Un aspirante a cartujo en el Monasterio de la Cartuja

Claustro del Monasterio de la Cartuja.
Claustro del Monasterio de la Cartuja.
Andrés Cárdenas

15 de mayo 2016 - 01:00

SÉ un chiste sobre un monasterio de cartujos en el que los monjes solo podían decir dos palabras al año. Esas palabras las pronunciaban durante la comida del día de San Bruno, fundador de la orden. Entró un joven cartujo al convento y al pasar el año le tocó decir sus dos palabras. "Comida mala", dijo. El padre prior se le quedó mirando como diciendo, vaya me ha salido un monje rebelde. Pasó otro año y el joven cartujo dijo sus dos palabras correspondientes: "Cama dura". Las dos palabras que dijo al tercer año fueron: "Hace frío". Y al cuarto año, no pudiendo más resistir la situación, dijo: "Me voy". A esto que el padre prior, que era el único que podía decir más de dos palabras, respondió: "Sí, mejor que te vayas porque desde que entraste no haces más que protestar".

Se lo cuento a Harry para ambientar el tema ya que vamos al Monasterio de Cartuja. El irlandés se ríe pero no con demasiadas ganas. No sé si es porque no lo ha entendido bien o porque el chiste no es muy bueno. El día presagia lluvia. San Isidro se está portando bien con los campos. Lo demuestran unos nubarrones negros que avanzan preñados de agua a punto de soltar en cualquier parte. Harry se ha puesto hoy un gorro de pescador y lleva en su bolsillo un impermeable para las urgencias en el caso de que a esas nubes les den por vomitar su carga.

Son las diez de la mañana y el Monasterio acaba de abrir. Este es otro de los monumentos que no conocen la mayoría de los granadinos. Hagan la prueba y pregunten a quien está a su lado si ha ido alguna vez al Monasterio de la Cartuja. Se sorprenderán de la encuesta.

Aparcamos en el amplio patio de entrada, donde aún hay sitio para dejar el coche. Harry sabe mucho sobre los cartujos porque dice que hubo un tiempo en que él estuvo a punto de retirarse a un convento y practicar en soledad la contemplación y el silencio, que es lo que hacía esta orden creada por San Bruno.

-No te veo yo a ti muy cartujo. Te gusta mucho hablar y estar en las tabernas- le digo a Harry.

-Sí. Pero yo ser joven cuando eso. Tuve un fracaso de amor y yo querer huir de gente y de 'lumpanal' ruido.

-Se dice mundanal ruido, Harry- le aclaró

El irlandés sabe mucho sobre la manera de vivir de estos monjes. Según él, los que todavía quedan viven en la soledad más estricta, dentro de celdas, de las que pueden salir sólo para la obligada liturgia diaria, para la comida de los domingos y, en muy contadas ocasiones, cuando se reúnen para deliberar sobre cuestiones importantes. En la celda, cada monje realiza la mayor parte de su vida: lectura, oración y trabajo duro, y ningún placer para su carne mortal. Tiene prohibidos los orgasmos. Eso sí: una vez al año salen a dar un largo paseo en el exterior durante todo el día. En cuanto a la comida, no comen nunca carne. En Adviento y Cuaresma prescinden de los alimentos lácteos. Una vez a la semana, generalmente los viernes, toman sólo pan y agua.

Hay una anécdota sobre la frugal alimentación de esta orden. Se cuenta que el papa Urbano V quiso cambiar, en cierta ocasión, la normativa cartuja de no comer carne, por creer que tal restricción alimentaria podría suponer, a la larga, un problema perjudicial para la salud de los monjes. Sin embargo, éstos, temerosos de que la medida papal pudiera quebrantar su rígida (y, paradójicamente, amada) disciplina, enviaron para protestar ante Urbano V una delegación de veintisiete monjes, cuyas edades oscilaban... ¡entre los 88 y los 95 años! Cuando el pontífice recibió aquella delegación cartuja de vejestorios, y se enteraron de que habían realizado todo el camino a pie hasta Roma, abandonó de inmediato su proyecto inicial.

El silencio se considera fundamental para lograr la contemplación. Por supuesto en los monasterios cartujos no hay periódicos, ni radio ni televisión. Por lógica tampoco internet. Sólo el prior puede leer noticias, que en caso de suma importancia, a su criterio, puede comunicar a los monjes.

-Jo, Harry, la verdad es que yo no sería cartujo ni siquiera un día de mi vida.

-En correr y mascar todo es empezar.

-Harry, el refrán es en el comer y en el rascar todo es empezar.

-Igual es… ¿no?

El monumento se abre a las diez de la mañana. Un compás tapiado presenta la magnífica portada plateresca de ingreso al recinto monástico. La entrada cuesta cuatro euros. Le cuento a Harry que el monasterio dejó de ser de los cartujos y ahora es del Arzobispado de Granada. En un principio, su levantamiento fue patrocinado por el Gran Capitán con idea de que allí estuviera su última morada. El claustro, que es lo primero que te encuentras, es una planta cuadrangular perfecta. La primavera está en su apogeo y en un momento determinado se puede captar el olor de los rosales y los naranjos. Parece más bien un patio andalusí. Desde allí se pueden acceder a las salas, que guardan joyas pictóricas, solemnes testimonios de los últimos alientos del arte gótico en Granada. Hay muchos de Sánchez Cotán, el monje cartujo que dedicó su retiro a pintar. Allí está uno de sus cuadros más geniales: La última cena.

En una de las salas hay una serie de cuadros que le impresionan a Harry por su aspecto trágico. Es un ciclo que representa la persecución de los cartujos a cargo de Enrique VIII, el cual hizo matar a muchos de ellos. Yo sabía del efecto óptico que produce uno de los cuadros y se lo enseñó a Harry. Es uno de unos caballos arrastrando a monjes que parecen cambiar de dirección según desde donde se mire.

-¡Oh! Ser verdad- dice Harry cuando comprueba que lo que digo es cierto.

Después pasamos a una especie de capilla que por lo visto estaba destinada a la penitencia de los monjes. En ella destaca un curioso altar pintado en la pared en relieve. Un trampantojo que dicen que hasta ha engañado a los pájaros que allí entran al querer posarse en los clavos de la cruz.

Terminamos la visita, como no podía ser menos, en la iglesia. Su barroquismo en absoluto concuerda con la sobriedad de la fachada. La iglesia está dividida en tres partes. Una era para los fieles, otra era para el coro de legos y la tercera para los monjes. La iglesia presenta una curiosa mezcla de blancura prístina en sus paredes, magistralmente combinada con el barroquismo excelso de su decoración. El lugar más inaccesible de la iglesia, el Sancta Sanctorum, se ubica justo detrás del altar protegido por una puerta de cristales venecianos. Allí se guardaban celosamente las reliquias y sagradas formas. Por mi amigo Javier Martínez me enteré, y así se lo transmito a Harry, que durante la ocupación francesa robaron el Sagrario, que era de plata pura.

Pero a Harry lo que realmente le gusta del lugar es la cúpula, los frescos con personajes envueltos en una luz celestial y San Bruno cargando el globo terráqueo sobre sus espaldas.

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