Salud sin fronteras
José Martínez Olmos
La IA y la humanización
Pasado con presente incluido
Extrovertido, amable, conversador, leal, dadivoso, solícito, bienhumorado... posee tantas buenas cualidades como persona que hay lista de espera para engrosar su nómina de amistades. A mí, personalmente, hay muchos aspectos muy precisos de su persona y de su obra que me llaman la atención y me permiten tratar con él y entender sus mensajes: el rigor expresivo tan predispuesto a no aparentarlo, su manera de ser y de dar a los demás, sus exquisitas querencias culturales condicionadas incluso por la sintaxis de sus textos y, sobre todo, esa facultad absolutamente pedagógica de oír a sus interlocutores quienes quieran que sean. Tomás tiene una mirada jovial y fiscalizadora que practica con frecuencia mientras se atusa el bigote y se prepara para contar cualquier anécdota o hecho relacionado con su vida o su obra. Su voz es limpia y potente y su risa de las que contagian. Y cuando se abstrae mira con tanta atención que uno tiene la sensación de que de un momento a otro te va a descubrir un enigma. Su elegancia va revestida de una notoria naturalidad y culmina casi siempre con uno de sus muchos sombreros, prenda de vestir utilizada más como apéndice de su vestuario que para reparar su ya prolongada calvicie. Lector disperso de tardes, senequista por vocación y gran admirador del desaparecido César Simón, al que considera un poeta inmenso, ha conseguido muchos e importantes premios poéticos, el último, hace solo unos días, el Ciudad de Salamanca. Buen conocedor de los clásicos y un entendido en la II Guerra Mundial, sus tendencias políticas siempre le han escorado a la izquierda y permitido ser un abanderado de los perdedores y de los que tienen la vida cuesta arriba. Hombre habilitado por el paisaje de Marina del Este, se ha ido haciendo poeta a base enaltecer la evocación lírica de lo que le rodea. Hacedor de paellas y rapsoda tardío, ha conseguido llegar desde su retiro herradureño a la cimentación de una obra metódica y vivificante, lúcida y bastante instructiva, quizás influenciada por su muchos años dedicados a la docencia. Con ustedes, señoras y señores, Tomás Hernández Molina, poeta.
Nos hemos reunido donde muchas veces lo hacemos, en el Mesón Baena de La Herradura, donde tenemos crédito y nos ponen biscúter de Estrella de Galicia. Estamos en ese trozo de calle que tiene vista al mar. La tarde de octubre ya ha claudicado con esos magníficos atardeceres que resultan orgasmos mentales para fotógrafos aficionados y aspirantes a poetas. Ahora la noche se parece a un poema de Tomás: La luna en la palmera, en sus ramas más altas. Un destello que el viento hace visible y luego oculta. A lo lejos, las estrellas brillantes como seres extraños.
Nosotros podemos ser cualquier cosa, pero nunca extraños el uno para el otro. A Tomás Hernández y a mí nos unen muchas peripecias –además de las etílicas– que han llevado a considerarnos buenos amigos: nos gusta la literatura, somos colchoneros, hacemos viajes con las parientas a recoger premios y aspiramos a que nos lean. Él fue, en una noche tabernaria, el que me aconsejó que escribiera mi libro Luna de Octubre tras contarme detalles precisos y novelescos del naufragio de La Herradura, aquel en el que se hundieron 25 galeras y murieron cinco mil personas. Le dije que si tanto sabía sobre el naufragio debería ser él quien escribiera una novela sobre el tema: “Eso te lo dejo a ti, que eres novelista”, me dijo con impostado desprecio, el desprecio de un poeta que recela de la capacidad de ficción de los narradores. Eso sí, me inundó de documentos y material para que yo escribiera mi novela.
Tomás Hernández nació en Alcalá la Real en 1946, donde pasó los primeros años de su vida. También me habla de lo que significaron para él sus padres.
