¿Dónde están las botas de Pedro Antonio de Alarcón?
Historias de Granada
Se cumplen 20 años del traslado de los restos del autor de 'El sombrero de tres picos' a Guadix
El calzado que llevaba el escritor cuando fue enterrado en Madrid se depositó en el Museo Arqueológico de Granada y nunca más se supo de él
Granada/Dice la leyenda urbana que en pleno apogeo de la calle Pedro Antonio de Alarcón como zona de la movida granadina le preguntaron a un estudiante que citara tres obras del escritor accitano y aquel, ni corto ni perezoso, dijo el nombre de dos bares y el de un pub de la citada zona. La fama de la calle había superado a la del autor de El sombrero de tres picos. Eso fue durante los años ochenta del siglo pasado.
Conocí el apogeo de esa zona en el tiempo en el que en ella nacían y morían los sueños de los jóvenes. Allí estaban los bares, pubs y sitios de comida con los que alimentaban sus sueños. Era el hipocentro de la movida granadina. Yo la recorría a menudo en pleno auge, cuando miles de estudiantes deambulaban de un sitio a otro en busca de juerga y diversión. Los ruidos estaban asegurados y los dueños de pisos en aquella calle huían de allí vendiendo sus pisos o alquilándolos a estudiantes. Y lo que parecía cierto, de ahí la respuesta del estudiante, es que el noventa por ciento de los que visitaban la famosa calle no sabían nada sobre el escritor al que estaba dedicada, el novelista más leído durante tres décadas del siglo XIX.
De todas maneras, al escritor de Guadix no le hubiera molestado que una importante calle de la movida granadina llevara su nombre si tenemos en cuenta que él, desde que llegó a Madrid, con apenas veinte años, hasta su muerte, con casi sesenta, fue el perejil de todas las reuniones. Dotado de una indudable alegría chispa andaluza, además de atesorar un amplio bagaje de experiencias personales y ser un pozo de anécdotas históricas y tradiciones populares, era huésped demandado en los cenáculos literarios, tertulias aristocráticas y cónclaves políticos. Él mismo mantenía una animada tertulia en sus casas de la calle Atocha y de Valdemoro. Y muy regularmente salía con amigos de tabernas. Que le iba la marcha, vaya. Cuando sus restos llegaron a Guadix procedentes de Madrid para ser enterrado en el cementerio de su ciudad natal, yo estaba allí.
El entierro
Son las once de una mañana primaveral del año 2001. El sol reverbera en las lápidas y los mausoleos del camposanto accitano. Varias personas estamos esperando que lleguen los restos mortales de Pedro Antonio de Alarcón. Conmigo están Tico Medina, que es el que se había encargado de hacer una glosa del escritor en al Ayuntamiento, y Jesús Arias, que ha ido a escribir la crónica para El País. En otro grupo está el alcalde Guadix, José Luis Hernández, más conocido por Chelu, contando los trámites que han tenido que hacer para que los restos mortales de uno de los máximos exponentes de la novela realidad de la segunda mitad del siglo XIX vuelvan a la ciudad que lo vio nacer. Y también hay dos hermanos fossores, con sus togas de fraile marrones y sus capuchas a juego. Serán ellos los encargados de dar sepultura al escritor, que es lo que hacen con todos los muertos que llegan a sus dominios.
Tico Medina me cuenta algo sobre los hermanos fossores. Me dice que son parte de una congregación fundada precisamente en Guadix que se encarga de realizar las labores propias de un cementerio, desde abrir y cerrar las puertas cada a día, a las tareas de limpieza, arreglo de sepulturas y custodia del camposanto, en general. Tico nos dice que está congregación está a punto de extinguirse ya que quedan menos de diez representantes de esta orden en toda España. La congregación tuvo su época de esplendor cuando tenía hermanos en Jerez de la Frontera, Huelva, Vitoria, Pamplona y Mallorca. El fraile que está más cerca de nosotros se llama Hermenegildo. Tiene los ojos acuosos y un rostro que rebosa humildad. Nos mira y su sonrisa es de las que transmite tranquilidad.
