Miguel Ruiz, el arte como destino
Pasado con presente incluido
Ceramista y escultor, sus obras están repartidas por museos e instituciones de todo el mundo
Ha rescatado la técnica de la loza dorada, que ya practicaban los alfareros persas hace cinco siglos
Es autor de la escultura que homenajea a la afición del Granada Club de Fútbol
Miguel Ruiz Jiménez se ha convertido en un septuagenario mínimo y cortés, siempre apacible y efusivo cuando habla de arte, que descree de parafernalias artísticas y que piensa que no hay que pasar por la Universidad para ser un creador. Es un hombre pequeño que piensa a lo grande, que cruza todas las líneas que separan las tareas artísticas y siempre está en el punto de partida. Como el curioso caso de Benjamin Button, conforme va cumpliendo años, la naturaleza le va otorgando una especie de paulatino rejuvenecimiento con ilusiones muy parecidas a los sueños juveniles de los que empiezan. Y si acaso le teme a la muerte, es por dejar de hacer aquello que le gusta. “Mientras tenga proyectos, no moriré”, me dice. Su vehemencia, su rigor en el análisis de una situación, la defensa ardorosa de sus convicciones, le ha hecho un artista que no se pliega a los dictados del caprichoso de turno o a esos políticos que se les llena la boca de cultura cuando la abren para deglutir un canapé. Se siente un tanto maltratado por la incomprensión ajena de aquellos que no entienden su arte y por los que creen que aquello que él hace no tiene más mérito que los botijos y los lebrillos que hacían los alfareros de antaño. Aunque es un hombre de risa fácil y con esa aureola de hombre satisfecho consigo mismo, a veces es atacado por esa tristeza visceral del artista incomprendido, inculcada por ciertos personajes de una sociedad que neutraliza el éxito ajeno con el furtivo ninguneo y si, acaso, con el desprecio y el olvido. Él está convencido de que si su obra, en vez de exponerse en un pueblo pequeño se mostrara en un lugar que supiera apreciar el arte y el esfuerzo, estaría más reconocido. Pero se queja para sus adentros y ante todo quiere dar a entender que es un hombre que consigue ser feliz con lo que hace, que trabaja siempre y no encuentra nada que le apasione más. No es una cuestión de disciplina o de dinero, es por puro placer. A veces, durante la conversación que mantenemos, parece empeñado en justificar una modestia aldeana que en ningún caso se corresponde con la universalidad de su obra. Ceramista, experto en loza dorada, escultor, alquimista… todo lo que sabe lo ha conseguido a base de dedicación y esfuerzo.
Nació en Otura
El encuentro es en el taller que tiene el artista en Jun, en la calle Álvarez Quintero, una tarde que ofrece un crespúsculo dorado de mural a punto de ser esmaltado. Viéndolo así, sentado en una silla giratoria de su taller, de aspecto un poco desaliñado, es difícil identificar a Miguel Ruiz con ese hombre que ha hecho esculturas tan inmensas y obras de cerámica en las que él cabe dentro. Por lo que sé sobre él, es un artista autodidacta y polifacético que lo mismo te hace una estatua de diez metros de alta que un gigantesco mural de cerámica. Miguel Ruiz nació en 1949, el año en el que nacieron Joaquín Sabina, Meryl Streep y Haruki Murakami. Su primera cuna la tuvo en Otura, donde están sus primeras evocaciones infantiles.
–Tengo dos recuerdos grabados en mi mente de mi infancia en el pueblo en el que nací. Uno es el olor a tierra mojada y otro la visión de las canteras de arcilla que allí había, esa arcilla de color bermellón que producía unos paisajes casi lunares. Fue allí donde empecé a tratar el barro porque mi padre tenía una alfarería. En el pilón se echaba la tierra seca hasta que se convertía un barro líquido que se echaba a la charca. Allí se decantaba y se le quitaba el agua sobrante. Mi padre me enseñó a manejar el torno y modelar la arcilla.