–De mi padre aprecié su tesón y su capacidad para entender que en el siglo que empezaba, él nació en 1900, no se podía ser analfabeto. Así que mientras luchaba contra Abd el-Krim en la guerra de Marruecos, en donde sirvió como soldado, aprendió a leer y a escribir. Gracias a eso consiguió entrar en la Guardia Civil a finales de los años veinte, en Tarragona. Allí nacieron mis dos hermanos mayores, José y Antonio; luego, destinado mi padre al cuartel de Alcalá la Real, nacimos mis dos hermanos, Juan y Ana, y yo, el último. Los tres bajo el cuidado de la misma comadrona, doña Prudencia, que yo creo que ayudó a traer al mundo a medio Alcalá de aquellos años. De aquella infancia recuerdo la casa grande en el antiguo cuartel de la Guardia Civil, con muchas habitaciones y cámaras de techo de vigas y suelo enyesado. Además de esa casa hay dos lugares. El cortijo de unos amigos de mis padres a donde me enviaban largas temporadas y un invierno de libertad absoluta en Lanteira, el pueblecito del Marquesado, en la cara norte de Sierra Nevada. Curiosamente los años del cortijo, una casa humilde cerca de la Venta de los Agramaderos, casi olvidados, aparecieron con mucha intensidad cuando volví a escribir. En casi todos mis poemarios hay siempre la permanencia de un mundo que me marcó más de lo que creía y que sólo se hizo visible en los poemas. También recuerdo de mis padres su hospitalidad y la generosidad de mi madre para acoger familiares y amigos en casa. Recuerdo con especial cariño a una tía abuela de mi madre, “la tía Pilar”, una anciana bondadosa y asmática, cuyo hijo fue fusilado en el mismo grupo que el alcalde de Granada y por el que yo llevo el nombre de Tomás.
Con el segundo biscúter Tomás me cuenta que hizo el Bachiller en su pueblo y que empezó Filosofía y Letras en Granada, en el palacete de la calle Puentezuelas. Aunque estuvo poco tiempo, un curso y unos meses del siguiente, hizo muy buenos amigos y tuvo excelentes profesores como Emilio Orozco y José María Cepeda, aunque tiene especial recuerdo de las magistrales clases de Juan Sánchez Montes, que a punto estuvo de cambiar su vocación literaria por la Historia. “Bajo su apariencia un poco distante lo recuerdo con mucha ternura y gratitud”, me dice.
En Granada trabajó ese curso en el Bermúdez de Castro, un internado de Auxilio Social en la Cuesta del Chapí frente a la ladera de la Alhambra.
–Aquellos muchachos tan carentes de casi todo, familia, afectos, me enriquecieron y me enseñaron mucho de las cosas esenciales de la vida, la compasión, la ayuda mutua frente al desvalimiento. Allí dejé un inolvidable amigo, Pedro Molina, el conserje. De Granada me fui a Madrid por necesidades de trabajo. Estuve un curso en un lugar horrible, el Colegio de Huérfanos de la Armada en la calle Arturo Soria. Cuando leí Los cachorros de Vargas Llosa pensé, “yo he estado ahí”. Nunca en mi vida he tenido una sensación tan directa y brutal de la violencia como en aquel internado. Allí vigilábamos el orden en las horas de estudio y recuerdo que había algunos compañeros que no se atrevían a entrar en determinadas clases y pagaban a otros para que los sustituyeran en esos grupos. Una locura. Y de Madrid me fui a Valencia, en donde estuve dieciocho años.
Tomás recuerda con muchas dosis nostalgia su etapa valenciana. Fue su periodo de formación. Mientras preparaba la especialidad, entró a trabajar en una academia de Formación Profesional. Acaba la licenciatura en la Universidad de Murcia y el poeta granadino Jerano Talens lo llama para trabajar en la Universidad de Valencia porque necesitaban un licenciado en Filología Románica.
