El carácter de los granadinos (2): El pesimismo ganivetiano

Historias de Granada

Son varios los autores que piensan que el fatalismo de Ángel Ganivet tiene que ver con la forma de ser de los nacidos en Granada

En 1998 se intentó sin éxito que el Parlamento Europeo homenajeara al escritor que se suicidó en Riga

Casa molino de Ángel Ganivet, con la escultura de Loayza.
Casa molino de Ángel Ganivet, con la escultura de Loyzaga.

En octubre de 1998 formé parte de una delegación granadina que había ido a la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo a tratar de implicar a la institución en un homenaje a Ángel Ganivet. Habían pasado cien años justos de que el escritor granadino se tirara al río Duina. Estábamos recordando al escritor suicida en un pequeño restaurante de Estrasburgo. Yo estoy sentado muy cerca de Antonio Gallego Morell y de la eurodiputada María Izquierdo. Tan cerca que los oigo hablar perfectamente. Ambos coinciden en que Granada la bella es su libro más conocido, pero no el mejor. A María Izquierdo le encanta las Cartas Finlandesas y el preferido de Antonio Gallego es Idearium Español, donde Ganivet estudia los componente del espíritu español (senequismo, misticismo, cristianismo, individualismo) que se plasmaron en grandes gestas como la conquista de América. También analiza los males de su presente como la abulia, la pereza y la indisciplina y piensa que es necesaria una profunda renovación espiritual en España. Yo no he leído ninguno de esos dos libros, pero Antonio Gallego y María Izquierdo hablan con tal pasión de ellos que me entran unas ganas enormes de leerlos.

-Cuando regresemos a Granada yo te los regalo. Tengo varios de los dos -me dice Antonio Gallego.

Entre los planes de Gallego Morell estaba el que el Parlamento Europeo aceptara impulsar un hermanamiento entre Riga y Granada con motivo de ese centenario. Ese hermanamiento nunca se llevó a cabo. En todos sitios había buenas palabras, pero pocas intenciones.

Antonio Gallego Morell me regaló los libros de Ángel Ganivet prometidos, algunos de cuyos párrafos releo de vez en cuando para no olvidarme nunca de la ciudad en la que estoy viviendo.

Los granadinos son más ganivetianos que lorquianos. Les acerca más el carácter del escritor que se suicidó en el río Duina que al que asesinaron en Víznar, mucho más alegre y vitalista. Cuando llegué a Granada aprendí, por ejemplo, que los granadinos no son de sonrisa fácil. El rostro granadino es un rostro serio, severo. No sonríe sin una razón para hacerlo. Yo lo noto cuando en alguna intervención mía en algún foro, digo alguna gracieta, una de mis humoradas, y compruebo que casi nadie se ríe. A lo mejor se están riendo por dentro, pero casi nunca por fuera. Los sevillanos y los cordobeses, por ejemplo, sonríen más, con todos los dientes, sin motivo alguno. Pero una sonrisa granadina es difícil de ganar. Ahora que lo sé, lo llevo mejor. Hace poco en la presentación del libro de Ángel Olgoso dije algo gracioso, como que mi matrimonio era tan previsible que iba a salir mal que en mi boda mis amigos me regalaron una vajilla con los platos ya rotos. Yo lo había dicho para que se riera la gente, pero observé al público y no vi sonrisa alguna. Se lo comenté después a Olgoso.

Retrato que le hizo Ruiz de Almodóvar.
Retrato que le hizo Ruiz de Almodóvar.

-Claro. No has visto las sonrisas porque llevan todos mascarillas -me dijo el cuentista para justificar a sus paisanos.

-Joder, es verdad.

La 'idiosingracia' granadina

Paco Izquierdo iba un día a dar una conferencia sobre ‘El humor y la idiosincrasia de los granadinos’ y cuando entró y vio el careto de muchos asistentes cambió sobre la marcha el título de la conferencia y al final habló del humor y la ‘idiosingracia’ de los granadinos.

