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La cuestión vital, cosa de "cortar, copiar y coser"

La idea del impulso vital, de la fuerza que diferencia lo vivo de lo inanimado ha estado presente en la historia del pensamiento

Las científicas Jennifer Doudna y Emmanuele Charpentier, Premio Princesa de Asturias de Ciencias 2015.
Francisco Gonzalez García

01 de marzo 2016 - 01:00

Desde edades tan tempranas como los 4 años se aprecia en el pensamiento humano una tendencia a explicar las características funcionales de los organismos vivos gracias a la existencia de una fuerza vital. Esa fuerza vital se puede caracterizar como una energía, una esencia, un espíritu o un alma, denomínenla como más les guste. Esta idea del impulso vital, de la fuerza que diferencia a lo inanimado de lo vivo ha estado muy presente en la historia del pensamiento humano. Y desde luego que no me refiero a creencias religiosas, aunque podríamos. No, la cuestión que les planteo no tiene que ver con el alma espiritual. Lo que les propongo es un breve recorrido por la cuestión de lo que se conoce por el "cortar y pegar" en la esencia de los seres vivos.

Las ciencias naturales mantenían la creencia de que nada se podía cortar ni pegar puesto que la constitución de lo animado era radicalmente diferente a lo inerte. No porque alguna entidad superior diera condiciones especiales a lo vivo, olvidemos esas cuestiones, sino porque los constituyentes de la materia viva solo podían producirse por los propios seres vivos. Se mantenía un vitalismo básico. Sin embargo, en 1828 quedó demostrado que los compuestos de los seres vivos podían sintetizarse (digamos que crearse) en el laboratorio. La urea fue el primer compuesto orgánico sintetizado por los químicos del XIX. La química demostraba que la materia viva no era más que una compleja mezcla de compuestos de carbono. En la síntesis de la urea encontramos una preciosa historia que caracteriza al conocimiento científico, el cuestionamiento de la autoridad. Berzelius (1779-1848) era un eminente químico que estudiaba la composición química de los seres vivos, los llamaba "organizados" (de ahí deriva el término química orgánica) y creía que estos compuestos poseían una fuerza vital que habían adquirido por provenir de seres vivos. Esa fuerza vital impedía que estos compuestos fuesen sintetizados en el laboratorio. Resultó que un discípulo suyo, Wöhler (1800-1882), cuando estaba intentando sintetizar cianato amónico, un compuesto inorgánico, a partir de otros dos compuestos inorgánicos, comprobó que había sintetizado urea, un compuesto orgánico. Wöhler también era vitalista pero no se dejó arrastrar por ideas preconcebidas ni por autoridades. Su sorpresa fue grande pero escribió a su maestro sobre su descubrimiento: "Debo decirle que soy capaz de sintetizar urea sin la necesidad de un riñón, ya sea de hombre o perro; la sal amónica del ácido cianhídrico es la urea". Aun así a Wöhler le costaba "creer" en la existencia de una química orgánica "terrenal", al contrario, creía que la hipótesis del vitalismo era tremendamente bella y dijo de su descubrimiento que era "una gran tragedia de la ciencia, el asesinato de una hermosa hipótesis por un hecho feo".

Desde los feos cristales de urea que Wöhler sintetizó en el laboratorio a la capacidad de crear a gusto del usuario otras moléculas vitales han transcurrido casi dos siglos. En realidad desde 1828 a 1944 la posibilidad de "sintetizar" vida en el laboratorio era solo una quimera que iluminaba la literatura de ficción. ¿Qué otra cosa era la ilusión del galvanismo, de la electricidad aplicada al monstruo de Frankenstein? En 1944 quedó claramente establecido que la molécula orgánica vital, la molécula biológica donde residía la información biológica esencial, la información hereditaria era el ADN. Los trabajos de Avery, MacLeod y McCarthy sobre el principio transformante bien podían ser una complicación, dado que actuar sobre aquella molécula de estructura desconocida se presentaba como algo casi imposible. Pero solo casi.