–Aprendí mucho de aquellos años y tuve la suerte de tener amigos muy capacitados y brillantes. La lista sería larga. Manuel Ángel Conejero, por ejemplo, que sería nombrado ‘Sir’ por la reina de Inglaterra por sus traducciones de la obra de Shakespeare. Además de la vida universitaria, o alrededor de ella, había una efervescencia literaria de fugaces y bien intencionadas colecciones de poesía, revistas, tertulias, escritores que invitábamos de otras ciudades… Escribían en Valencia entonces Juan Gil Albert, el epígono del 27 refugiado en el olvido, que era un dandy menudo y frágil de tanta sencillez como ternura. Paco Brines que vivía entre Madrid, Valencia, su casa de la calle Jorge Juan, y su retiro en la finca de Elca, en Oliva. Guillermo Carnero acababa de aparecer en la Antología de los Novísimos de Castellet, Jenaro Talens llegaba desde Granada, Arcadio López-Casanova, un poeta de gran originalidad y autenticidad, venía desde Galicia; además estaban Pedro J. de la Peña, Ricardo Bellveser, Pere Bessó, José Luis Falcó, Miguel Romaguera, Miguel Mas. Todo eso era antes de la gran eclosión de la poesía valenciana con Vicente Gallego, Carlos Marzal, Antonio Cabrera, cuya pérdida, tan reciente, seguimos lamentando y tantos otros. Aunque de aquella época, sobre todos los nombres, está el de César Simón. El poeta más grande de la poesía valenciana del siglo XX y el más importante de su generación que no se sabe muy bien cuál era. Además de un maestro, fue un amigo entrañable de quien tanto aprendí. También de esa época valenciana conservo muy buenos recuerdos del pueblo alicantino de Altea, como mi querido amigo Hazael Martín, que sigue viviendo en su hermoso caserón junto a la plaza, indiferente a las tentaciones para venderlo y hacerse rico.
Es en ese vivero poético donde bebería Tomás Hernández para escribir su posterior poesía. Lo haría sobre todo ya estando ya en Almuñécar, donde está otros dieciocho años dando clases en el Instituto Antigua Sexi. Se casa, se divorcia y conoce a Almudena Rubio, la que hará que se tome en serio su afición por la poesía. Almudena resultará ser para él la pareja perfecta, la encargada de reciclar su vida, la que le anime a pensar que lo que escribe merece la pena. Almudena leyó una separata que él había publicado en Valencia titulada La manera en que muerdes tus labios cuando me esperas, lo miró a los ojos y le dijo: “Deberías escribir”. Y él le hizo caso.
Tomás y Almudena decidieron ir juntos por el sendero vida y eligieron Marina del Este como lugar desde donde partir y a donde regresar.
–Elegimos Marina del Este porque era la única casa que encontramos que tenía una habitación grande para la biblioteca y luego por lo que tenemos aquí, el mar en la terraza, los tajos de piedra de pizarra cayendo al agua, el silencio y la luz. ¡Ah!, y los pájaros. Es aquí donde he escrito gran parte de mi obra. Hice algún que otro escarceo poético y después de veinte años de silencio, Almudena me infundió el suficiente ánimo para escribir.
Es allí, en aquel mirador al mar, donde se han presentado las musas que le han hecho escribir El viaje de Elpénor, Cuaderno de Salobreña, Accidentes geográficos, Peñón de las Caballas y Nadie vendrá, entre otros. Y es allí donde le ha comunicado los premios que ha ganado: El Ciudad de Zaragoza, el Manuel Alcantara, el Premio Jaén, el Ciudad de Pamplona…
Vamos ya por el tercer biscúter –o cuarto, ya no me acuerdo– cuando hablamos de lo que nos gusta llenar un folio de palabras. Reconoce que escribir es más fácil que publicar y me dice que por eso se presenta a los premios y concursos, sobre todo para ver publicada su obra. Le digo que los juntaletras como nosotros tenemos poco futuro en este mundo donde la gente se ha enganchado a las nuevas tecnologías y a los mensajes cortos, más dedicada a picotear que a profundizar en una lectura.
–Yo no creo que se lea poca poesía. Leemos poco de todo y, sobre todo, mucha banalidad, pero si miramos los sellos editoriales que publican poesía, además de Hiperión, Visor, Renacimiento, Pre-Textos, Tusquets, hay muchas nuevas colecciones, más modestas, pero con libros bien seleccionados y ediciones muy cuidadosas como Reino de Cordelia o Isla de Siltolá.
La vida ahora de Tomás pasa por la placidez que otorga el tiempo vivido. Sale todas las mañanas a pasear a su perrillo ‘Enero’, llamado así porque fue en ese mes cuando él y Almudena lo rescataron de la desgracia. Toma café con algún amigo, saluda a todo el mundo y charla con aquel que se le pone delante. Las tardes las dedica a leer, escribir poemas o hacer algún trabajillo de investigación.
–Leo mucho, pero de una madera dispersa, de varios libros y sobre distintos temas, lo contrario de lo que aconsejaba Séneca, que nos prevenía contra el lector disperso. Es como el que va a un convite y picotea de todos los platos. Por cierto, ¿te apuntas a una paella el domingo que viene?
–Yo llevo el vino.
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