Día de la Cruz, la fiesta más callejera, más genuina y con más arraigo popular
Estuvo prohibida por la República y en los primeros años del franquismo. La rescató Gallego Morell en el año 1963
Durante varias convocatorias estuvo eclipsada y desvirtuada por los numerosos botellones que se salpicaban por el casco urbano
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Granada/No hay en Granada otra fiesta tan genuina, callejera, costumbrista y con tanto arraigo popular como el Día de la Cruz, que se celebra el sábado que viene. Una fiesta que está en el mismo ADN de Granada porque la ciudad se convierte ese día en un ir y venir de personas por las cruces hechas con flores que se reparten por sus calles y plazas. La tradición dice que debe durar un solo día, aunque en los primeros años de este siglo duró varias jornadas y la fiesta llegó a ser sinónimo de consumo incontrolado de alcohol.
No está muy claro cuáles son los orígenes de la cruz como símbolo del Cristianismo. Parece ser que el emperador romano Constantino y su madre Elena, que acabó siendo santa, tuvieron mucho que ver. La leyenda –porque en estos casos siempre son leyendas– dice que Constantino ganó una importante batalla porque al frente de sus ejércitos puso una cruz gigante. Por lo visto una noche antes de la contienda tuvo una visión en la que aparecía una cruz con unas palabras en latín: In hoc signo vincis, que quiere decir ‘Con este signo vencerás’. Mano de santo: sus soldados portaron la cruz y ganaron. Además, sin dificultad, sin bajarse del autobús, como se diría hoy. Fue entonces, en el año 313, cuando Constantino se hizo cristiano y legalizó esta religión.
Lo que sí parece más documentado es que Elena, la madre de Constantino, se empeñó en buscar la cruz en la que había sido crucificado Cristo. Removió Roma con Santiago para dar con ella. Y como el día en que fue hallada cayó en 3 de mayo, dejó dicho que ese día fuera consagrado a la Santa Cruz.
La celebración de la fiesta se puso en marcha de una forma muy casera y en unos lugares más que en otros. Durante la dominación árabe, las cruces, como no podía ser menos, eran símbolos que había que esconder. Los árabes las odiaban porque habían abanderado las cruentas cruzadas antipaganas. Llegaron a prohibirlas. El rey Mohamed VII, llamado ‘El Zurdo’, mando degollar a los frailes Pedro de Dueñas y Juan Cetina por predicar por Granada exhibiendo la cruz. Desaparecido el moro, los granadinos comenzaron a levantar pequeñas cruces en los patios interiores de las viviendas. Allí se edificaban altares en los que se levantaban cruces adornadas con guirnaldas de flores, junto a las que se exponían objetos que otorgaban distinción y prestigio. La intención era honrar a la cruz con las mayores riquezas. Los primeros testimonios sobre la celebración del Día de la Cruz en la calle por parte de los granadinos, los tenemos en el cronista Henríquez de Jorquera, que cuenta que en 1625 los vecinos del barrio de San Lázaro levantaron una cruz de piedra de alabastro blanco y en torno a ella celebraron una fiesta que duró todo el día y durante la cual todos los vecinos estuvieron cantando y bailando. Tan bien se lo debieron de pasar que enseguida esta celebración se trasladó los barrios más señeros como el del Realejo y el Albaicín.
Fiesta local
La prensa de los siglos XIX y XX nos hablan de la celebración de la festividad de la Cruz, pero siempre enfocadas desde el aspecto religioso. Las noticias también nos cuentan que cada año proliferaban más las cruces montadas en los patios de las casas y de algunos sucedidos y peleas en torno a ellas por culpa del alcohol. La celebración comienza a ser muy popular y en 1924 el Ayuntamiento de Granada la declara fiesta oficial. Para celebrar este día se creó un concurso, que dura hasta hoy, con la finalidad de que se decorasen las cruces de forma creativa y, de esta forma, fomentar y celebrar la fecha.
Durante la República, como es lógico, la festividad decae. El Ayuntamiento modifica el calendario y le quita el presupuesto al evento. En el año 1935, la iconoclastia revolucionaria incendia iglesias y destruye muchas cruces granadinas: la de San Nicolás, la Rauda, San Miguel, San Bartolomé y San Gregorio, entre ellas. No es tiempo de cruces y menos de celebrar un día dedicado a ellas.
Según el antropólogo José Antonio González Alcantud, al terminar la guerra, “esta fiesta como tantas otras donde lo grotesco-popular tenía una presencia estimable, fue prohibida. Al parecer la prohibición pudo haber sido obra personal del entonces arzobispo de Granada cardenal Parrado”. Tampoco durante los años más duros de la dictadura se celebró el Día de la Cruz. Fue Antonio Gallego Morell, al ser nombrado delegado de Turismo, el que decide recuperar su esplendor. Es cuando Granada comienza a llenarse de foráneos a los que les encanta el tipismo y el casticismo que conllevan los cantes y bailes en torno a una cruz.
La tradición dice que esta fiesta es de un solo día. La cruz se monta en la tarde del día 2 y a las doce de la noche del día 3 tiene que estar desmontada. Así ha sido durante muchos años. En las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado algunos colectivos y asociaciones rogaron a los munícipes que permitieran que durara uno o dos días más. Aducían que era mucho el trabajo el que llevaba montar una cruz para que su existencia fuera tan efímera. Las cruces deben llevar artesanía granadina, objetos de taracea y piezas de cerámica local. Tampoco faltan los utensilios de cobre y las macetas con aspidistras (‘pilistras’, le decimos aquí), geranios o claveles. Y cómo no: los mantones bordados. El remate es el pero (una variedad de manzano) en el que se clava unas tijeras para disuadir a todos aquellos que quieran decir: “La cruz está muy bien, pero…”.
La polémica de las barras
En muchas cruces, además, se montaban una barra para servir bebidas con las que animar el cotarro. Esa idea de las barras y aumentar los días de la Cruz, provocaron el enojo general de la ciudad. Turbas enormes de jóvenes llegaron a convertir esta fiesta tan peculiar en enormes botellones. Los granadinos comenzaron a pensar que la fiesta ya no era tal y como estaba concebida. La fiesta llegó a ser un sinónimo de consumo incontrolado de alcohol, además de dejar numerosas zonas de la capital repletas de toneladas de residuos. Concentraciones multitudinarias en torno a las cruces, ríos de orines, ruidos hasta la madrugada y el tratamiento de comas etílicos en las urgencias sanitarias, hicieron pensar a los ciudadanos más genuinos que se había pervertido la convocatoria: “¡Esta no es mi fiesta de la Cruz, me la han cambiado!”.
En 2006 la locura de la juerga invadió la ciudad. Duró cuatro días. Comenzó con un macrobotellón en los alrededores de Hipercor en el que llegaron a concentrarse 35.000 jóvenes que querían celebrar la Fiesta de la Primavera. El desmadre se alargó dos días más y se trasladó al centro, al Realejo y al Albaicín. El Ayuntamiento, por entonces presidido por José Torres Hurtado, comprendió que no se podía seguir por ese camino. Así que al año siguiente prohibió las barras. Se instauró la ‘ley seca’, medida que también acarreó su correspondiente polémica porque había ciudadanos que consideraban que no se concebía una cruz sin una barra en la que tomarse una cerveza. En fin. Las barras volvieron en 2017, pero ya muy controladas. Ahora parece que la fiesta ha vuelto a ser lo que nunca debió dejar de ser.
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