El carácter de los granadinos (y 5): Lo que han dicho sobre nosotros
Historias de Granada
La mayoría de los escritores y pintores que han venido a Granada han alabado su belleza, pero otros nos han puesto a caer de un burro
Doré supo captar "la infinita melancolía de esta ciudad” y W. Somerset Maugam la califica de "triste, gris y desolada"
Granada/Los granadinos siempre hemos dejado que sean otros los que nos describan la ciudad en la que vivimos. Parece como si nosotros nos conformáramos solo con vivir en ella. ¡Que nos la expliquen otros!, parece ser nuestro lema.
Eso lo tiene muy claro Rafael Guillén. Nuestro poeta escribió: "Digo Granada, y toda la historia se me echa encima para pedirme cuentas. Yo no puedo escribir sobre Granada. Yo sólo puedo pronunciar su nombre y que el aire ponga lo demás. Ese aire transparente, por el que se filtra la difícil luz clarísima que envuelve la ciudad como si fuese un objeto de regalo; increíble luz que no parece externa, que surge como un latido interior de entre las casas".
Antonio Campos, lúcido intelectual, está convencido de que "nuestro ser y nuestro carácter parece decisivo a la hora de situarnos y enfrentarnos, con orgullo o con fatalidad, a los distintos avatares que la vida y la sociedad nos depara". Si a Sevilla se le pone el adjetivo de "alegre", a Ávila el de "espiritual" y a Lisboa el de "melancólica"… ¿qué adjetivo hay que poner a Granada?
Los granadinos nunca nos atrevemos a poner ese único adjetivo y hemos estado siempre pendientes de los que otros han dicho sobre nosotros. Gustavo Doré supo captar esa "infinita melancolía de la ciudad" en sus impresionante grabados que le dedicó. Estaba convencido, como Fernández Almagro, que en "Granada solo había que subirse a una silla para encontrar un paisaje". Doré captó en sus trabajos la fisonomía exótica del paisaje que le ofrecía el Sacromonte y sus habitantes, los gitanos. Dijo de los gitanos del Sacromonte que "en sus cuerpos hay melancolía y cansancio, como si los devorase siempre la fiebre del amor y de la música".
Teófilo Gautier vino y se entusiasmó tanto con Granada que quiso venirse a vivir aquí después de pasar cuatro días viviendo en La Alhambra, "que fueron los instantes más felices de mi vida". Gautier era novelista, poeta, crítico y pintor. Después de pasar un tiempo aquí mediados del siglo XIX, escribió: "Granada es alegre risueña, animada, aunque ya no posea su antiguo esplendor". Más adelante señala que las "callejas sinuosas por las que no pueden circular calesas, recuerdan en todo a las morunas callejas de Argel. El único ruido que se oye es la herradura de algún mulo que arranca chispas a los guijarros, o el son monótono de una guitarra que bordonea en el fondo de un patio".
Está claro que Granada es una ciudad que da pie a soliviantar los sentidos y en la que merece la pena vivir. Eso lo han resaltado miles de escritores y viajeros que en ella han recalado. "Granada emociona hasta deshacer y fundir todos los sentidos", dijo Henri Matisse. Aquí venían los pintores y los artistas y se quedaban enganchados.
"Con Granada se despierta los sentidos más dulces. La vista, el oído, el tacto y, sobre todo, el dulce gusto por todo", dijo el escultor Jorge de Oteiza. Ernest Hemingway dejó escrito otro piropo para la ciudad de la Alhambra: "Si tuviéramos que visitar una sola ciudad en España, esa debería ser Granada".
Las frases sobre la belleza de Granada se pueden contar por miles y de ellas se podría hacer una enciclopedia. Miguel de Unamuno dice en un texto en una misiva: "Las lágrimas me subían a los ojos, y no eran lágrimas de pesar o de alegría, eran de plenitud, de vida silenciosa y oculta por estar en Granada".
Han sido pues muchos los escritores que han cogido la pluma, la máquina de escribir o el ordenador para alabar Granada. "Granada es como la novia de cristal de nuestros sueños, todo el que la ve, tiene la ilusión de volver a visitarla", dijo Chateaubrian cuando pasó por aquí. A Chateaubrian, que se citó en la Alhambra con su amante la vizcondesa de Noailles, le dolía el aire lastimoso y ruinoso de la Alhambra.