Debe ser porque estamos contagiados por ese virus ganivetiano que nos inocula a veces tristeza, melancolía y desesperación. Ricardo Villa-Real lo llamaba ‘estado ganivetiano’. Decía que a los granadinos pasábamos a menudo por momentos finiseculares caracterizados por “inquietantes dosis de pesimismo, sombrío y fatalista en ocasiones, casi siempre indisimulable”.

La mayoría de los escritos de los autores que formaban lo que se llamaba la Cofradía del Avellano, porque era en torno a esta fuente donde se juntaban, están contagiados de ese espíritu negativo que impregnaba la obra y la misma vida del escritor suicida. Los destellos de esperanza eran fugaces, apenas vistos.

Walter Starkie, el autor de Don Gitano, dejó escrito que cuando vino a Granada, le extrañó el carácter de su gente, que no era igual que al resto de los andaluces, “por su reserva y melancolía”. Dice que Granada “no se parece en nada a la improvisadora, ingeniosa y chispeante Sevilla”. Menos mal. Para Starkie, que dedicó parte de su vida a estudiar la etnia gitana, en Granada no existía ese ‘salero’ andaluz que había en otras provincias. “Sea o no por la influencia de Ganivet, el caso es que yo siempre veo en el granadino un filósofo y mensurado individuo, un castellano en tono menor”, dijo el hispanista.

Luis Llorens Torres, un poeta periodista puertorriqueño que estudió abogacía aquí en Granada, escribió un libro que dedicó a su novia, la granadina Carmen Rivero. Después se casó con ella y se fueron a vivir a Puerto Rico. En ese libro Luis Llorens dice que, en todas las bellezas de Granada, en sus monumentos, en sus cármenes y en sus contornos, “se deja ver una melancolía sublime, quiero decir que por todas partes domina la nota triste”. Dice el poeta que el carácter de los granadinos es melancólico. En cuando a las granadinas, dice conocerlas bien porque se casó con una. Deja constancia de que son las más bellas de España. Sin embargo, hay un 'pero', como el que se pone en las cruces de mayo: “parecen que han heredado el misticismo de los árabes”. Cree que “son tristes y que se contagian en medio de tanta tristeza”. No sé cómo le iría a este hombre el matrimonio con la granadina, pero barrunto que no muy bien.

Monumento a Ángel Ganivet en los jardines de la Alhambra.
Monumento a Ángel Ganivet en los jardines de la Alhambra.

Un íntimo amigo y confidente de Ganivet, Nicolás María López Fernández, también estaba contagiado por el virus del pesimismo ganivetiano. Se queja en sus escritos de la pereza del granadino, que “quizás sea una reminiscencia del fatalismo musulmán”. Este hombre decía que la belleza de Granada infundía a sus habitantes “un veneno sutil, un espíritu de postración que sería mortal y degradante, sin en el fondo de esa filosofía de desilusión y desengaño, no brotaran las alabanzas a Dios, grande y misericordioso”. Menos mal.

El novelista José Fernández Castro, al que traté en los últimos años de su vida, decía que el granadino es el ser que, por su identificación con el medio, más se parece a un vegetal. “Desde pequeño se enfrenta a un panorama singular y llamativa belleza que lo impulsa a pensar en los esplendores y desgracias de las épocas pasadas y que, a la vez, la llena de inquietud sobre el futuro”. Fernández Castro estaba convencido de que ese influjo de la belleza convertía a muchos creadores en excepcionales, pero que también hacía aumentar el censo de los artistas frustrados. “Esto los hace encerrarse en su propia soledad, que miran con desdén y reserva… Así, muchos granadinos son seres aislados, incatalogables en los que el venero de la indolencia y del escepticismo fermenta calladamente. Precisamente por haber tanto artista fracasado, la envidia entra en la aleación de los granadinos, si bien es justo reconocer que no se trata de la humana y mezquina envidia por tener, sino de otra más enervante y perturbadora por ser”.

El referido Ricardo Villa-Real no se atreve a definir el carácter del granadino, pero sospecha que somos especiales “por tantas razas, tantas mezclas, tantos criterios religiosos trascendentes, tantas actitudes vitales, tantos matices de cultura o de subdesarrollo…”.

