Pillos, excéntricos y singulares (I)
Historias de Granada
Granada cuenta con una amplia nómina de personajes populares que han conformado la intrahistoria de la ciudad
Chorrojumo, el Sargento Colomera y el Diamante Rubio dan para un estudio sociológico sobre las épocas en las que les tocó vivir
Las veces que hago de guía de La Alhambra cuando me visita algún familiar o amigo, les hablo de que hubo un tiempo, a finales del siglo XIX y antes de que llegaran en masa los turistas, en el que en el recinto nazarí vivían decenas de familias que no tenían conciencia de que estaban residiendo quizás en el monumento más importante de España. Había tiendas, algunas huertas y los niños jugaban a la pelota en cualquier recinto que lo permitiera. Las familias encendían lumbres para calentarse en cualquier estancia y en las paredes de las torres las parejas ponían sus nombres en un corazón hecho con cualquier punzón. Y había quien quitaba los azulejos de los palacios nazaríes para venderlos. Por allí vivía el célebre Chorrojumo, el llamado rey de los gitanos que tiene estatua propia a la entrada del Sacromonte, que se paseaba por La Alhambra vestido de calzón corto con caireles, ancha faja roja, chaquetilla de terciopelo con botones de plata y sombrero de catite. Con esa pinta no era difícil conseguir turistas que le daban alguna perra gorda por fotografiarse con él.
Se llamaba Mariano Fernández Santiago y había nacido en Ítrabo en mayo de 1838, según un trabajo del investigador Gabriel Medina publicado en la revista Alhóndiga. Hasta ahora se creía que había nacido en la misma Alhambra. Cuando vino a Granada vivió en la Vereda de Enmedio, Montes Claros, la Placeta de Liñán y, finalmente, en la Torres de los Picos, en el recinto alhambreño. Llegó a convertirse con el tiempo poco menos con el complemento pintoresco indispensable para toda visita turística. Los visitantes a la Alhambra lo buscaban para fotografiarse a su lado. Para muchos extranjeros tener una foto con este personaje tan exótico era más interesante que tener una en el Patio de los Leones.
Chorrojumo era chalán y esquilador de profesión. Con las tijeras hacía dibujos el lomo de las bestias como hoy se los hacen los futbolistas en la cabeza. Sirvió de modelo a Mariano Fortuny y a otros pintores, que le regalaron el traje andaluz completo con el que se retrataba con los turistas. Paseaba por la Alhambra con empaque de personaje famoso, con talante de persona que es frecuentemente requerida. En el anecdotario de su vida, está aquella vez que se encontró en la Alhambra con el príncipe imperial de Alemania, Federico Guillermo. Por lo visto Chorrojumo se lo topó de frente y de inmediato quiso quitarse el sombrero.
–No, no se lo quite, por favor.
Le dijo el príncipe imperial, que observaba con delectación a tan singular personaje y no quería verlo sin su peculiar sombrero. Al final le preguntó:
–¿Y tú quién eres?
–Yo soy al que llaman el rey de los gitanos –le respondió Chorrojumo.
–¡Ah! Entonces somos colegas -le contestó el príncipe.
Chorrojumo era analfabeto, pero chapurreaba el inglés y el francés, con lo que conseguía que los turistas, además de venderles postales con su imagen, le siguieran a alguna cueva donde se bailaba una zambra. Luego iba a cobrar la comisión. Chorrojumo tuvo al menos tres mujeres y no se sabe cuántos hijos. Los últimos años de su vida parece ser que los tuvo ajetreados entre trifulcas familiares y hospitales. Murió en 1906. La edad que tenía ni él mismo la sabía porque no recordaba el año en el que había nacido.
El Sargento Colomera
Aunque si hay un tipo de la intrahistoria granadina que merece un estudio sociológico es el Sargento Colomera. En Granada, cuando algo va mal, hay gente que dice: “Esto no lo arregla ya ni el sargento Colomera”. Con él se recuerda a aquel miembro de la Benemérita, comandante de puesto del cuartel de Los Mascarones, en el Albaicín, que resolvía las situaciones con autoridad despótica y el poder que le confería su cargo. También se puede oír otro lema: ‘Eres más malo que el sargento Colomera’. Lo dicen aquellos que creen que aquel personaje que ‘reinó’ en el Albaicín y el Sacromonte durante los años de la posguerra se portó de manera tiránica y cruel con los vecinos de dichos barrios. En torno a la figura de este hombre se han forjado decenas de anécdotas que casi lo han convertido en un personaje de leyenda.
