La acequia de Romayla, a debate
Patrimonio en vivo
Intervenir en el patrimonio histórico supone un delicado ejercicio de equilibrio que debe acabar por transmitir el todo y nunca una sola parte, por muy brillante que esta sea
En Granada suele ser habitual una forma de debate público sobre el Patrimonio Histórico, viva y encendida, en la que, para mal o para bien, la pasión acaba por superar con creces a la información.
Si repasan algunos de estos asuntos como la obra de Jiménez Torrecillas en la cerca de Don Gonzalo o el edificio del Rey Chico de Rafael Soler y Francisco Martínez Manso, por poner algunos ejemplos, estarán de acuerdo en que el agrio sabor de la polémica sobre el patrimonio es un requisito muy del gusto granadino que, con seguridad, seguirá dando un toque especial a los platos de nuestras mesas en el futuro.
La que ahora toca tiene que ver con el proyecto municipal sobre Romayla que, seguro que lo saben, era una de las acequias que daban agua a Granada y que, deudora de la Acequia Real y de los excedentes de riego de la Alhambra, recorría la orilla izquierda del Darro, aprovechando desniveles y alimentando molinos, batanes y otras industrias de la ciudad, incluidas, probablemente, las tenerías del Puente del Carbón, hasta que volvía, ya bastante sucia, el agua a su cauce.
La vieja acequia, perdida ya en todo el recorrido, salvo en el sorprendente y pequeño sondeo que, junto al hotel Reuma, excavó Santiago Pecete hace unos años, atraviesa una zona hoy abandonada que llega desde el Rey Chico hasta Bab al Difaf, la Puerta de los Tableros, y que engloba el salto de agua de Fuente Peña, un acueducto que da agua a la torre de un martinete que ocupa el barranco, algún partidor que investigó Alberto García Porras, el incomprensible y discordante Hotel Reuma, los restos del antiguo Carmen del Algibillo y algún otro elemento que por allí se ha quedado durmiendo sin que nadie hasta la fecha le molestase demasiado. Además, el barranco ha sido, durante siglos, una escombrera de las obras de la Alhambra que, unida a todo lo demás, ha convertido el paisaje resultante en un gigantesco rompecabezas que nada tiene que ver con su forma original y que sólo es legible desde la mucha imaginación o desde un exhaustivo análisis estratigráfico que permitiese reconstruir el largo proceso histórico de formalización de ese confuso espacio.
Cualquier intervención, por tanto, que quisiera, no sólo tener una información rigurosa y necesaria del patrimonio a intervenir, sino, sobre todo, someterse al espíritu y a la letra de la Ley de Patrimonio cuando habla de la preservación de las pátinas, tendrá que hacer un previo esfuerzo en conocer la zona a partir de una exhaustiva intervención arqueológica.
Dice la Ley en el apartado 2 de su artículo 20: “Las restauraciones respetarán las aportaciones de todas las épocas existentes, (…) la eliminación de algunas de ellas solo se autorizará(…)siempre que quede fundamentado que los elementos a suprimirse supongan una degradación del bien…” texto que dejaría fuera de la Ley, por ejemplo, la reconstrucción de sólo un capítulo de lo que el tiempo ha ido conformando como una compleja totalidad de tiempos.
Intervenir, supone, por tanto, un delicado ejercicio de equilibrio que debe acabar por transmitir el todo y nunca una sola parte, por muy brillante que esta sea.
El problema que plantea el proyecto que se ha visto hasta la fecha y al que el Ayuntamiento con sabiduría ha renunciado, es que resulta imposible visibilizar en él el todo porque aun no se conocen algunas partes ya que, como dijo la Comisión Provincial de Patrimonio Histórico, faltan intervenciones arqueológicas previas y necesarias para la redacción del proyecto definitivo. Seguir insistiendo en un proyecto cuando no se habían hecho esas intervenciones, hubiese sido seguir insistiendo en el mismo error de partida. Por eso hay que aplaudir la actitud municipal retirando ese proyecto.
Pero aún más complicado que intervenir sin arqueología es la idea de intervenir en una sola parte de un espacio unitario y complejo que está interrelacionado en cada uno de sus elementos. Algo que también recoge la Comisión de Patrimonio en su Resolución: “…Por lo que se entiende como premisa fundamental y como condicionante preciso del proyecto, la recuperación, en la medida de lo posible, de esa red clave en el patrimonio arqueológico del entorno (…) Se atenderá además a definir de forma precisa la integración de esta fase del proyecto con la zona superior relacionada con Fuente Peña y el Molino, así como con el hotel Reuma”.
Parece que la Comisión supo ver lo que no se veía desde el proyecto fallido; la necesidad de integrar, de recuperar la trama de estructuras vinculadas a la acequia, desde la parte más alta hasta el roto del pequeño acueducto de San Pedro.
En el futuro, a la hora de analizar las bondades o maldades del proyecto, que por supuesto habrá de incorporar los resultados de una investigación arqueológica previa, es cierto que habrá que contemplar y analizar de forma crítica aspectos como el ascensor, materiales, iluminación, pavimentos, accesibilidad…y un largo etcétera de elementos que serán fundamentales a la hora de calificar la intervención en un espacio tan sensible patrimonialmente, pero la clave del asunto a dilucidar va más allá de esas cuestiones que no dejan de ser la epidermis del cuerpo sustancial en el que se va a intervenir con una cirugía radical; un cuerpo complejo y amplio en el que cada uno de los elementos determina la realidad del todo y que tienen como matriz el agua y todos los elementos que a ella se asocian en un espacio monumental, la Alhambra, que no podemos permitirnos traicionar por razones personales o de oportunidad política.
Es cierto que también, como en otras ocasiones, habrá que tomar en consideración otros aspectos que entran en juego y que nunca podrán eludirse; la repercusión social que la intervención pudiera tener en el entorno en el que se inscribe, el aprovechar la oportunidad de una inversión pública en un espacio que se puede entender como degradado, pero también es cierto que existen serias dudas y diferentes opiniones sobre si la recuperación de ese espacio como paseo jardín es lo más urgente que los ciudadanos y vecinos demandan en materia de Patrimonio Histórico.
Es posible que exista una urgencia económica y hasta es posible que exista una urgencia política, pero las urgencias no deben ser nunca determinantes a la hora de tomar decisiones de las que podamos arrepentirnos.
Por eso, siempre que surgen las urgencias, suelo recordar un pequeño apartado de la Carta del Restauro de 1932 que dice: convencido de que ninguna razón de prisa, de utilidad práctica, de susceptibilidad personal pueda imponer en este tema manifestaciones que no sean perfectas, que no tengan un control continuo y seguro, que no correspondan a una unidad de criterios bien afirmada, y estableciendo como evidente que tales principios se deben aplicar tanto a la restauración realizada por particulares como a los de entes públicos…”
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