Eugenia de Montijo, la primera ‘influencer’ de la historia contemporánea
A la inauguración del canal de Suez se llevó cien vestidos y puso de moda una manera de llevar los sombreros
La emperatriz granadina vivió los cuarenta últimos años de su vida (murió a los 94) alejada de todo y de todos
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El granadino siempre se ha sentido orgulloso de tener una paisana que fue nada menos que emperatriz de Francia, una paisana guapa, culta, lista, bondadosa y la considerada primera influencer de la historia porque trapo y sombrero que se ponía, trapo y sombrero que querían todas mujeres pudientes de Europa. Y encima estaba buenorra. Eugenia de Montijo está en el ADN de Granada por haber nacido en la calle Gracia y haber sido una de las mujeres más influyentes en la Europa del siglo XIX. Archiconocida es esa anécdota de la gitana del Albaicín que, siendo ella una chiquilla, le pronosticó que iba a ser más que una reina, que iba a vivir casi cien años, pero que iba a acabar en la noche. La gitana lo clavó.
Cuando nació el 5 de mayo de 1826, Granada sufría uno de esos episodios de terremotos con los que la tierra asusta a los granadinos de vez en cuando. La madre, que le temía a los temblores de tierra más que una vara verde, hizo que el parto tuviera lugar en tienda de campaña instalada en el jardín de su casa. Los padres (y su tío Eugenio) tenían mucha pasta porque eran grandes de España y aristócratas de muchos posibles. Así que envían pronto a la niña a estudiar a un colegio francés. Después estaría en Inglaterra y por varios países de Europa con sus hermanas, hasta que se establece con su familia primero en Madrid y después en París. El escritor Juan Valera, que la conoció y trató siendo ella muy jovencita, dijo que era “una diabólica muchacha que, con su coquetería infantil, chilla, alborota y hace todas las travesuras de un chiquillo de seis años, siendo al mismo tiempo la más fashionable señorita de esta villa y corte”. Cuando llegó a París, la madre se dedicó en hoz y coz a la tarea de casar bien a sus dos hijas. Así que con ellas visitaba frecuentemente aquellos salones con lo más granado de la Europa rancia y palaciega. Eugenia se enamoró de un joven que era marqués, pero al sentirse traicionada por este pensó en meterse a monja. La madre le dijo que por encima de su cadáver. Faltaría más. Fue en una de esas fiestas de la alta sociedad cuando conoció a Carlos Luis Napoleón, sobrino del gran Napoleón, quien, tras ser presidente de la República Francesa y mediante un golpe de Estado, se entronizaría con el título de Napoleón III, emperador de Francia. El caso es que el sobrino de Napoleón se quedó prendado de la granadina, que tenía buen cuerpo y esas dos poderosas razones que tanto atraen a los hombres. Eugenia al principio se lo puso difícil. Lista como era, sabía cómo eludir el asedio constante del pretendiente. No quería ser una de las múltiples amantes del mandamás francés. Es muy conocida la anécdota, tirando a leyenda, del día en que el emperador le persiguió por un palacio parisino y le preguntó cómo podía llegar hasta sus aposentos. A lo que ella, con el ingenio que le caracterizaba, le respondió.
–Por la capilla, señor, por la capilla.
Y por la capilla pasó. Eugenia se casó con el emperador de los franceses en 30 de enero de 1853. En Notre Dame. Ella tenía 26 años y el emperador 45. Al principio los gabachos no la aceptaron, pero la granadina supo hacerse querer y acabó ganándose el afecto del pueblo. Dicen que nada más casarse, desde el mismo atrio de Notre Dame, Eugenia se soltó del brazo de su reciente marido y se inclinó haciendo una elegante reverencia de sumisión hacia el pueblo. Los parisinos aplaudieron el gesto a rabiar. Así se los metió en el bolsillo. Luego sobresalió participando en muchas obras de caridad y siendo la mujer más elegante de Francia. Su afición por los vestidos, los zapatos y joyas la hicieron famosa en los salones parisinos y fue la que puso de moda los miriñaques, con los cuales disimuló el embarazo de su único hijo. A Eugenia le costaba quedarse preñada y cuentan las crónicas palaciegas que fue la misma reina Victoria de Inglaterra la que le sopló un remedio casero. Le dijo que se pusiera un cojín debajo de las lumbares durante el apareamiento. Y fue así como se quedó preñada. Tras un largo y penoso parto dio a luz a su único hijo: Luis Eugenio Napoleón.
Mujeriego empedernido
Ningún historiador se atreve a decir que Eugenia de Montijo fue feliz en su matrimonio, ya que el emperador era un mujeriego empedernido y protagonista de decenas de casos de infidelidad conyugal. El historiador Simon Sebag Montefiore cuenta en su libro El mundo, una historia de familias, que las jóvenes que seleccionaba el lascivo marido de la granadina le esperaban desnudas en palacio con la consigna “podéis besar a Su Majestad en cualquier parte menos en la cara”. Por lo visto la granadina sabía todo sobre los arrebatos de infidelidad de su marido, pero le dejaba hacer a cambio de estar ella más presente en los asuntos de Estado (sobre todo en política exterior), en renovar continuamente su vestuario y en tener algún que otro escarceo amoroso, que también lo tuvo. Dice el citado historiador que el jedive egipcio Ismaíl Pachá se encaprichó de ella cuando la emperatriz, sin su marido, fue a presidir la inauguración del canal de Suez. El jedive egipcio le regaló a la granadina una bacinilla de oro con una esmeralda en el centro y le espetó con lo que consideraba galantería: “Siempre observándote”.
Eugenia de Montijo fue la gran protagonista de la inauguración del canal de Suez, una faraónica obra de ingeniería que convertiría en navegable la unión del Mediterráneo con el Mar Rojo, en la región del Sinaí. La granadina, emperatriz de la moda, según el historiador Sánchez Montes, encargó para el evento al modista inglés Frederick Worth, asentado en París, nada más y nada menos que… ¡cien vestidos! Y a Vuitton, conocido maletero, los numerosos baúles del guardarropa. En el acto principal, Eugenia se vistió de verde con un tono al que hoy se le llama ‘verde Nilo’, por imitar el color que entonces tenía el gran río de Egipto. Con ese vestido está en la estatua que hay hoy en el Paseo de la Constitución de Granada.
Pero no todo iban a ser fiestas y popularidad. Los últimos cuarenta años de su vida (vivió hasta los 94) los pasó retirada de todo y desengañada del mundo. Perdió todo el interés por seguir viviendo. Antes de ser su marido destronado tras el derrumbamiento del imperio, varias veces intentaron acabar con su vida. Se tuvo que exiliar a Inglaterra, donde murió su esposo. Luego le llegó la noticia de la muerte de su amado hijo Luis Eugenio Napoléon, que participaba en África en la guerra de los zulús. También murió su hermana Francisca. Sola y con su pena acuestas, se refugió durante unos años en Biarritz, que debido a su presencia se convertiría en uno de los puntos de referencia de los franceses a la hora de elegir el lugar de veraneo. A España regresaba de vez en cuando. La última visita fue para ser operada de cataratas por el doctor Ignacio Barraquer. Dijo que quería seguir viendo para leer El Quijote.
Precisamente se encontraba preparando el regreso a su exilio cuando murió de un ataque de uremia en el Palacio de Liria, en Madrid. Tenía 94 años y había tenido una vida digna de ser novelada (hay casi una veintena de libros dedicados a ella) y de ser llevada al cine (varias películas la tienen como protagonista). Sin contar las canciones que le han dedicado. La gitana del Albaicín acertó con sus predicciones.
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