Placeta de Carvajales. Se Suspende la boda

Ayer y Hoy

Nada tuvo que ver el virus en la frustrada boda de Fernando Carvajal con su propia hija

Los Carvajales dejan en Granada una plaza albaicinera, un palacio y una curiosa historia de amor.

Fachada del Palacio de los Carvajales.
José Luis Delgado

23 de marzo 2020 - 11:11

Sirva este escrito para olvidar un poquito al virus maldito. Larga era la familia de los Carvajal procedente al parecer de tierras de León pero extendida en sus múltiples ramas por Extremadura, Valencia, Andalucía y hasta por América. Acudiendo a los estudios de nuestra inolvidable profesora María Angustias Moreno Olmedo, sobre la heráldica y la genealogía granadina, sabemos que por aquí recaló hacia 1586 el corregidor Francisco Carvajal. Ya hubo Carvajales entre los muchos castellanos que por aquí aparecieron cuando la Guerra de Granada; y hasta una Ana de Carvajal fue la esposa del negro Juan Latino.

En el Palacio de los Carvajal (hoy sede del Centro de Documentación Musical, en la Carrera del Darro) está su escudo y una preciosa placeta mirador en el bajo Albaicín, frente a la Alhambra, recuerda el apellido. Quede para los estudiosos del tema este apunte y vengámonos a la curiosa crónica que ahora toca.

Escudo de los Carvajal en la Carrera del Darro

Así lo cuenta la tradición. Tuvo el hecho por escenario las viviendas de la recoleta placeta de Carvajales; vivían por allí en el siglo XVII los hermanos Fernando y Gonzalo Carvajal, ambos solteros, de edad madura y muy respetados de la buena sociedad granadina por su caballerosidad e hidalguía. Muy cerca, en una de las mejores casas de la placeta de Echevarría, vivía un buen amigo de los Carvajales, don Íñigo de Quirós, viudo desde que murió de parto su mujer tras dar a luz a su hija Beatriz, preciosa muchacha que contaba ahora 20 años.

Era la hermosa Beatriz pretendida por el joven enamorado Tello Enríquez que, aunque de buena familia, carecía de bienes. He aquí que de las frecuentes visitas de don Fernando Carvajal a la casa de su amigo don Íñigo acabó enamorándose perdidamente de la bella Beatriz hasta que convinieron el casamiento.

Andaba don Fernando por los 45 años y no era del agrado de la joven Beatriz. Con todo lujo se preparó la boda a la que se oponía la propia novia con la ayuda de su nodriza, de nombre Berta, que prometió que dicha boda no se llevaría a cabo nunca jamás.

Placeta de Carvajales. Albaicín.

Llegada la hora de la ceremonia y con el sacerdote a punto de echar las bendiciones, tras leer la epístola de San Pablo, se presentó de repente el joven pretendiente Tello interrumpiendo el acto y manifestando a voces “¡Suspéndase la función! Un padre no puede casarse con su hija”. Gran confusión produjeron sus palabras. Sorprendido don Fernando Carvajal miró fijamente a la novia Beatriz intentando reconocer a aquella niña desaparecida al poco de nacer, mientras el cura se dirigía al joven Tello pidiéndole que probara lo que decía a voces. Fue entonces cuando intervino la nodriza Berta contando una larga historia ocurrida 20 años atrás.

Tuvo don Fernando Carvajal una hija con una mujer que desapareció y nada se supo de ella ni de la hija. Mientras tanto la nodriza Berta criaba a la hija de don Íñigo al morir su esposa. Contaba Berta que se quedó dormida y sin querer dejó su pesado brazo sobre el cuello de la niña, muriendo asfixiada, por lo que se le ocurrió arrebatar a la pequeña Beatriz, hija de don Fernando, y colocarla en el lugar de la hija de don Íñigo. Era por lo tanto Beatriz la verdadera hija de don Fernando y por tanto imposible la boda.

Vista desde la Placeta de Carvajales.

La cosa terminó bien. Don Fernando emocionado recuperó a su hija perdida hacía 20 años; la bella Beatriz pudo casarse con el joven Tello y la nodriza Berta fue perdonada transcurridos ya tantos años de su imprudente descuido. ¿Sería verdadera la historia que contaba Berta? ¿Querría ayudar a los verdaderos amores de Beatriz con Tello?

Hoy la placeta de los Carvajales en el Bajo Albaicín es algo más que un precioso y recoleto mirador granadino. Tiene el sabor de encerrar una bonita tradición a la que la historia se asoma con cautela y solo de refilón.

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