Está claro que todos estos autores leyeron a Ganivet, miembro de esa generación de llorones que convirtieron la decadencia de España en un género literario. Me estoy refiriendo a la generación del 98, autores faltos de bicarbonato que, a mi parecer, confundían su ardor de estómago con los males de la patria. España las estaba pasando canutas en el contexto de su historia y hubo muchos escritores que cogieron la pluma para decir que esto ya no tenía remedio, trasladaron un pesimismo al resto del país y tuvo un eco importante en Granada, ya que la llamada generación del 98 adoptó a Ángel Ganivet como su precursor.

El drama

La vida de Ganivet es perfecta para un drama cinematográfico y no sé cómo no se ha hecho ya una película biográfica sobre él. Dicen sus biógrafos que estaba destinado a ser molinero, pues sus padres poseían un molino, pero una caída de una higuera le produjo graves daños en una pierna. Estuvieron a punto de amputársela porque se le gangrenó, pero lo evitó la madre. Ganivet se negó a utilizar muletas, a pesar del esfuerzo que le suponía andar. Ahí fue donde comenzó a agriársele ese carácter que le acompañaría toda la vida.

Ganivet sembraba tristeza y pesimismo allá por donde iba. Josep Plá cuenta que cuando el pintor Rusiñol estuvo en Sitges para inaugurar el monumento al Greco, conoció al escritor granadino porque lo sentaron junto a él en una cena que organizaron varios intelectuales. “Cuando todos se habían ido, aquel hombre borroso -dice Pla refiriéndose a Ganivet- que llevaba en la cara la tristeza de las casas de huéspedes y de las soledades que había sufrido, habló unas horas ante cuatro amigos de las amargas obsesiones de la vida”. En ese mismo acto de la inauguración del Greco, el pintor Miguel Utrillo cuenta que quiso conocer al escritor granadino y se le acercó a él para preguntarle qué le parecía la escultura. Ganivet le contestó:

-¡Y a usted qué le importa!

Utrillo dice también en una entrevista que concedió a La Vanguardia sus impresiones sobre el escritor: “El pobre Ganivet era un anormal. Discutía con una violencia que no podía ser igualada con nadie: cuando defendía un criterio lo sostenía ferozmente. Se nos ponía frenético, pálido, desencajada, babeaba… Y cuando la cosa se ponía tan grave que debía terminarse lógicamente por vías de hecho, abandonaba todo hecho transaccional, se levantaba del asiento y se marchaba. Y así todos los días”.

Amelia Roldán, la mujer que amó Ganivet.
Amelia Roldán, la mujer que amó Ganivet.

Estudió Derecho y Filosofía y Letras en Granada y el doctorado en Madrid. En la capital de España asistió a tertulias literarias y le picó el gusanillo de la escritura. Fue amigo de Unamuno y se presentó con él a unas oposiciones a cátedra de Griego. Unamuno la ganó para Madrid y Ganivet la perdió para Granada. Un palo para su ánimo porque él quería establecerse en su ciudad natal, en donde tenía muchos amigos que se reunían en la Fuente del Avellano.

Ganivet sacó plaza de archivero municipal y vivía en una pensión cuando conoció en un baile de disfraces celebrado en el Teatro de la Zarzuela de Madrid a la que sería primero su pasión amorosa y luego su ruina: Amelia Roldán. De su atormentada relación nacieron dos hijos: Natalia y Ángel Tristán. La pareja nunca se casó y nadie sabe exactamente el porqué. Fue a raíz de sacar plaza en una oposición para vicecónsul en embajadas extranjeras, cuando comenzaron los problemas. Su primer destino fue Amberes, mientras Amelia se había quedado en Barcelona con su madre.

Poco después, en noviembre de 1892, la madre y la hija se fueron a vivir con él. Por lo visto las discusiones entre la pareja eran muy frecuentes. Ella era muy celosa y le montaba pollos continuamente. Y él estaba dispuesto a todo para mantener la relación excepto casarse, que es lo que ella quería. Al final, después de muchos encuentros y desencuentros, él pilló la sífilis y ella le puso los cuernos con un cantante de ópera, del que, al parecer, había quedado embarazada.

