Fotovoltaicas sí pero no así
Ciencia Abierta
Algunos megaproyectos de energías alternativas entran en conflicto con la protección ambiental
No creo que a nadie se le escapen hoy en día términos como transición energética, energía verde, molinos, energía fotovoltaica, térmica… que inundan los medios de comunicación y el lenguaje coloquial. Han pasado a formar parte de la jerga cotidiana, aunque no todos conozcan lo que hay detrás de ellos. Tampoco creo necesario insistir en la crisis ambiental que vive nuestro planeta y de la que, en gran medida, el consumo de energía en nuestro día a día es responsable por los procesos implicados en su generación y utilización. Entre todos, la emisión de los llamados gases de efecto invernadero y el cambio climático que lleva aparejado, del que ya no caben muchas dudas, es la punta del iceberg.
España constituye por su latitud y condiciones climáticas un lugar idóneo para la captación de energía solar en sus diferentes formatos, placas fotovoltaicas constituidas por células semiconductoras productoras de electricidad de forma directa, espejos parabólicos que concentran la radiación en su línea focal o en depósitos de sales fundidas que movilizan turbinas mediante el vapor de agua generado (central de heliostatos), o energía solar térmica a través de serpentines que calientan el agua para que puede utilizarse en los hogares para su demanda habitual, sea, por ejemplo, para la ducha o para la caldera de la calefacción.
Tampoco se trata de volver a la época de las cavernas, pero sí de evitar caer en la tentación de abrazar las energías alternativas como una fiebre del oro que todo lo justifica. Así lo han asumido empresas energéticas y fondos de inversión que sustituyen pozos de petróleo por placas fotovoltaicas que comienzan a poblar nuestro suelo patrio y que, al paso que vamos, serán tan visibles desde el espacio como los invernaderos almerienses en una especie de parque temático fotovoltaico. Huertos solares les llaman, pero ríanse usted de las lechugas y pimientos que producen.
En el mix energético que proporciona la generación de electricidad en España, las energías renovables ya superan a las derivadas de fuentes no renovables (petróleo, gas o carbón, principalmente) y, entre las primeras, la fotovoltaica ocupa el segundo lugar tras la eólica. Frente a otras fuentes es la que requiere más superficie necesaria para su instalación, excepción hecha de la hidroeléctrica, aunque en este caso el almacenamiento del agua es prioritario. Esto está acarreando una destrucción irreversible del suelo sobre el que se asientan los huertos solares, con la consiguiente pérdida de biodiversidad, así como la de producción agraria. En cualquier caso, existe la posibilidad ya probada de combinar cultivos y placas, es lo que se denomina agrivoltaica, aún incipiente en España, pero ya una realidad en otros países y que podría también compatilizarse con un uso ganadero.
El procedimiento seguido es bien la expropiación forzosa u ofrecer a los propietarios de las tierras una renta por el alquiler de la tierra que algunos agricultores, hartos de las incertidumbres de rentabilidad y otras problemáticas asociadas que dificultan su trabajo, aceptan gustosamente. El resultado es ambientalmente negativo, como ya hemos apuntado anteriormente. El siguiente paso en esta vorágine “okupatoria” es concentrar grandes extensiones (megaproyectos) y, si legalmente, no son factibles, se fragmentan. Práctica habitual en ingeniería financiera.
Granada tampoco se ha librado de esta fiebre del oro y recientemente se multiplican las protestas de sectores agrícolas y ecologistas una vez conocido el megaproyecto que está gestando en parte de la Vega (al que se suman otros más en ejecución o en preparación), ecosistema privilegiado para el cultivo desde tiempos ancestrales y ya maltratada por un urbanismo salvaje. Se habla de arrancar los chopos y los olivos para dar paso a un campo solar de dimensiones gigantescas, ocupando un total de 155 hectáreas. Para ello se elaboran informes ambientales ad hoc que pintan de color de rosa el futuro, aunque todos sabemos lo que conlleva una intervención de esta naturaleza y sus nefastas consecuencias ambientales. Como mal menor solo se deberían utilizar estas instalaciones en terrenos con una alta degradación (antiguos vertederos, canteras…).
Este tipo de proyectos obvian o minimizan, con la complicidad de las administraciones, la alternativa de los microproyectos, que abarcarían el uso de los tejados de las viviendas, hoy día en auge por los incentivos económicos y que se han mostrado como una práctica de éxito, constituyendo en algunos casos comunidades energéticas, pero también los de aparcamientos al aire libre (la Universidad de Almería los tiene así instalados desde hace años), los de edificios oficiales y los de las múltiples naves e industrias que pueblan el entorno de las ciudades. Eso a la vez eliminaría la necesidad de transportar la energía eléctrica con las pérdidas inherentes a dicho transporte, nueva afectación del territorio y consumo de materia prima. En definitiva, se trataría de sustituir los megaproyectos con ocupación del suelo por microproyectos convenientemente distribuidos en entornos urbanos con producción y consumo de proximidad.
Nos hallamos, por consiguiente, ante un nuevo conflicto socioambiental que nos trata de polarizar, una vez más, entre partidarios y detractores de estas instalaciones con argumentos simplistas, en lugar de buscar compaginar la autonomía energética con la preservación del medio natural. Películas como Alcarrás o As Bestas retratan muy bien esta confrontación ser humano-naturaleza y constituyen un buen medio para fomentar entre nuestros alumnos un espíritu crítico frente al consumo energético, para lo que pueden utilizarse recursos como el juego de rol, donde los estudiantes se informan y debaten adoptando los puntos de vista de las partes enfrentadas.
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