Y lo mismo que a otros viajeros, le desagradó la gente miserable que, según él, habitaba el palacio. Su compatriota Alejandro Dumas dijo en una de sus novelas: "La verdad, señora, empiezo a pensar que hay un placer todavía mayor que el de ver Granada, y es de volver a verla". El autor de El conde de Montecristo y de Los tres mosqueteros se hospedó en una pensión de la Calle Silencio. Era tan gordo y tan jovial, que se lo pasó estupendamente en nuestra ciudad. Tanto, que se le olvidó las crónicas que le había prometido al periódico La Presse, por lo que fue demandado judicialmente. Dumas siempre recordaría los templos de la gastronomía y del buen vivir granadinos y esa luz de otoño que "imprime en las cosas y en las figuras esa coloración cálida y vivaz que yo no había encontrado antes de venir a España".
Y hasta el mismo Shakespeare escribió "todo curioso viajero guarda a Granada en su corazón, aún sin haberla visitado". Hay que sopesar que Shakespeare nunca estuvo en Granada, aunque su Hamlet tenga un ramalazo de malafollá.
No todo son flores
Y lo mismo que hay frases de abalanza sobre Granada que merecen ser grabadas en un azulejo, hay otras negativas que, sin duda, han contribuido a hacernos pensar en cómo somos realmente los granadinos.
Una de las aportaciones del escritor Laurie Lee en Una rosa para el invierno es su definición del carácter granadino por excelencia. Dice de los granadinos que "son conocidos en toda Andalucía como gente aparte, maldita, con formas de actuar que los reduce a veces a una melancolía asesina". Se estaba refiriendo sin duda a la malafollá. De todas maneras, Laurie Lee pasa por ser un autor que se inventó, según algunos estudiosos, que estuvo en la Guerra Civil española formando parte de las Brigadas Internacionales. Lo que sí es cierto es que se recorrió España subsistiendo gracias a lo que ganaba con su violín como músico ambulante. Cuando recaló en Almuñécar, escribió sobre los sexitanos: "Son gente fatalista, de conversaciones oblicuas y con una conversación cuajada de proverbios".
W. Somerset Maugham, autor inglés de referencia y un gran viajero, vino a Granada a comienzos del siglo pasado y escribió un libro sobre Andalucía que se publicó en 1931. En ese libro dedica unos cuantos capítulos a Granada a la que califica de "triste, gris y desolada". Decía que sus habitantes estaban siempre vagabundeando "melancólicos y ociosos por las calles". Nos tacha a los granadinos de taciturnos y sombríos y se atreve a culpar a la Sierra de que seamos unas personas apagadas e inexpresivas. Después de ver a nuestra montaña velada por las nubes y un halo de niebla a su alrededor, escribió: "Comprendí entonces que esas moles grises con su manto de nieve, imposibilitaban a la ciudad construida a sus mismos pies de entregarse por entero a la locuacidad y a la alegría". Con un par.
Otro que puso a parir a Granada fue Richard Ford, un avinagrado viajero inglés (no confundir con el gran novelista norteamericano) que estuvo cuatro años –desde 1830 a 1834– viviendo en el Palacio del Generalife gracias a un chanchullo administrativo y que se fijaba más en nuestros defectos que en nuestras virtudes. Su cometido era el de desmentir los tópicos sobre España y Andalucía que habían difundido los viajeros del Romanticismo. Escribió lo siguiente: "Pocos lugares de la península ofrecen un contraste más triste entre el pasado y el presente. Bajo los moros, Granada fue rica, brillante, culta, industriosa y valerosa. Ahora es pobre, aburrida, ignorante, indolente y áspera". Y más adelante: "Granada se estanca en una iletrada ignorancia: ni tiene librerías, ni letras, artes o armas, exceptuando la de una riña de gatos. La enseñanza se encuentra en su punto más bajo. El insignificante comercio está muerto. A Granada le faltan muchos caminos por recorrer". La guía donde escribió esto (Cosas de España. El país de lo imprevisto) tuvo un gran éxito y es posible que sirviera a los gobernantes granadinos de entonces para ponerse las pilas. Eso sí. A pesar de todo amaba Granada. La prueba está en que cuando regresó a Inglaterra, a Exeter, construyó una residencia en estilo neomudéjar que recordaba al Generalife y sus jardines. Allí albergó una gran biblioteca de libros en español que había reunido para estudiar a partir de 1837 la historia y costumbres de este país, labor a la que quiso consagrar su vida. Hay un retrato que le hizo el padre de Bécquer en el que está vestido a estilo Chorrojumo.
