Manuel Ruiz, donante de tiempo
Pasado con presente incluido
Conocido como el artista del granadinismo, ha expuesto en numerosos países de todo el mundo
Es uno de los fundadores de la pinacoteca de Zarzuela del Monte, donde tiene dedicada una calle
Lamenta ser más conocido fuera que en la ciudad que le vio nacer
Granada/A ver. La persona que va a salir hoy en esta serie es un pintor que cuando era chico le quitaba al gato manojos de pelos para hacer sus pinceles. Un día, cuando oyó a su madre decirle a su padre que al gato había que sacrificarlo porque tenía grandes rodales sin pelo y creía que tenía sarna o algo parecido, tuvo que confesar ante sus progenitores que él era el causante de la supuesta enfermedad del gato. También machacaba la cebada que se utilizaba para el café de malta y le echaba agua para lograr un líquido con el que pintar. Me cuenta que su color preferido es el morado porque cuando era chico cogía las moras y las despachurraba para pintar con el jugo resultante. "He pintado hasta con yodo", me dice Manuel Ruiz Ruiz, pues este es el nombre de la persona de la que les voy a hablar.
El pintor Manuel Ruiz, después de una segunda lesión de rodilla, ya no anda como las cabras por las cumbres de Sierra Nevada, ni puede marcarse unos pasos de baile a menos que la prótesis de rodilla que le van a implantar dentro de poco sea del modelo 'fred astaire', ni puede siquiera andar al compás de su mujer María Angustias. Después del aviso óseo, Manuel se ha dado a ir despacio por la vida, se ha incorporado a la ruta cardiaca del Zaidín entre jubilados que van a cambiar lotería a la administración de la calle Palencia, amas de casa que salen y entran en Merca 80 y parroquianos que están a la espera de que abran El gran kiki o La almeja traviesa. El artista es ese señor que avanza despacio apoyándose en su muleta de aluminio, con su perilla caneada, debajo de su eterno sombrero de fieltro y con su mirada con destellos morados.
Más que nada, Manuel Ruiz es una persona muy locuaz, un sacamuelas entrañable, otro loco con el cerebro poblado de historias a las que él le saca los colores. Coleccionista de amigos y donante de tiempo, es una de las personas que más sabe sobre la Alhambra, porque la ha pintado hasta en sueños. Además, pinta en cualquier superficie que se precie: piedras, botellas, abanicos, conchas… "He pintado hasta en las radiografías de mis rodillas y una vez me hicieron un electrocardiograma y pinté la Alhambra y Las Meninas en la tira de papel en donde estaban los resultados. Aproveché la gráfica de la frecuencia cardíaca para hacer las torres del monumento".
Manuel Ruiz es de ese tipo de granadinos que hacen que una ciudad sea tal como es: la esencia de un paisanaje que podría vivir en otro sitio pero que no lo hace porque no le da la gana. Si metes en un ensayo de laboratorio una parte de amabilidad, otra de sentido del humor y otra de malafollá granadina, sale Manuel Ruiz.
Cita tabernaria
La cita es una taberna del Zaidín, el barrio en el que vivimos ambos y por el que deambulamos a menudo. Manuel conoce al camarero y cuando nos dice qué vamos a tomar, mi acompañante me pregunta cuánto vamos a tardar en la entrevista.
–Una hora más o menos -le contesto.
Manuel se dirige al camarero y le dice:
–Pues ponnos una hora de vino.
Así de cachondo suele ser Manuel Ruiz. Cuando el camarero, que ya sabe de su acentuado sentido del humor nos sirve la copa, Manuel le pregunta qué clase de vino es. Le responde que Ribera del Duero. Entonces Manuel vuelve a la carga y con rostro circunspecto le pregunta:
–¿Pero de la parte derecha o de la izquierda? Es que este año me han dicho que los de la ribera de la izquierda está mejor.
El camarero en un principio no sabe si Manuel va en serio, pero al verme a mí sonreír sospecha que se trata de otra de sus bromas. Entonces va y nos pone la tapa: dos hermosas lonchas de jamón y dos gruesos triángulos de queso.