El cementerio es así: senderos a cuyos lados hay tumbas, casi todas bien aseadas gracias a la labor de los fossores, pequeños árboles y los inevitables cipreses. Debe ser uno de los camposantos mejor cuidados del mundo. Al fondo hay una pared llena de nichos y a la derecha se va a la casa-cueva donde viven los cuatro frailes fossores, los únicos que quedan.
-A estos les queda dos telediarios. Ya no hay nadie que quiera ser fraile y menos de los fossores -me dice Tico.
Pero al muerto que hay que enterrar hoy, dos de mayo de 2001, es un ilustre. Nada menos que a Pedro Antonio de Alarcón, cuyos restos mortales vienen de Madrid, ciudad donde murió en 1891. Hay mucha gente interesada en Guadix en desmentir una leyenda. Dicen que cuando Pedro Antonio de Alarcón, siendo muy joven, se fue de su pueblo natal tras una pelea sostenida con su padre, al salir del pueblo se quitó las zapatillas que llevaba y se las sacudió al tiempo que decía que de Guadix no se quería llevar ni el polvo. Pero hay quien dice que eso fue más producto de una licencia literaria que de la realidad, ya que después regresó varias veces y siempre con el ánimo de volver.
Tico Medina me contaba que había leído mucho sobre Pedro Antonio de Alarcón y que su obra preferida, sin dudarlo, era el viaje que había hecho por La Alpujarra. Me acuerdo de que yo le hablé de El Clavo, una obra que me había intrigado mucho en mis primeras lecturas y que luego había visto en el cine. El argumento es el de un juez que investiga el asesinato de un indiano cuyo cráneo fue hallado con un clavo incrustado. La sospechosa es una señora que se llama Blanca y que, precisamente, es la mujer de la que hace tiempo está enamorado el juez. Y es que, si algo tenía Pedro Antonio de Alarcón, era imaginación.
Biografía apresurada
Pedro Antonio de Alarcón nació 1833 en Guadix, por entonces una ciudad sumamente compleja y problemática, con "vocación de avispero", a decir de Carlos Asenjo Sedano. Era el cuarto de una familia de nobles venida a menos porque se arruinó durante la Guerra de la Independencia. Durante un tiempo se ganó la vida escribiendo poemas amorosos y satíricos que vendía a los interesados. El destino le puso en medio a un tal Manuel Hazañas, un político gaditano al que se le conmutó la pena de muerte por su confinamiento en París.
Fue Hazañas quién lo metió en El Eco de Occidente, donde empezaría a trabajar como aprendiz de periodista. Tenía entonces 15 años. Él quería ser escritor y su padre se empeñaba en que fuera al seminario. Tuvieron ambos una agria discusión y a resultas de la misma Pedro Antonio, más conocido por Periquín, decidió irse de Guadix. Es cuando dicen que se quitó las zapatillas, se sacudió el polvo e hizo una promesa a estilo Lo que el viento se llevó:
-Juro por Dios que nunca volveré a este pueblo.
Vivió unos años en Granada, donde dirigió el semanario El Eco de Occidente y mantuvo una breve relación sentimental con la escritora granadina Enriqueta Lozano. Ambos se sentían atraídos y empezaron a salir. A los dos les apasionaba la creación literaria y se movían por el mismo mundillo intelectual granadino. Pero tenían posiciones ideológicas insalvables. Ella era una mujer tradicionalista y muy religiosa. Él era un liberal dispuesto a acabar con el clero y con todo lo que huela a inmovilismo. Y todo esto, justo en el momento en que la situación política nacional ardía con los constantes enfrentamientos entre moderados y progresistas. El flechazo le salió desviado a Cupido por culpa de la situación política. Es como si hoy un simpatizante de Podemos se enamorara de una simpatizante de Vox. Con quien se casó el escritor en Granada fue con Paulina Contreras Reyes. Con ella tuvo cinco hijos.
