La otra forma de vivir en el Cerro de San Miguel
CUANDO en Granada los niños se portaban mal, siempre se les decía una frase en plan amenaza: "Como sigas vas acabar en San Miguel". En aquel cerro había (y hay) una especie de reformatorio donde van acabar los infantes que han tenido algún contratiempo con las buenas maneras. También hay una ermita, una fuente, una muralla y unas cuevas que son parte importante de la historia de Granada. Por eso he decidido llevar a Harry al Cerro de San Miguel.
La mañana ha entrado en agua. Harry está acostumbrado a los chaparrones. En su pueblo natal, en Limerick, la lluvia es una constante durante gran parte del año, por eso no le preocupa demasiado que en Granada el agua sea por un día la protagonista del ambiente. Dice que la lluvia no debe atar voluntades ni ser excusa para no realizar alguna actividad. Así que Harry se ha presentado a la cita con un enorme paraguas dispuesto a compartirlo conmigo. Él dice como Chesterton, que todas las buenas amistades tienen que principiar compartiendo alguna cosa con sencillez. Dos hombres tienen que compartir un paraguas; si no tienen un paraguas, tendrán por lo menos que compartir la lluvia, con todas sus ricas posibilidades de humor y de filosofía.
Metidos en una cafetería esperamos que la lluvia pierda intensidad y al menos nos permita caminar. El invierno parece que, al fin, ha llegado para contradecir a todos aquellos que creían que este año, en cuanto al frío, nos íbamos a ir de rositas. Los termómetros marcan guarismos muy bajos y el viento permite que la lluvia aparezca a manera de metralla racheada.
Mientras subimos oímos cómo se alejan los ruidos de la civilización. A San Miguel se puede ir por varios sitios. Uno bueno es aquel que, vía Albaicín, se llega por el mirador del mismo nombre. Desde allí se divisa Granada, una vez más, en todo su esplendor. El día gris permite que los contrastes sean otros y que la silueta de la Alhambra pierda nitidez en el horizonte más cercano. La Sierra se esconde detrás de las nubes y hay quien piensa que la nieve ha llegado demasiado tarde. Me doy cuenta que me gusta ir a los miradores para ver con mis propios ojos una ciudad deseada, para imaginarme que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado.
Desde el mirador de San Miguel se sube a la ermita por una escalinata de piedra con el mismo color que el cielo: gris. Le cuento a Harry que la ermita, recoleta allá en lo alto, fue construida en 1671 sobre lo que era una torre árabe del Aceituno, que culminaba la muralla nazarí. Y que fue prácticamente destruida durante la invasión francesa, pues los soldados la utilizaron como cuadra para sus caballos. Es una construcción simple que resguarda a San Miguel, santo que sacan en romería los albaicineros el domingo más cercano al 29 de septiembre.
Subiendo por la escalinata gris un se topa necesariamente con la muralla nazarí, que se ha conservado casi intacta durante más de cinco siglos y que coincide con el límite del término municipal. La muralla y su entorno inmediato, únicamente poblado por chumberas y pitas, constituyen un espacio verde que articula la relación de la ciudad intramuros con el territorio exterior. Y esa muralla también contiene un trozo que un día fue motivo de una de las más encendidas polémicas que esta ciudad conserva. Se la cuento a Harry. Resulta que ese paño de casi 40 metros de muralla que no existía se quiso solucionar con una medida arquitectónica atrevida y original: un paño hecho con piedras de granito planas superpuestas que permiten huecos y un pasillo interior con una abertura (no prevista en un principio) que comunica las dos zonas que separan la muralla. Se le encargó el proyecto al malogrado arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas, que levantó hace ahora diez años una pieza que fue premiada varias veces por expertos arquitectos pero vituperada por colectivos de vecinos que consideraban que lo que allí se había hecho era una chapuza y que el dineral invertido había servido para crear un espacio que muchos utilizan para acumular basura y hacer sus necesidades más perentorias. A Harry, que entiende mucho de arquitectura, no le parece mal la solución: una pieza de 'land art' pensada para preservar el paisaje junto a la ciudad. Dice que si las ciudades se amurallasen hoy, seguramente se harían tal y como lo ha planteado el arquitecto.
-Arquitecto seguramente pensar que la muralla también puede ser mirador. Una ciudad que crece es una ciudad que sabe atravesar muros -dice Harry.
De todas maneras la polémica se ha suavizado después de casi diez años y los visitantes la contemplan sin resistirse a dar su opinión sobre el proyecto. Hay a quienes les gusta y hay quienes han visto en aquella solución na tomadura de pelo.
Detrás de la ermita está el Centro de Menores, que los granadinos conocer con El Reformatorio. Allí van los adolescentes que han tenido algún que otro problema con la justicia y que por ser menores de edad no pueden estar en una cárcel. El entorno se ve cuidado y hasta recámaras de coches sirven como maceteros para albergar flores. Allí, muy cerca está la Fuente del Aceituno, que atesora leyendas y que está escrito que le viene el nombre de un olivo que allí hubo que tenía la facultad de dar frutos todos los días del año. Hay en San Miguel y en su muralla un paisaje brutal y a la vez humano. Aquel paraje fue durante mucho tiempo fruto de una marginación que aún se sostiene.
A Harry le encantan las cuevas que por allí se esparcen, algunas levantadas con la imaginación que soporta la pobreza: somieres de puertas, latas como macetas y botellas de agua acumuladas que servirán para lavar la cara de los ocupantes. Hace unos meses, le cuento a Harry, hubo un intento de acabar con aquella clase de vida. Decenas de policías desalojaron las cuevas por orden municipal porque la salubridad no está garantizada y por el riesgo de derrumbe debido al mal estado de muchas de ellas. Le cuento a Harry que estas cuevas-madrigueras que antiguamente estaban habitadas por vecinos del Sacromonte ahora hay muchos guiris o mendigos que no tienen otro sitio al que ir. En 2007 y hace un par de años ya se cerraron varias. Ahora quedan unas sesenta diseminadas por todo el cerro.
-El problema Harry es que estas cuevas nunca han estado registradas. Solo hay seis o siete, de las cien que había. La gente vivía aquí y ya está. Ahora conocer la titularidad de ellas es difícil.
-¿Y no haber un proyecto para dar dignidad a este sitio? Personas vivir aquí como conejos.
-No lo sé Harry. De todas maneras la solución es difícil. Aquí todos han cogido el terreno que han querido y ahora no se sabe lo que es público o lo que no.
A Harry le ha producido cierto desasosiego conocer la situación de las cuevas de San Miguel. El día gris, la lluvia y la vista de unas infrahumanas viviendas provocan en él un seísmo de inquietud comparado al que provoca en cualquier alma sensible una situación de injusticia. Y Lo veo bajar del cerro sólo, cansado, pensativo y triste, como el personaje del poema de Machado. Hay días que son grises por dentro y por fuera.
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