En Amberes estuvo cuatro años. Allí, dicen sus biógrafos, se desarrolló intelectualmente, aprendió a tocar el piano y estudió idiomas. En 1895 fue ascendido a cónsul y destinado a Helsinki. Amelia no le acompañó. Allí estuvo dos años, los más fecundos de su carrera literaria. Y poco después fue trasladado a Riga, donde pasó por una grave depresión. Tenía motivos para ello. Por lo pronto le duraba la pena de la muerte de su hijita pequeña. Luego estaban las dudas sobre la infidelidad de Amelia (recibía correos anónimos de que su pareja se la estaba pegando en Madrid con un cantante de ópera). También sus facultades físicas y mentales estaban mermadas por una sífilis en estado muy avanzado y luego el desánimo por haber sido rechazado por la joven viuda Mascha Diakovsky, de la que se había enamorado. En algunas biografías que he consultado, también ponen como causa de esa depresión el estar afectado, como todos los de su generación, por la crisis moral, política y social desencadenada en España por la derrota militar en la guerra hispano-estadounidense y la consiguiente pérdida de Puerto Rico, Cuba y las Filipinas. Pero yo creo que a Ángel Ganivet le pesaban más sus problemas personales que los colectivos. Así que, pensándoselo dos veces, ya que lo intentó ese número de ocasiones, se tiró al Duina y se ahogó. El escritor se arrojó vestido con ropa espesa a las gélidas aguas del río. Fue rescatado por la marinería, pero volvió a arrojarse en cuanto le dejaron solo para ir a buscar mantas. En la segunda ocasión ya no fue posible salvarle la vida. Ese mismo día llegaban a Riga Amelia Roldán y el hijo de ambos.

La familia que Ganivet tenía en Granada no podía aceptar un suicidio. Los hermanos no admitían que el miembro más ilustre de la familia y que escribía libros y artículos en la prensa se hubiera quitado la vida. Así que circuló por ahí que Ángel Ganivet había sido asesinado por un agente ruso que lo arrojó al río. Por imaginar, que no quede.

Monumento

Ganivet fue enterrado en Riga. Veintisiete años después, el 26 de marzo de 1925, los restos del autor de Cartas Finlandesas llegaron a Madrid procedentes de la capital de la actual Letonia. Algunos prohombres de Granada, entre ellos el gran amigo del suicida, Francisco Navarro Ledesma, y Antonio Gallego Burín, se habían empeñado en que los restos mortales del autor de Granada la Bella estuvieran en un sitio tan frío. Según una investigación de Gabriel Pozo, la tumba de Ganivet estaba perdida en el cementerio de Riga. Un periodista del Imparcial la descubrió y desde entonces todos los esfuerzos se centraron en Granada en repatriar los restos del escritor. Antes de que los restos llegaran a Granada el escultor Juan Cristóbal le había hecho un monumento en la plaza de la Fuente del Tomate, en pleno bosque de la Alhambra. Allí se paró el cortejo fúnebre, formado por un enorme gentío que no quería perderse el momento. Antes de ser enterrado, el doctor Fermín Garrido tuvo que certificar que el cadáver al que se le iba a dar sepultura era, efectivamente, de Ángel Ganivet. El doctor Garrido certifica que aquel cadáver es el del granadino por su pronunciado prognatismo de su mandíbula, por la cicatriz de una pedrada en la frente que recibió cuando era niño y por su pierna rota. Sobre la sepultura de Ganivet se puso la lápida que había tenido hasta hacía poco en Riga. De esa forma se complació al poeta que había escrito en El escultor de su alma lo siguiente:

¿Para qué tanto saber

y luchar y padecer

si al cabo en la hora postrera

cuando la muerte certera

me hiere, todo lo olvido,

y sólo un sepulcro pido

en el lugar que naciera?

No sé lo que pensaría ahora Ángel Ganivet, un escritor triste y pesimista que despreciaba la modernidad y que escribió que la crisis de fin del siglo XIX en España había sido causada por el problema colectivo de la abulia, al ver que la calle que lleva su nombre en la ciudad que le vio nacer es ahora el centro de la movida y la alegría juvenil. Además, él se hubiera opuesto sin remedio a la construcción de esa calle que hoy lleva su nombre. Las incongruencias del tiempo.

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