En Madrid triunfó como escritor y como cronista de guerra. Y sí que regresó a Guadix, al menos trece veces. Una de ellas para llevar a cabo su famoso Viaje por la Alpujarra. Obras como El Clavo, El escándalo y El sombrero de tres picos, fueron éxitos de ventas y sus crónicas sobre la Guerra de África eran leídas por miles de lectores. Como integrante de la Unión Liberal tuvo diversos cargos, como el de consejero de estado con Alfonso XII, en 1875, o el de diputado, senador, y embajador en Noruega y Suecia. Además, fue académico de la Real Academia de la Lengua desde 1877.
Un pasaje de su biografía que le hizo ver la vida de otra forma es cuando se batió a duelo con un escritor venezolano por defender posturas contrarias en torno a Isabel II. Alarcón criticaba duramente a la reina en un artículo y el venezolano la defendía en otro. Así que cogieron las pistolas y decidieron que hablaran las balas. El accitano fue el primero en disparar y falló. El venezolano decidió perdonarle la vida y tiró al aire. Aquello le produjo una gran crisis moral y existencial.
Al morir en 1891, tuvo un entierro anónimo y sencillo. Es lo que quería. Fue enterrado une una tumba con el número 2.752 en el cementerio de San Justo. En 2001 el Ayuntamiento de Guadix decidió rescatar sus restos de la tumba anónima y trasladarlos a Guadix. Los estudiosos de la obra de Pedro Antonio habían encontrado un texto suyo de una carta dirigida a su hermano que decía: "Me siento orgulloso de ser de Guadix. Guadix es mi pueblo, es mi cuna. Sea, si Dios quiere, mi sepulcro".
Llegan los restos
Aproximadamente las once y media llegaron los restos del escritor al cementerio accitano. Habían pasado por el Laboratorio de Antropología de la Universidad de Granada, donde fueron sometidos a un tratamiento de conservación. También habían sido expuestos en el Ayuntamiento de Guadix para todo aquel que hubiera querido verlos.
-Maestro vámonos para el pueblo que se nos hace tarde. Allí estará usted tranquilo, escuchando las campanas de la Catedral que tanto le gustaba oír -dijo Chelu cuando fue a Madrid a por los restos de su paisano.
Tico Medina dijo de él cosas muy bonitas, como que había sido el primer corresponsal de guerra serio de la historia de España y que para escribir sus crónicas había utilizado una prosa tan afilada como sencilla. Tico cuenta siempre las cosas de manera descriptiva y brillante.
Los restos estaban, lógicamente, ya carcomidos por el tiempo. En la urna funeraria había una amalgama de huesos y apenas había rastros de su ropa. Lo más curioso era ver cómo sus botas habían desafiado con mucha dignidad el paso de los años. Eran unas botas cuarteleras por las que habían pasado más de cien años. Yo pude tocarlas y a punto estuve de cortar un trozo cuando nadie me veía. Cuenta Azorín que cuando exhumaron los restos de Espronceda, eran solo un montón de huesos pero que se conservaba muy bien el chaleco de seda.
Azorín, sin que nadie lo viera, le cortó un botón de nácar del chaleco y lo guardó en un profano relicario. ¿Pero para qué quería yo un trozo de bota de Pedro Antonio de Alarcón? Seguro que al que se lo enseñara me tomaría por un loco. Me cuentan que esas botas fueron llevadas al Museo Arqueológico para ser tratadas con alguna técnica de conservación y nunca más se supo de ellas. El Ayuntamiento accitano no las reclamó y seguramente alguna limpiadora del Museo las tiraría a la basura. O alguien las tiene en el armario de su casa.
Tal vez por deformación profesional, cuando vi los huesos del escritor accitano antes de ser definitivamente enterrado en su nueva tumba, me fijé si en la parte superior de su calavera había la señal de un clavo. Pero no, no la había.
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