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patrimonio | restauración del monumento más representativo del Albaicín
En el Monasterio de Santa Isabel la Real el máximo atractivo durante estos días no es el templo en sí, sino un amasijo de hierros encajonado en el ala Este donde un grupo de ocho personas, pertenecientes a la empresa de restauración Tracer, se cuelgan y descuelgan por cada uno de sus 20 metros de altitud con el objetivo de darle un lavado de cara que restablezca su esplendor de antaño. Desde este pasado miércoles y hasta finales de julio se puede visitar la obra así como pasear por la estructura metálica como un artista más. "La gente podrá ver el convento desde el punto de vista del restaurador, no del turista", asegura Rafael Villanueva, guía de la visita.
"El andamio está contratado un año. Empezamos a levantarlo en julio de 2013 y en el mismo mes de este año tenemos que empezar a desmontarlo. Montarlo nos llevó unas dos semanas", explica el encargado de la obra, Jesús Salas. La magnitud del leviatán, y su casi milimétrico amoldamiento a la forma interior del convento, es tan sorprendente que cuando el turista se halla dentro del mismo le es casi imposible apreciar la altura a la que está. Se puede estar en la parte superior de la cúpula tallada en madera de unos quince metros y creer que es el techo de una vivienda, pues la perspectiva no permite al visitante percatarse de que se encuentra en una iglesia.
Ya desde el ala Oeste del templo, en la parte contraria al retablo de quince escalones, las sensaciones cambian. Allí un grupo de restauradoras desmonta los lienzos para afianzar los marcos, "que estaban un poco desencolados y desvencijados" -comenta Salas- y retiran los bastidores. "En uno de los cuadros encontramos la firma de Bocanegra", apostilla Villanueva. No es lo único que se puede apreciar. También una pieza de alabastro que representa el momento en el que a Jesús le clavaron la corona de espinas.
La obra, que comenzó en verano de 2013, abarca un sinfín de actuaciones. Especialmente llamativa es la limpieza de las pinturas murales. Su realización, por sencilla, resulta casi increíble. Las pinturas de las paredes, manchadas por el paso del tiempo y el humo de las velas, se han oscurecido. Aplicar líquido sería acabar con ellas, por lo que los restauradores aclaran los interminables tabiques con goma de borrar: centímetro a centímetro y dejando pequeños cuadrados sin limpiar para que el visitante pueda ver la diferencia.
Jesús Salas cuenta que cuando él y su equipo arribaron al convento se encontraron principalmente "unas pinturas murales con muchas humedades, mucha alteración en la parte de abajo, bastante deterioro y zonas retocadas y repintadas en la parte inferior del templo". En el arco aparecieron dos grandes grietas estructurales que pudieron producirse por la acción de un terremoto. "Las habían retocado ya, pero nosotros hemos tenido que volver a intervenir sobre ellas", afirma para añadir que el retablo "tenía gran cantidad de humo de velas y barnices oxidados que alteraban el color de la policromía".
La idea del equipo de restauradores madrileños, que ya ha actuado en otros monumentos de Granada como el Monasterio de San Jerónimo, es recuperar los tonos originales pese a la pátina del paso del tiempo.
La visita dura aproximadamente dos horas y abarca los coros bajo y alto, la escalera principal, uno de los dormitorios, el refectorio y la cocina.
El montante de todo el proceso ha ascendido a 1.200.000 euros, el ochenta por ciento sufragado por la Fundación Caja Madrid y el resto por la comunidad.
Los curiosos que quieran contemplar este espectacular ejercicio de restauración podrán hacerlo a un precio más que razonable: el donativo de seis euros para las monjas los sábados o los cuatro de los miércoles y los viernes. La diferencia radica en que en el primer caso no sólo se visita la obra sino todo el convento, y en el segundo únicamente la restauración.
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