Hay otros autores que, como Richard Ford, piensan que Granada estaba mejor antes de ser reconquistada por los Reyes Católicos. Claro que ellos no vivieron en aquella época para comprobarlo. A finales del siglo XVIII, un diplomático francés llamado Juan Francisco Peyron, lamenta el abandono terrible en que se encontraba Granada en ese tiempo porque "mientras los moros poseían el reino de Granada, era el país del mundo más alegre y mejor cultivado. La población era inmensa, sus valles y sus montañas estaban cubiertas de viñas y de árboles frutales, pero hoy… ¡qué cambiado está!".
Una ciudad como otra cualquiera
Otro de aquellos escritores románticos que se pasaban la vida viajando porque no tenían otra cosa mejor que hacer y tenían dinero para ello, un tal H. D. Inglis, vino por Granada y dijo que aquí "existe casi una igual cantidad de pordioseros y holgazanes. Sin embargo, se me antoja que en los niveles más bajos hay más grosería que en cualquiera de otras ciudades del sur. Se mira a los extranjeros con más descaro que en ninguna otra parte, y es difícil pasar ante un grupo de desocupados sin que surja una burla o una risa". Y yo me imagino a uno de estos turistas ingleses que vienen vacaciones con pantalón corto, sandalias y calcetines. ¿No es para reírse?
Algunos de los viajeros románticos se fijaban más en las granadinas que en los granadinos. Así el viajero e hispanita Henry Swinburne, que vino dejó a su mujer en Bayona y se vino en 1770 a Andalucía, dice que aquí en Granada "el sexo femenino es realmente bello con cualquier clase de vestido. Su cutis es el más blanco, el color de su piel más claro y sus mejillas brillan con un tinte más subido que en ninguno de los rostros que hemos encontrado en nuestro viaje". Nos encuentra Swinburne "guapos y menos perezosos que sus vecinos andaluces", además de "diestros para todos los ejercicios, finos e ingeniosos". Que le llenen al inglés.
Un tal E. F. Lantier escribió a mediados del XVIII en tono de humor el Viaje a España del caballero San Gervasio. En ella se dice que "hay en Granada, o en sus entornos, unas diez mil fuentes y 500.000 habitantes, de los que dos tercios son gentes ociosas e inútiles, tales como leguleyos, frailes y mendigos". Yo creo que se pasó con las fuentes.
El periodista ruso Iliá Ehrenburg visitó Granada al comenzar el siglo XX. Dice que "es una ciudad como otra cualquiera". Se dedicó durante su estancia en la capital a escribir sobre las huelgas, los asesinatos y la situación política. Ni un solo piropo a Granada.
De todas maneras, tampoco hay que irse al extranjero para encontrar a escritores que han denigrado a la ciudad o a su gente. En su Homenaje a GranadaRicardo Villa-Real habla del escéptico, huraño y ácrata Pio Baroja, que en una de sus obras (El mundo es ansí), hay el siguiente diálogo entre dos personajes:
–Bueno, ahora se me ocurre una duda. ¿Cómo relaciona usted la falta de imaginación, que usted atribuye a los árabes, con la Alhambra, que se considera como una de las cosas más fantásticas del mundo?
A lo que el otro, contesta:
–Porque es un error. La Alhambra es la representación completa de la filosofía del chimpancé. Esta sala, para bañarse; la otra, para secarse y tomar el sol. ¿Imaginación? Ninguna.
Y en su Memoria de un hombre de acción el escritor nos cuenta una anécdota que le pasó cuando fue a la Alhambra con Ortega y Gasset, que había venido a Granada a dar una conferencia. Aquella mañana en que visitaron con otros amigos el monumento nazarí, hacía mucho frío y al escritor se le ocurrió decir:
–Si aquí en estos salones, en tiempos de los moros, no había ni cortinas o cristales o algo por el estilo, los Mohamed y los Boabdil se morirían de frío.
Comenta el escritor vasco que cuando publicó esto "se ofendió el patriotismo local y unos días después recibió una carta con pretensiones de ironía y unos calzoncillos pequeños de lana". No le mandaron un vino Malafollá porque por entonces nadie lo había cosechado.
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