La bodega del mejor restaurante del mundo
Premio. Ha sido la buena noticia de la semana: un restaurante español, el Celler de Can Roca, en Girona, se ha alzado con el reconocimiento de Mejor Restaurante del Mundo
LA bodega de un restaurante es una pieza fundamental (su composición, número de referencias y de añadas, equilibrio entre tipos de vino y orígenes, y armonía con los platos propuestos en la carta) para que un restaurante sea considerado entre los grandes. Por mi trabajo, he tenido la oportunidad y el privilegio de comer en muchos restaurantes de excelencia del mundo y, por supuesto, visitar sus bodegas. Quizás, la que más me ha impresionado hasta la fecha es la bodega común de tres restaurantes míticos de Montecarlo (Mónaco): el Louis XV, en el Hotel de Paris, dirigido por el genial Alain Ducasse, con tres estrellas Michelin; el Restaurante del Gran Casino de Montecarlo; y el restaurante L'Hermitage: desde los tres restaurantes se accede a la misma bodega, unos 17 kilómetros de galerías abovedadas excavadas en la roca monegasca donde se apilan miles de cajas que contienen los mejores vinos del mundo. Su presupuesto anual para compras de bodega ascendía, en el año 2004 cuando la visité, a un millón de euros. Vinos que necesitan aún varios años en bodega para llegar a su momento óptimo de consumo. Para un amante y entendido en vinos visitar esta bodega es una orgía visual. Salí epatada, deseé quedarme encerrada allí y que se olvidaran de mí unos días. Eso sí: con un sacacorchos y una copa.
Sin embargo, la bodega que más me ha emocionado y me ha llegado a poner la piel de gallina de cuantas he visitado es sin duda la bodega del Celler de Can Roca. Fue en mi última visita, acababan de remodelar el restaurante y aún no tenían la tercera estrella Michelín, hecho que provocaba la protesta unánime de críticos españoles y extranjeros que no comprendíamos que año tras año se les resistiera, siendo tan evidente que la merecían.
Nada más entrar, salió a recibirme Josep Roca (Pitu Roca para los amigos) y tras acompañarme a la cocina para saludar a sus hermanos -Joan, el mayor, al frente de los fogones, y Jordi, el más pequeño de los tres, el gran maestro repostero- me dijo en tono confidencial: "Y ahora, Marga, ¿quieres ver la bodega?" Pregunta retórica, ya que Pitu y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo y compartíamos una misma pasión: el vino. Él, con mucha más sabiduría que yo, por supuesto: creo que es una de las personas que más sabe de vino en España y la más humilde al respecto; siempre se pone a tu altura, siempre te explica, te transmite, te enseña, como la cosa más natural del mundo. Catar a su lado es un privilegio y escucharlo hablar de vino, una experiencia inolvidable.
Y entonces se abrió la puerta del paraíso: una bodega perfectamente organizada, a primera vista igual a la de muchos otros restaurantes, hasta que Pitu me guió hasta un vano que hacía de entrada a una pequeña sala con sensores de movimiento que, al llegar nosotros, dieron comienzo al show: se encendieron las luces y me encontré en una sala de dimensiones regulares con dos paredes ocupadas desde el suelo al techo por estanterías llenas de botellas de los mejores champagnes del mundo. En la pared del fondo, un gran plasma donde se sucedían imágenes del viñedo de la Champaña. A través de unos altavoces, nos envolvía una música que a Pitu le evocaba el espíritu de esos vinos. Y por supuesto, copas para recibir el dorado líquido burbujeante de una botella escogida entre cientos y abierta solo para nosotros. "He querido recrear un viaje sensorial a través del champagne en esta sala: la vista, el oído, el olfato, el gusto y… te falta el tacto, Marga". Entonces me pidió que metiera la mano en un enorme bol que estaba sobre una mesa en el centro de la sala tapado con un lienzo, sin levantarlo. Al momento, sentí algo inasible, escurridizo entre mis dedos, y Josep levantó la tela y ante mis ojos aparecieron miles de bolitas de mercurio que, en mis manos, querían recrear el chisporroteo y el burbujeo del champagne acariciando la boca y bajando por la garganta.
