Bodegas Castañeda: Un siglo de follazas, vermús y calicasas

El ADN de Granada

En 2027 el célebre local de la calle Almiceros presidido por la enorme cabeza de un toro, cumplirá cien años

Placeta de los Carvajales: el viejo ciprés que sueña con vivir en el cementerio

Interior de las bodegas Castañeda.
Interior de las bodegas Castañeda. / A. C.

CUANDO trato de comunicar a la vida mi enojo me voy a las bodegas Castañeda. Con un vermú el enojo remite bastante, con dos casi no se nota y con tres desaparece por completo. Es magia. Allí los vermús se renuevan con una facilidad pasmosa. Como dicen los ingleses y mi propia experiencia: una copa no es suficientes, dos son suficientes y tres no son suficientes. En aquellas bodegas presididas por un toro (dicen que fue el que mató a Frascuelo, pero nadie pone la mano en el fuego por ello), entro como entra un pistolero en el salón de un western. Me siento el protagonista de la película, el consumado bebedor de vermús. Yo voy casi todos los fines de semana a las doce, cuando el bar todavía no ha sido tomado por los guiris y turistas patrios, cuando los que entran son los lugareños, los clientes habituales. Abducido por un ambiente que conviene decodificar sabiendo que los estímulos –la cabeza del toro, los toneles viejos, los camareros gritones, los codazos y empujones…– provocan una fidelidad para toda la vida. 

Las bodegas, que en 2027 cumplirán cien años, pasan por varias etapas a lo largo del día. A las once y media de la mañana, nada más abrir, van los parroquianos de siempre. Desde las once dan vueltas alrededor del edificio esperando la apertura del local. Parecen guacharros que buscan el nido. Entre los clientes de toda la vida está Luis Castellón, que fue profesor de Ciencias en el Padre Suárez y concejal del Ayuntamiento de Granada. Luis visita las bodegas desde 1965.

–A los 17 años entré por primera vez. Yo estudiaba en Granada y después de tomarme unos calicasas llegué a la pensión creyendo en Dios.

Luis milita en el optimismo y se acuerda, como muchos granadinos, de cuando en una esquina de las bodegas se ponía Agustín –que antes había sido camarero en el Manila– a vender bocadillos de morcilla y alcachofas con mayonesa y anchoas. Y de cuando el local, que era inmenso y en el que había una parte reservada para los hombres y otro para las mujeres, se partió en dos y fue vendido a distintos dueños. El otro, colindante, se llama Antiguas Bodegas Castañeda. Fue precisamente Luis el concejal que dio el permiso para esa partición del local. Dice que debió de ser por el año 1990 o 1991. Y que se debió a criterios puramente comerciales. Luis, con su barba y su sempiterna pipa, le parece al profesor Bacterio, el de los tebeos.

–Mira, si vas a hablar de mí en tu crónica pones ‘ilustre profesor de Bichos, Vómitos y Matojos’, la palabra ‘ilustre’ me gusta mucho –dice antes de emprender una sonora carcajada.

La Tortajada

Los parroquianos antiguos suelen ocupar el fondo de la barra, en donde está el retrato de La Tortajada. Muchos que entran no saben quién fue La Tortajada, pero los antiguos clientes sí. Lo he contado otras veces, pero una más no importa. Consuelo Tamayo Hernández, más conocida por La Tortajada. Fue una cantante y bailarina de la revista teatral de la conocida como Belle Époque. Le viene el mote porque cuando era una adolescente se casó con su agente teatral, un tal Ramón Tortajada, que también tiene su espacio en la memoria de los granadinos porque participaba en la Tertulia del Rinconcillo y porque aquí fundó una línea de autobuses entre Granada y Motril que fue un fracaso. Un mal tipo que al final se fugó con la cocinera La Toñica y con todos los ahorros del matrimonio.

La Tortajada debutó con quince años en el Empire de París y se codeó con la Bella Otero. Tuvo muchos éxitos en París, Londres y en Estados Unidos. Incluso fue condecorada por el káiser alemán Guillermo II y por el zar ruso Nicolás II, y recibida en audiencia privada por el papa Pio X. Cuando deja los escenarios vuelve a Granada a cuidad de su madre y donde compra un palacete en la Plaza Mariana Pineda. Después de la fuga del marido, La Tortajada cae bajo los encantos de un joven gigoló granadino que le saca el poco dinero que tenía. Vivió su vejez sola, pobre y arruinada. Los periódicos nada dijeron de su muerte, nadie se acordaba de ella. En Santa Fe, a donde volvió ya muy anciana, tiene una calle dedicada. 

Nadie sabe cómo el cuadro de La Tortajada ha llegado a las bodegas, pero allí está ella, observando siempre al personal.

Llega el Bullicio

A partir de la una o una y media empiezan a llegar forasteros, turistas patrios y guiris

–Les llamamos la ‘patrulla canina’ porque vienen con mucha hambre –dice Gabriel, que trabajó en una agencia de viajes y ahora solo viaja desde su casa a la calle Almiceros, que es en donde están las bodegas. 

Salva y Fernando, con Luis Castellón.
Salva y Fernando, con Luis Castellón. / A. C.

Es cuando empiezan el bullicio. Los camareros gritan los pedidos, las conversaciones suben de tono, los clientes se afanan por encontrar un hueco y los guiris abren los ojos como búhos asustados esperando comprender todo aquel ritual. Durante la última reforma, se tapó el mostrador original, que es de piedra Sierra Elvira. Hasta hace unos años había en las ventadas cristaleras de colores con motivos de cuadros famosos, de Goya y de Velázquez, sobre todo. Pero unos gamberros rompieron dos cristales y los que quedaron están al reguardo de otros posibles actos vandálicos.

El camarero más veterano se llama Juan, que lleva casi 40 años, y el más reciente se llama Fernando, que es músico y solo lleva una semana. Mis camareros preferidos se llaman Salva Sierra y Juan José Mota, a los que conozco desde siempre. Salvador me dice que lo que más pide la gente son los requetés y los ebanistas. Yo siempre pido con la primera consumición bacalao con tomate. Con la tercera ya no me acuerdo. 

A las dos de la tarde, quien consiga coger un hueco de barra o barril en el que apoyar la caña, se puede considerar un afortunado. Al turismo masivo, ese que está ahora tan denigrado, no se les escapa que Bodegas Castañeda no está decorado para deslumbrar al visitante como un lugar castizo, sino que siempre ha sido así. Desde los tiempos en los que se tapaban los jamones con trapos negros durante la Semana Santa para evitar la tentación de comer carne en plena Cuaresma. 

–Esto está así siempre. Hasta la una de la mañana que echamos el cierre –dice Salva, que atiende las mesas de la calle. 

–¿Cómo soportas todo esto?

–Es lo que hay. 

En un papel, escribo lo que me dice Salva, que un calicasas es una mezcla de vermú, vino dulce, ron, ginebra, licor de naranja y sifón. Y que un follaza es vino dulce mezclado con vino blanco.

–Todavía hay mucha gente que los pide. Estas bebidas parecen que no pasan de moda. 

Efectivamente. Pasamos nosotros, pero siempre nos quedará el follaza y el calicasas, bebidas que se han introducido en el ADN de los granadinos. Cuando salgo de las bodegas Castañeda siempre tengo la sensación de que he perdido mi sombra. 

stats