–¿Ves?, estos son los momentos que hay que aprovechar en la vida. Un vaso de un buen vino con una buena tapa y un buen amigo -dice el entrevistado.
Pero a Manuel no le hace falta el vino para encontrar un tema de conversación.
–Nací en la calle Melchor Almagro y soy de la cosecha del 49. En mi casa éramos cuatro hermanos. El palo que nos dio la vida por aquellos años es la muerte de una hermana con tres años. Desde entonces mi padre nos hacía subir todos los domingos al cementerio a rezar por mi hermana. Mi padre, una persona muy abierta y graciosa, trabajaba de contable en una fábrica de aceite. Recuerdo que mis hermanos y yo jugábamos al escondite por el cementerio mientras mis padres rezaban. Ellos no nos decían nada porque de alguna manera comprendían que ése era el contraste entre la vida y la muerte. A lo niños de antes no se les escondía de la muerte, así podíamos comprender que era una cosa natural. No como ahora, que no se les habla de ella para no traumatizarlos. ¿Sabes lo que decía mi padre para que comprendiéramos que no vale la pena atesorar muchos bienes en esta tierra? Que nunca había visto en un entierro un camión de mudanzas.
Manuel entró en el Colegio Los Maristas, del que guarda un buen recuerdo. Me cuenta que de pequeño le enseñaron el sentido de compartir y que por eso se apuntó para ir a la Hermanita de los Pobres a repartir la comida entre los indigentes. De aquella experiencia recuerda el castigo que sufrió por parte de una monja porque comprobó que Manuel se excedía en el reparto del vino.
–Dijo que yo estaba alcoholizando a los pobres, Y es que yo, cuando se iba la monja, los pobres daban con el vaso golpes en la mesa para que les echara más vino. Y yo se lo echaba. Me llamaban Marcelino pan y vino, jajajaja.
En Los Maristas hizo hasta cuarto de Bachiller y después estudió por libre en el Instituto Padre Suárez. Hasta que le llegó la hora de elegir una carrera e hizo Magisterio en La Normal. Después comenzará un largo periplo por escuelas varias. Estuvo en un colegio privado del Zaidín, en Cenes de la Vega, en Deifontes, en Almanjáyar y en el Colegio Gómez Moreno, donde estuvo cinco años.
Primeras exposiciones
Manuel Ruiz tiene un almacén de recuerdos donde guarda todo aquello que le hace reafirmarse en que el sistema educativo de sus tiempos era mejor que el de ahora. Un sistema que permitía que los alumnos ejercitaran la memoria, que tuvieran buena caligrafía y mejor ortografía.
–Hoy no se contempla nada de eso. A los diez años a mí me hacían leer El Quijote. Y no solo aprendíamos palabras, sino que hacía que volara nuestra imaginación. Yo pintaba leyendo El Quijote. Nos enseñaban, por ejemplo, que aprendiéramos de memoria todos los pueblos más importantes de España por provincias. Todo eso me ha servido mucho después, por lo menos para tener más cultura.
Una de las etapas más felices de su vida, me dice, fue cuando estuvo dando clases a los adultos por las cortijadas de Montefrío.
–En aquel tiempo me sentí muy útil. Tú no sabes lo que significaba para mí que una mujer me dijera, don Manuel enséñeme usted a escribir para que no tenga que firmar con el dedo. La satisfacción de ver leer a una persona que antes no sabía es muy grande. En esas cortijadas a las que iba con mi Seat 127 vi la necesidad de muchas familias por sobrevivir. Y eso me marcó mucho. Un día ayudé con mi coche a buscar una cabra que se le había perdido a un cortijero. Y otro día, a las diez de la noche, cuando volvía de una clase se me cayó un mulo en lo alto del coche. Fue tremendo el susto. Pero lo gracioso es que cuando la delegada de Educación me llamó por teléfono para preocuparse lo que me había pasado, me dijo que se había enterado de que se me había caído encima un muro. Le tuve que explicar varias veces que no fue un muro, sino un mulo. Jajajajaja. A mí no me pasó nada. El coche se aboyó, pero el pobre animal se rompió una pata.