En realidad, se llamaba Antonio Bedia Martín y nació en Ogíjares en el año 1911. Murió en el mismo pueblo en 1994, cuando tenía 82 años de edad. El sobrenombre de ‘Colomera’ le viene porque estuvo destinado a ese pueblo, en donde obtuvo los galones de cabo, de ahí que también sea conocido como ‘El cabo Colomera’. Según aquellos que lo conocieron personalmente, era un hombre alto, delgado y con unos bigotes dalinianos que «parecían el manillar de una bicicleta». Después de Colomera estuvo destinado en Güéjar Sierra. Eran aquellos tiempos en los que el bigote era tan celtíbero que hasta se llegó a exigir a los miembros de la Benemérita. Precisamente, para imponer su autoridad, cuentan que un día paró a varios gitanos con mostachos en la plaza de Aliatar y le dijo:
–Mañana os quiero ver a todos con el bigote afeitado. Aquí no más bigotes que los míos.
Al ser destinado a Granada, el coronel Pelayo lo nombró comandante de puesto del Albaicín. Eran en los años del hambre y del piojo verde, tiempos de analfabetismo y de pocas posibilidades para la subsistencia.
El recuerdo del sargento Colomera tiene tantos defensores como detractores. Lo que para algunos fue una especie de héroe que consiguió mantener el orden y la seguridad ciudadana en el barrio del Albaicín, sin mayores dificultades ni refuerzos policiales que con solo su presencia, para otros fue una persona autoritaria y dictatorial acostumbrada a imponer su voluntad a base de tiránicas decisiones, algunas de las cuales eran vitoreadas por aquellos que lo defendían.
En 2010 hice una serie periodística sobre personajes populares granadinos y hablé con mucha gente que había conocido al sargento Colomera. Alfonso Gómez, un anciano que vivía en el Albaicín en una calle cercana al cuartel de la Guardia Civil, me dijo:
–Por aquellos años no había tertulia o bar en la que no se hablara de la última cacicada del sargento Colomera. En ocasiones era verdad, pero la mayoría de las veces eran cosas inventadas.
En ese mismo tono de descreído se manifestaba Manuel Anguita, un buen amigo que tiene un libro escrito sobre este personaje:
–Era más un mito al que se le colgaron muchas leyendas. Por lo que tengo entendido apenas sabía leer y tenía muchas faltas de ortografía. Lo que pasa es que en aquellos tiempos había mucho miedo y mucho analfabetismo, por lo que aquel hombre se erigió en un bastión del orden. De todas maneras, él hacía una y la gente contaba diez. Yo creo que pegaban más sus colegas, pero la fama la tenía él.
El sargento Colomera ha sido incluso antropológicamente estudiado. En su libro De Granada al Albaicín, Alberto Jiménez Núñez le dedica palabras elogiosas hacia su persona: “Se cuentan numerosas anécdotas que lo retratan como hombre cumplidor, entregado a su deber, aficionado a resolver las situaciones sobre la marcha con medidas eficaces y ejemplares”. Sin embargo, el antropólogo José Antonio González Alcantud no es tan magnánimo. En un estudio en el que habla de la Guerra Civil en el Albaicín, refiere la dureza y la violencia con la que fueron perseguidos los hermanos Quero, los maquis más populares de Granada, por el sargento Colomera al que llama “siniestro personaje” cuya omnipresencia se mantuvo en el barrio incluso en la democracia. “Era un personaje típico de aquella época de represión”, me dice González Alcantud.
Las anécdotas y hechos relacionados con el sargento Colomera son muchas y de muy variados estilos, aunque todas relacionadas con las decisiones que imponía su arbitraria autoridad. Los jaleos, cantes a deshoras y discusiones, enseguida eran anuladas o finiquitadas cuando llegaba el sargento Colomera. Se dice que a un grupo de jóvenes los oyó cantar flamenco en una placeta. Se acercó a ellos y les dijo que dejaran de cantar. Como castigo los tuvo en la placeta toda la noche, hasta la mañana siguiente en que permitió que regresaran a sus casas.
Lo que ordenaba el sargento Colomera se cumplía a rajatabla.
También hay hechos (o leyendas) que resaltan su sentido de la justicia. Cuentan que las mujeres del Albaicín acudían a él porque sus maridos, la mayoría albañiles, se gastaban en jornal en las tabernas. Para que ello no sucediera, hizo que los albañiles le dieran a él el sueldo íntegro y luego iban las mujeres a por el sobre al cuartelillo. Sobre su pretendida honradez, ha traspasado el tiempo la anécdota que protagoniza un vendedor ambulante que para ganarse los favores del sargento e hiciera la vista gorda a su actividad ilegal le regaló una pescada a su mujer. Cuando llegó el guardia civil a su casa y se enteró, fue en busca del pescadero e hizo que se comiera crudo el pez.
