo, que era de los llamados de caridad y que había que modernizarlo. Pasó algún tiempo en Francia y Estados Unidos, de donde regresó en el 72 para trabajar en Santander.

-De allí volví al Hospital de San Pablo, pero ya en Cuidados Intensivos. Fue entonces cuando salieron las oposiciones para la cátedra de Medicina Intensiva. Las aprobé y había dos plazas, una en Burgos y otra en Granada. Yo estaba ya casado con Ana y decidimos venir a Granada, pero solo para estar un par de meses. ¡Y, fíjate, los dos meses se han convertido en más de cuarenta años! Recuerdo que vivimos en un piso muy humilde de la calle Almona de San Juan de Dios, en un bloque en el que todos los pisos estaban alquilados a estudiantes que metían mucho jaleo por las noches y que apenas nos dejaban dormir. Claro que luego nos vengamos porque nuestro primer hijo nos salió muy llorón. En todo el día no paraba de llorar. Desde entonces los que no dormían eran los estudiantes, ja, ja, ja.

EL CAMIÓN DE MUDANZAS

Guillermo ha pasado gran parte de su carrera médica en la Unidad de Cuidados Intensivos de Hospital Virgen de las Nieves, donde uno de los episodios para recordar es el día en que iban a hacer obras en el centro y los enfermos tuvieron que ser trasladados a Traumatología.

-Era época de muchas carencias y tuvimos que hacer el traslado en un camión de mudanzas. Nos ayudó la base aérea de Armilla que puso a nuestra disposición helicópteros para trasladar los enfermos más graves a Madrid. En esta mudanza fue importante la labor del doctor Mérida. Después, el servicio se modernizó mucho, había hombres claves como Alfredo de Federico o Anastasio Camacho, el primer médico español que publicó en Nature. Elaboramos un protocolo de muerte cerebral con nuevas técnicas que significó un antes y un después en la medicina intensiva. Nuestro servicio se convirtió en un referente a nivel europeo.

Después de su etapa en el Virgen de las Nieves, Guillermo volvió a trabajar en su querido hospital de San Pablo, donde aportó la experiencia que había adquirido en Granada. "Eso fue en el 2000 y ya por aquella fecha te recordaban constantemente que tenías que hablar en catalán". Ese ambiente social ya enrarecido fue, probablemente, una de las causas por las que decidió volver a Granada, donde trabajó en la Fundación Iavante hasta que se jubiló y decidió dedicarse a recorrer países en los que hicieran falta sus conocimientos médicos. ¿Por qué desperdiciar esa experiencia?

-En esto de la cooperación también entré por casualidad. Estando en el San Pablo nos enteramos de que un sacerdote, familiar de un médico de allí, había enfermado en Chad y necesitaba ayuda médica. Yo me ofrecí a ir a verlo. Recuerdo cómo llegué allí y cuando me dejó el autobús en una selva, con muchos jóvenes indígenas con arcos y flechas a mi alrededor. Hasta que llegaron en un Land Rover a buscarme. En aquel viaje vi tanta necesidad de atención que aquello me cambió la vida. En El Chad había una guerra civil y una grave epidemia de meningitis. Cuando regresé a España me apunté a la Cruz Roja Internacional. Desde entonces he estado en Camerún, El Chad, Liberia, Ghana, Etiopía, Tanzania... En fin, donde hay una tragedia que atender.

Después de tantos años de cooperante y de haber visto tanta tragedia, dice que sigue viendo la situación con algo de desesperanza.

-Siempre se habla de invertir en la investigación de grandes enfermedades, pero casi nunca de atender a países con deficientes estructuras sanitarias. En muchos países de África las labores sanitarias las llevan las órdenes religiosas. Si no fuera por ellas apenas habría cobertura médica. Por eso creo fundamental fomentar la formación de médicos nativos y abrir facultades a donde podamos ir a enseñar además de a curar.

-Te estás buscando la canonización, Guillermo -le digo al terminar nuestra charla-.

-No, por Dios. Solo te digo que estaré haciendo esto hasta que pueda.

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