A los siete años la familia de Miguel se traslada a Jun, donde el padre monta una cerámica de vidriado. Tenía diez años nuestro artista cuando comienza a fundir esmaltes y a conocer los materiales que luego le harían cumplir sus sueños. Me cuenta Miguel que pasó muchos años de su adolescencia y juventud cumpliendo el mismo horario.
–Me levantaba a las cuatro o las cinco de la mañana para ayudarle a mi padre. De cuatro a seis de la tarde me iba a aprender repujados a los talleres de los hermanos Moreno, Miguel y Rafael. A las seis me iba echando mixtos a la Escuela de Artes y Oficios y de ocho de la tarde a once de la noche iba al Padre Suárez porque quería sacarme el bachiller. Así durante varios años. En la Escuela de Artes y Oficios tenía como profesores a Jesús García Ligero, a López Burgos, a Juan Corredor… De todos ellos aprendí lo que me convenía para mi trabajo.
Cuando habla Miguel, su voz potente está reñida con un acento pueblerino que tira al ceceo. Sus ojos morunos son de los que están acostumbrado a mirar al frente. Sus manos, acostumbradas al pincel y al mazo, las mueve con cierta anarquía cuando habla y las utiliza mucho, ora para reafirmar una teoría ora para mesarse su canosa barba. Miguel me dice que tiene cierta inquietud por esta entrevista. Le tiene cierto miedo a los malentendidos y que sus palabras sean malinterpretadas. Yo trato de tranquilizarle en la medida en que puedo. Por lo pronto quiere transmitirme su querencia con lo que hace, su satisfacción con su trabajo y su pasión por el arte.
–Es que hay gente que piensa que ser ceramista es hacer cántaros o platos, que no aprecia el arte de la cerámica y que lo considera un arte menor. Hay un desconocimiento sobre este tema. La cerámica la debe mucho a Picasso porque a partir de que él dedicara parte de su tiempo a este arte, estuvo más reconocida. Hay países que sí saben apreciarla, como por ejemplo Holanda. En La Haya estuve dando charlas sobre el tratamiento del barro y su aplicación a la creación y comprobé que a la gente le interesaba lo que hablaba.
La loza dorada
Antes de irse a la mili Miguel ya tenía su propio taller, que él mismo construyó en unas cochineras de Jun. La historia a veces es caprichosa con los creadores y no sabemos cómo lo tratará a él, pero los tiros van porque Miguel haya recuperado la llamada loza dorada, una cerámica tratada a base de reflejos con una técnica que fue introducida en la península ibérica por alfareros persas y que data de los siglos X al XV. Fue exportada a todo el mundo árabe y cristiano a finales del medioevo. A Miguel se le ocurrió rescatar esta técnica contemplando el jarrón de las gacelas que hay en el museo de la Alhambra. “Esto quiero hacerlo yo”, le dijo a un amigo que iba con él. El amigo le dijo que estaba loco, pero él siguió con su locura y reprodujo los seis jarrones que están repartidos por San Petesburgo, Palermo, Madrid, Estocolmo, Washington y Granada.
–A veces necesitas que te pinchen para tratar de superarte. Durante años he observado los materiales y cómo se comportan los elementos con ellos. Estuve mucho tiempo investigando está técnica que nadie ante la había utilizado excepto los persas y los árabes del medioevo. Y lo conseguí. Gracias a que sé el comportamiento de muchos materiales puedo decir que trabajar la cerámica es más difícil que hacer, por ejemplo, una escultura de bronce, donde gran parte la hacen los vaciados que se realizan en talleres especializados.
El año 1987 fue clave para él porque sus obras se expondrían en Miami.
–Conocí a la marquesa Eunice Suárez Chirino de Sala que se interesó mucho por lo que yo hacía. Se convirtió en una especie de mecenas e hizo que expusiera en Coral Gable, cerca de Miami, donde hay una obra mía en el hotel Hyatt. Tuvieron mucho éxito mis piezas. Gracias a eso luego Granada se pudo hermanar con Coral Gable y yo hacer la escultura que simbolizaría ese hermanamiento. Podía haber seguido por aquel camino de las Américas, pero la marquesa tuvo un accidente de tráfico y se mató.