El primer paso para construir lo imposible lo dieron la pareja Watson y Crick, al proponer una estructura para el ADN (1953). De este descubrimiento y su premio Nobel asociado hemos de sacar otra historia habitual en la ciencia. Una mujer, Rosalind Franklin, fue ninguneada en sus méritos. Ella había fallecido cuando se les concedió el Nobel y la importancia de sus trabajos sobre la estructura del ADN obviados.

Conocida la estructura del ADN, conocida la estructura molecular, desde entonces el casi imposible se ha tornado en el descubrimiento de multitud de herramientas moleculares que permiten cortar, recortar, copiar, coser, pegar y repegar la molécula de ADN. La biología molecular trabaja sobre el ADN como un sastre molecular realizando trajes a medida. Sus tijeras e hilo se han obtenido a partir de herramientas ya existentes en los propios seres vivos, particularmente en las células de las bacterias.

Las primeras tijeras moleculares, los enzimas de restricción, fueron descubiertas por Werner Arber, Daniel Nathans y Hamilton Smith. Sus trabajos iniciaron los "talleres de corte y moda" de la biotecnología, en mitad de la década de los años 1980. Y desde entonces la industria molecular no ha dejado de encontrar nuevas herramientas para "manipular el ADN".

La larga molécula de la vida es en la actualidad cortada, cosida, pegada y repegada en infinitud de modos y formas, casi a gusto, solo "casi". El sueño del doctor Víctor Frankenstein retomado. No pegamos fragmentos de órganos, pegamos fragmentos de ADN, no cosemos brazos, no insertamos cerebros, solo minúsculas secuencias de bases de nucleótidos. Los biólogos idolatran el ADN, un libro de aparente sencillez pero en realidad infinitamente complejo. El proyecto Genoma Humano, la lectura de todo el ADN de nuestra especie culminó un esfuerzo descomunal de la biología del siglo XX.

El último "casi" puede solventarse con la penúltima herramienta molecular descubierta y por la que dos mujeres, Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier, recibieron el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica 2015 y que la revista Science lo considera el avance científico más relevante del pasado año.

La herramienta que puede solventarlo (casi) todo se llama CRISPR/Cas9 (o simplemente CRISPR), y estaba dentro de una bacteria relativamente común. Estaba pero no sabíamos que eran unas tijeras o no sabíamos usarlas. Desde 1987 se conocía que había secuencias cortas de ADN que se repetían agrupadas regularmente y separadas en forma de palíndromos (el acrónimo en inglés, CRISPR) pero nadie sabía para que podía servir aquella curiosidad. En 2005, un español, Francisco Mojica descubrió que esas secuencias servían a las bacterias como autovacunas frente a los virus que las atacan. Cuando las bacterias entran en contacto con un virus introducen secuencias repetidas en el virus, como una memoria de la infección. Si el virus reaparece, las proteínas Cas de la bacteria reconocen esas secuencias y cortan y destruyen al virus. En 2012 los equipos de las científicas J. Doudna y E. Charpentier comunicaron que habían desarrollado un sistema para guiar a Cas9, las tijeras de la bacteria Streptococcus pyogenes, a casi cualquier lugar del ADN. El guía era una pequeña secuencia de ARN. Después del tijeretazo al ADN, se puede inactivar un gen, modificarlo para introducir o corregir una mutación, regularlo para activarlo o reprimirlo. El problema era llevar las tijeras al lugar preciso, había que diseñar proteínas que llegaran al lugar adecuado y eso era muy caro (podía costar unos 5000 euros). Ahora con un sistema guía de ARN será mucho más barato (unos 60 euros) y más fácil. Todos los laboratorios están empezando a trabajar con el CRISPR/Cas9 para mejorar el estudio de enfermedades, terapias génicas, cultivos transgénicos, mejora de células animales, vegetales y por supuesto bacterias, embriones de peces, embriones de monos y … el debate está abierto, solo (casi) acaba de comenzar.

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