Había otras tres salas similares: una dedicada a la Borgoña, donde la sensaciones táctiles se recreaban mediante decenas de saquitos de diferentes tamaños hechos de terciopelo granate y llenos de tierra traída de diferentes viñedos de la zona, que representaban la suavidad de los vinos borgoñones en boca (el terciopelo) y la importancia que el terroir adquiere en la Borgoña (la tierra); una tercera dedicada a Jerez, con maravillosas y rarísimas botellas de olorosos, amontillados, la mayoría de las categorías VOS (Very Old Sherry) y VORS (Very Old Rare Sherry), donde el albero no podía faltar; y por último, la cuarta dedicada a los vinos del Priorato, con el protagonismo de las licorellas, pequeñas, oscuras y brillantes láminas de pizarra que aportan un fuerte carácter mineral a los vinos de la zona.
La bodega es tan alucinante que, tras visitarla, los programadores del iPhone idearon una aplicación para que sus abonados pudieran acceder a ella...
Josep es, de los tres hermanos, el que está en la sala en contacto con los clientes y el encargado de explicarles qué es El Celler de Can Roca y qué les van a ofrecer: "placer, por supuesto, es nuestra finalidad", responde Pitu. Y ese placer, en lo que a los vinos se refiere, pasa por su sabiduría y también, por qué no decirlo, por su subjetividad. "Todos los vinos que proponemos en el restaurante los he probado y los he elegido yo" -nada menos que 2.800 referencias, entre las que se encuentran vinos de varias bodegas de Granada como Barranco Oscuro, Naranjuez Baco Pérez o El Cauzón-. "Quizás no estén todos los míticos, pero sí todos los que me emocionan. Y desde este prisma, puedo aconsejarlos a mis clientes". Oirle hablar de cómo un vino puede expresar el carácter del terroir, del elaborador, del entorno histórico-cultural, nos hace comprender su visión holística de la realidad que se transmite al restaurante. También le da una importancia extrema a su equipo, a la gente que hace posible que El Celler de Can Roca sea un festival para los sentidos para cada comensal. Un ejemplo es su segundo sumiller, Carles Aymerich, que en 2009 se alzó con el título de Mejor Sumiller de España y representó a nuestro país en el Mundial de Sumilleres que se celebró en Chile ese mismo año. En una entrevista que hice a Carles con motivo de estos logros, le pregunté qué tenía que tener un vino para estar en la carta de El Celler de Can Roca, y sin dudarlo me contestó: "Sinceridad, Terruño, Tipicidad y Emoción".
"Si El Celler de Can Roca fuera un vino -me decía Pitu- sería un cava. Un vino espumoso hecho aquí, bajo el sol mediterráneo, con las tres variedades autóctonas típicas, de vieja raíz y nueva savia". Una alegoría a los tres hermanos y a la herencia paterna. Y es que los hermanos Roca no han olvidado nunca sus humildes orígenes. Su padre conducía un autobús de línea y un día vio un local en venta y decidió abrir allí Can Roca, convencido de que la cercanía de una fábrica y el que estuviera frente a una parada de autobús garantizaba que hubiera clientes. Una casa de comidas de las de toda la vida, de cocina tradicional, para trabajadores, junto a la cual, pared con pared, se yergue hoy en día el Celler de Can Roca, con sus tres estrellas Michelín y la distinción de Mejor Restaurante del Mundo, comprometidos con la vanguardia pero con los pies bien plantados en los aromas de la cocina de su madre, para los tres hermanos "su indiscutible Número Uno del Mundo".
Muchas felicidades amigos. Os lo merecéis.
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