En 1988 se le concedió el gran premio internacional de escultura de la Côte des Arts en Francia. Su exposición monográfica sobre los Jarrones de la Alhambra fue acogida por la sede central de la Unesco en París y en 1992, coincidiendo con la Exposición Universal, a Miguel se le encarga que recubra de piezas de cerámica la torre del pabellón de Andalucía.
–Los responsables del pabellón me preguntaron si yo sería capaz de hacerlo porque ya habían preguntado en varios sitios y nadie en España se había comprometido. Se quedaron sorprendidos porque yo le dije con toda la tranquilidad del mundo que sí, que no había problema. Hice cuatro mil quinientas piezas sobre sesenta modelos distintos. Se exigía un esmalte petrificado perfectamente liso. Fue un trabajo difícil, pero al final gustó mucho y me felicitaron por ello.
En 1999 es contratado por el hijo menor del rey Fahd de Arabia Saudí para que le amueble artísticamente un palacio que es una réplica de la Alhambra y un año más tarde fue elegido junto con Julio Romero de Torres, Picasso y Velázquez para representar en Japón el arte andaluz de todos los tiempos.
Los retos
Conforme avanza nuestra conversación me doy cuenta de que es un hombre al que le gustan los retos. De los que le preguntas si es capaz de recubrir de gres la muralla china y responde de qué color quieres que sea el gres. En su haber tiene el haber sido el autor de la escultura de cerámica más grande que existe. Se llama Hombre Arco, de diez metros de alto por doce de ancho y con 30 toneladas de peso. Es un artista de obras grandiosas, interesantes y comprometidas. En su haber de creador está también ese Pabellón de Artes Escénicas que pone a Jun en el mapa. Un lugar único que está dedicado a la exposición permanente de sus obras, donde está la colección de La Loza Dorada, las reproducciones a tamaño real de los Vasos de la Alhambra y la mega escultura del Hombre Arco de la que hablaba antes. Le pregunto si no se siente cansado de experimentar tanto con los materiales y me responde que en absoluto, que a veces tiene la sensación de que está empezando ahora. Me dice que habla con los materiales que utiliza para sus creaciones y, como el alquimista de Paulo Coelho, parece recorrer los caminos de arte siempre en busca de su leyenda personal. Dice que alguna vez le han tratado de loco o de rebelde, pero bendita rebeldía si le lleva a expresar lo que siente.
–A mí me da igual como me llamen. Me limito a lo mío y ya está. Un creador descansa solo cuando muere. Incluso cuando está durmiendo está trabajando porque su mente sueña con obras que tiene que hacer. Yo a veces me da rabia pensar que no voy a vivir tanto como para hacer todos los proyectos que tengo en mente. Y eso me crea cierta ansiedad.
A medida que habla me doy cuenta de que Miguel hubiera encajado como un guante en la época del Renacimiento. Parece no ser ajeno a ningún arte creativo y hasta se ha atrevido con la literatura con la publicación del libro ‘La epopeya del barro’ en el que expone sus conocimientos sobre este material. Muchas de sus obras escultóricas están en rotondas de ciudades importantes y en las cercanías del campo de fútbol de Los Cármenes se levanta la que hizo en homenaje a la afición granadina.
Está decayendo la tarde cuando nuestra conversación se hace más personal. Llega el momento de las confesiones. Me dice que gran parte de su sueño no habría podido alcanzarlo si no hubiera sido por Ana, su esposa, que siente la misma emoción que él ante los retos. Lo corrobora su hija Noelia, que está cerca de nosotros y que se ocupa de la gestión del Palacio de las Artes. “Mi madre es igual que él”, dice la hija con una beatífica sonrisa. El ambiente adquiere un aire crepuscular, cercano y sencillo. Ante mí, pienso, hay un hombre que tiene una vida rica en sueños y valores.
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