Tras su paso por las cortijadas se matriculó en Filosofía y Letras, donde conoce a profesores tan admirados como Jesús Bermúdez y José Manuel Pita Andrade. Es este último el que le llamó la atención ver sus exámenes siempre pintados con algún motivo arquitectónico.
–No es por darme mérito, pero yo dibujaba muy bien. Recuerdo que en clase de dibujo competí con otro alumno por una matrícula de honor. Nos pusieron como ejercicio dibujar una cabeza de caballo. Al final la matrícula de honor se la dieron al otro y yo, un tanto desilusionado, me tiré todo ese verano pintando caballos desde todos los ángulos. Convertí mi fracaso en un reto. A Pita Andrade le entusiasmó unos dibujos que yo hice sobre poemas de García Lorca y me propuso que, con motivo del cuarenta aniversario de su muerte, preparara una exposición. Y la monté en la Facultad de Ciencias. Eso fue en 1976, el año de mi boda con María Angustias. Me casé en Santa María de la Alhambra, como era de esperar.
A raíz de esa exposición en la Facultad de Ciencias, Manuel Ruiz inicia una serie de muestras por España y por varios países como Francia, Italia, Polonia, México, Brasil, Alemania, Estados Unidos, Turquía… Sus obras han estado en más de 350 exposiciones, tanto individuales como colectivas. Por sus actividades artísticas y didácticas fue nombrado colaborador de diversos museos nacionales y extranjeros, como el Museo Provincial de Artes de Granada. Además, por ese tiempo ingresa en la Asociación Española de Críticos de Artes y desde ese tiempo colabora en diversas publicaciones de arte. Y de lo que se siente orgulloso es de haber participado en el gran Diccionario de Pintores y Escultores del siglo XX, una obra de 17 volúmenes.
Aunque él siente que su labor es más valorada en el extranjero. Pertenece a la Sociedad de Bellas Artes de Béziers y es miembro de la Academia Internacional de Lutéce-París. Tiene varias medallas de plata en Francia y por su labor artística en Italia fue nombrado miembro de honor de la Sociedad Artística Erbese, la más antigua e importante de allí. Recientemente ha expuesto en Cuba.
Llevamos casi tres cuartos de hora de vino cuando me cuenta la labor que realizó en el Gabinete Pedagógico de Bellas Artes de la Junta de Andalucía, donde ha estado de coordinador desde 1988 hasta su jubilación. Me dice que en ese tiempo se llevaron a cabo iniciativas que luego han tenido un calado pedagógico importante, como cuando se hizo un programa de pintura mural en los colegios o cuando se metía en la cárcel para enseñar a pintar a los presos. También me informa de que es uno de los fundadores de la Pinacoteca de Arte Contemporáneo de Zarzuela del Monte, en Segovia, donde existe una calle dedicada a él. Eso me lleva a preguntarle si no se siente un poco frustrado por no ser profeta en su tierra.
-Eso es algo que no puedo llegar a comprender. Evidentemente soy más conocido fuera que dentro. Granada es una ciudad estupenda, pero hay mucha mala leche. Basta con que seas reconocido por ahí para que aquí te ignoren. Pero bueno, a estas alturas de mi vida ya no me sorprende casi nada y a todo se acostumbra uno. Ahora solo aspiro a tener amigos, a los que voy a donar toda mi obra. Así se lo tengo dicho a mi mujer.
–Pues cuenta conmigo, jejeje.
–Por lo pronto mira lo que te han traído los Reyes –me dice cuando me da una cajita de lápices Alpino y un lápiz que lleva impresa la tabla de multiplicar.
Y entonces yo me levanto y, emocionado porque es el único regalo que me han traído los Reyes, le doy un abrazo. Justo en el momento en que se acaba la hora de vino.
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