Jugadores de cartas a los que tenía durante toda una tarde de agosto al sol jugando para escarmentarlos, sisadores de aceitunas a los que hacía que se pegaran unos a otros como castigo, personas a las que hacía esperar y sin moverse hasta que él volviera al día siguiente, cantaores de taberna a los que hacía cantar subidos a una tapia... Son decenas las leyendas que se han originados en torno a su figura. Incluso su retirada de la Benemérita por participar en la propiedad de una casa de citas del barrio de La Manigua tiene percha para argumentar una película que se hiciera sobre él.
El Diamante Rubio
Otro personaje singular fue el Diamante Rubio. Un día que tuve que describirlo para un reportaje que escribí sobre él, lo describía así: “Es un personaje rubicundo, de papada cardenalicia, cabeza prominente, gorra de cuadros, gafas sin cristales y en el bolsillo superior de su guayabera porta un pañuelo como de señorito. Cuando no está fumando toca cansinamente con su bastón en el suelo y bufa como un toro a punto de salir del chisquero”. Murió en Valencia en marzo de 2003. Completamente solo, como había vivido.
La vida de este hombre es para novelarla. No conoció a sus padres porque cuando era un bebé lo abandonaron a las puertas del hospicio. En su carné de identidad ponía que sus progenitores se llamaban Luis y María, pero fueron nombres que se inventó cuando fue a sacarse el documento. De joven fue torero cómico. Hacía de don Tancredo. Se vestía de blanco, se pintaba la cara también de ese color y se subía a un pedestal que ponían en medio de la plaza. Se quedaba totalmente quieto para que el toro pasara de largo y no embistiera, cumpliendo así esa máxima que dice que el toro ataca a todo aquello que se mueve. Era un maestro en este arte, hasta que una vez un toro cegado por el sol se llevó por delante el pedestal y al Diamante Rubio.
Luego se hizo el personaje más popular de las plazas de toros. Cuentan que en Huelva alguien le dijo que se callara cuando estaba animando la faena. Entonces él, muy en su papel de digno representante de la fiesta, le soltó: “¡Cállese usted! ¡No ve que estoy trabajando!”. Todos los toreros lo conocían y le daban las entradas para que pudiera ver las corridas. Era el que animaba el cotarro y a él se le debe esa expresión de ¡A ver maestro, esa composición!, que incitaba a la banda de música a tocar cuando el torero empezaba a aburrir a la plaza. Pedía la música, demandaba el apoyo de los espectadores y conseguía la mayoría de las veces que las faenas condenadas al fracaso terminaran por ser ovacionadas o triunfales. Después, claro, se hacía ver en los hoteles donde se alojaban los espadas y rentabilizaba sus intervenciones, aunque, eso sí, sin exigir nunca nada y dejando la gratificación a criterio de los beneficiarios.
“Luis Gómez era, además de un ser humano singular, un hombre querido por su gran calidad humana y su gracejo. Pícaro, pero noble. Bohemio y buscavidas, aunque honesto, Diamante Rubio ha sido el último clásico de una especie en extinción que también tuvo un especial protagonismo en la Fiesta”, escribió en su obituario María Dolores Martínez.
Mi amigo Paco Perea, crítico de toros, nos contaba anécdotas del Diamante Rubio, como cuando iba a los bancos y le exigía al cajero que le diera todo el dinero que tenía en la cuenta. Lo contaba delante del cajero y se lo devolvía diciendo: “Sí, está todo. Ahora dame un poco y guarda lo demás”. También el día en el que le mandó directamente a Fraga dinero cuando la catástrofe del Prestige. “Don Manuel, esto es del Diamante Rubio para que se ayude a quien lo necesite”, le escribió en el sobre.
Había que verlo en la barra de un bar quitarse las gafas sin cristales que llevaba y pasar su enorme pañuelo por los agujeros de los anteojos mientras decía:
–Estos cristales es que se me empañan mucho.
Como no conoció a sus padres, podía hablar mal de ellos abiertamente. Cuando estaba con alguien solía preguntarle:
–¿Usted no ha visto la foto de mi padre de cuando hizo la mili?
Cuando el interrogado le decía que no, le enseñaba una foto que sacaba del bolsillo de su chaqueta de un toro con magnífica estampa y vistosos cuernos.
Genial caradura, muy imaginativo y con una gracia natural, había vivido siempre solo en una cueva del Sacromonte. El día en que murió la Policía estuvo buscando por todo el barrio algún documento con el que poder vincular al finado con alguien que pudiera asumir las gestiones para trasladar sus restos mortales a Granada. No lo encontraron. Hay quien dice que sus restos mortales están en Valencia pero hay quien dice que sus cenizas fueron esparcidas por un torero en el cerro de San Miguel y en
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